POR JOSE MARÍA SUÁREZ GALLEGO, CRONISTA OFICIAL DE GUARROMÁN (JAÉN).
Decía el bueno de mi abuelo Paco –quien me enseñó, entre otras cosas, a coger los días por sus aristas cortantes y no cortarme— que cuando alguien llamara a mi puerta solicitando unas monedas de ayuda, lo socorriera sin titubear, sin entrar a considerar la certeza o el fingimiento de su necesidad.
Argumentaba mi abuelo que en el ejercicio de toda caridad siempre había una gran dosis de egoísmo, además de la consabida pretensión vana de aquellos que dejados llevar de su cicatería moral pretendían ganarse la vida eterna a golpe de calderilla, pues el fin último de la caridad, se mire por donde se mire, no es un acto de solidaridad pura –ni mucho menos de justicia– sino el deseo de que no se pierda, perpetuándola, la costumbre de dar cuando se nos pide de sopetón, sobre todo por si llegada la desgracia nos vemos obligados a pedir nosotros también, que de sobra es sabido lo veleidosos que son los avatares de la vida en tiempos de vacas flacas.
Apostillaba mi abuelo que toda limosna debía ir acompañada sólo de una sonrisa. Para él era bochornoso el comportamiento de quienes por el hecho de dar unas monedas se creían con derecho a dar también un consejo: “Tenga hermano y no se lo gaste usted en vino”, esgrimiendo la pretensión de constituirse en socios capitalistas de la desgraciada empresa del pobre –precisamente su pobreza— decidiendo también el destino más apropiado para tan insignificantes fondos.
La sociedad del “pan y amor todos los días “ me ha asignado, por lo visto, un “mendigo oficial” con el que hago caridad callejera sin darle consejos, acompañando mi exigua limosna de una sonrisa –ciertamente con lo que le doy no tiene más remedio el buen hombre que conformarse con el tinto de tetrabrik–, pero tengo la sensación íntima de que con mi silencio cobarde, con mi actitud cómoda y pasiva, estoy colaborando a que se sigan haciendo pobres durante todo el año desde la injusticia para luego poder hacer caridad con ellos en Navidad, tiempo de vergonzantes chantajes emocionales.
© José María Suárez Gallego