En mi casa no se celebraba la Navidad. La herejía impuesta obligaba a todos, excepto a la hora de comer y cenar donde el inquisidor se olvidaba de su dogma.
Los días navideños, en aquel bajo de la calle Doce de Octubre, empezaban en un día sin clase, donde entre sueños oía las voces de los cantores de la ilusión ajena bajo la protección de San Ildefonso. De un salto dejaba la cama y corría al comedor por aquel pasillo alargado y le daba los buenos días a mi abuelo y a mi madre. Ella ya había limpiado la cocina de carbón de la hoguera del día anterior y con nuevo carbón, astillas y un papel de periódico había encendido un buen fuego que caldeaba toda la casa. Las patatas, boniatos y castañas ya estaban sufriendo tormento.
Mi madre colocaba frente a mi colacao y unos churros, que había comprado en la churrería de Fernán Gonzalez, multitud de participaciones de lotería de carniceros, polleros, pescaderos, ultramarinos, casi todos del Mercado de Ibiza, que no repartían sino segmentaban en pequeñas porciones la suerte de todo un barrio. Y ella me decía que escuchara bien la tele, porque ahí estaba nuestra suerte. Aunque con los años me di cuenta que la suerte era otra cosa y la mía era tenerla a ella.
Ese día era mi poca Navidad. Luego vendrían las nochebuenas sin villancicos y el sempiterno escenario de más sombras que luces, rematado por un nuevo año donde los Reyes Magos no pasarían por aquella casa por orden del rey Herodes.
Pero hoy, amigos, aunque recuerde ese pasado, me quedo con el instante vivido. Y como veis mi recuerdo no habla de herejías sino de calor. El calor humano que en el fondo existía.
Aunque sea agnóstico, con todo mi respeto, y compartiendo la alegría de teneros os deseo unas Felices Fiestas a todas y a todos. Celebrando una fiesta de paz y amor que no sería tal si no existierais junto a mí. Besos y abrazos.