POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Sobre uno de los balcones del patio de la fuente, justo en frente del descanso de un hermoso y broncíneo reloj solar, vive un pequeño gorrión azul. Perfilado hacia la escalera del patio de carruajes, aquella que fuera impostada en el siglo XIX rompiendo el compás que una vez tuviera aquel acceso al palacio de San Ildefonso, el alegre gorrión trina en perpetuo y cristalino canto sordo para todos los que por allí se dejan un instante. Vestigio de lo que una vez fuera cenobio de los monjes jerónimos de Segovia, el patio languidece en la penumbra de un jardín que le dio la espalda hace ya más de un siglo. Ni el tránsito del trabajo cotidiano y servil, ni las guardias dobladas en torno a una puerta que vigilar, ni los cientos de visitantes, políticos, amigos, curiosos y paniaguados; nadie ha dejado eco alguno que pueda ensombrecer el canto de tan bello como inmóvil lugareño. Tiempo atrás, cuando el sol acariciaba el monódico canturreo del caño principal de la fuente y los pasos eran ahogados por el sibilino bramar de la sierra, muchos de aquellos ojos acababan distraídos por la nota aguda y escurridiza escapada del pico de semejante compañero. Siempre mirando al norte con aquella media sonrisa ladeada por una felicidad congelada en una pose que todo lo define, el gorrión azulado de trino sostenido alegraba la carga de solícitos y afortunados sirvientes explotados, así como el peso descomunal de políticos encaramados a un cargo maldecido desde el primer día en que se detentaba.
A veces agudo al atardecer, el zumbo de mi paisano alado se torna aburrido del eco que la soledad de la inopia tiende a provocar entre los pasos perdidos que por ahí suelen darse. De vez en cuando, mi amigo Manolo Otero se detiene perturbado por el eco, hoy más grave, de una cantinela demasiado ronca y áspera, quién sabe si por la edad del pájaro plano que vive sobre aquella ventana. Es probable que, cansado de pasear en silencio salones y tranvías desiertos, Manolo haya aprendido a escuchar lo que nadie acepta y en ahogada salmodia rebota por las paredes de un palacio muerto y congelado desde hace ya una eternidad. No obstante, no pierde cuidado de hacerme mirar al pequeño cantor del balcón anodino, no sea que se pierda su nana y nadie recuerde más echar una mirada de agradecimiento al compadre que, del mismo modo que el imponente reloj de sol cubierto por coraza de plomo, pasa su vida a la espera de un lento rondar y un comentario de agradecimiento.
Dicen algunos que fue colocado allí precisamente por el arquitecto del rey cuando la obra del palacio alcanzó su final. Asomado al balcón del reloj de bronce, aterido por una brisa congeladora, tuve a bien pensar en su maestro a la vez que agradecía tan gracioso cantar. Si fue Teodoro de Ardemans su creador, este que suscribe lo agradecería, pues de aquel nada queda en la memoria de mis vecinos más allá de una iglesia embutida en la trasera del palacio y un par de torres tan austriacas que apenas dejamos un instante del vistazo a sus negras tejas de pizarra olvidada. Pintor fue aquel antes que arquitecto y madrileño por más que su apellido suene a vayan ustedes a saber qué. Aun así, este humilde Cronista desearía que mi amigo cantarín fuera firma de ese primer arquitecto del palacio real. Supongo que para la mayoría, el pico fino y delicado por donde emerge ese ocurrente y vespertino gorgojeo, esas finas pinceladas sedosas de candoroso trazo pudieran haber nacido de la mano diestra de algún italiano empujado a reformar la casa de un rey padre transformado en monarca por la pasión política de una reina que ansiaba ser madre de reyes. Quizás Filippo Juvarra perdiera un instante de su ocupado diseñar en el quicio de aquel ventanal acompasado, cantando a su Mesina natal con la vista perdida en el norte atronador. Mi amigo Daniel Vera seguro que habría preferido aquellas pinceladas de manos de Andrea Procaccini, quien, además de romano, fue pintor excelso de hermosos y políticamente correctos retablos de iglesia real. Puede que Sempronio Subissati, paisano de Urbino y constructor de iglesias y capillas en este Real Sitio, tuviera a bien dejar su señal en el patio a la chita callando, no fuera a ser que Giovanni Battista Sacchetti, turinés de mala gaita y finalizador de las obras generales del palacio le explicara qué debía o no tenía que dejar en fachada alguna de aquel mamotreto construido a golpe de ocurrencia. Éste último, conterráneo de mi querido amigo, Alberto Zerbini, bien pudo ser el encargado de plasmar aquella musical firma imperecedera de acompasado trinar y azul horizonte.
Por lo que a un servidor respecta, no cabe la menor duda de que mi anhelo debería viajar hasta José Díaz Gamones, arquitecto de casi todo en este Real Sitio y olvidado por la inmensa mayoría de los que aún vivimos entre la cerca y el murallón del Guadarrama. Artífice del aspecto definitivo de la población, nadie sabe un ápice de aquel vecino que, además de sus muchas aportaciones, nació como éste que firma en alguna de las calles por empedrar de La Granja de San Ildefonso. Maestro arquitecto de bulevares y casonas, José vio entre granito y pizarra, horizonte serrano y llanura segoviana, un paraje que habría de perdurar por siglos. Del mismo modo que aquel trino perdido entre balcones del patio de la fuente, José Díaz Gamones dejó una huella indeleble en el presente y futuro de este Paraíso que, incomprensiblemente, ya nadie sabe leer. Esquinas tronadas, puertas monumentales, balcones rematados en frontones de granito de exquisitos esquistos, calles de enorme caminar y avenidas homéricas embutidas entre pinos y rocalla descomunal, todo aquello entre grito sordo y trino ancestral nos muestra una huella dejada para aprender y recordar.
Triste es, queridos lectores, que esa huella quede en la memoria, pero no el hollar. Qué todos sepamos de altos nombres coronados, de sibilinos estilistas importados y nada nos lleve a recordar que una vez hubo un paisano dedicado a este Paraíso rememorar. Recostado en el viejo balcón del reloj solar, con la vista fija en la nota que hoy nos dedica el gorrión en su tardío cantar, no puedo más que volver mi ciego recuerdo a un vecino de talento especial, cuya huella borrada por siglos de indolencia, al menos, pasados casi tres siglos, aún nos permite caminar.