POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS).
Como en cualquier novela histórica, esta leyenda está situada en un momento histórico concreto, donde los acontecimientos se van sucediendo a través de un hilo argumental narrativo que arropa la relevancia central de la protagonista y su familia, dentro de un grupo social de clase media-alta que no vivió las penurias de la mayoría, pero buena parte de esa clase más baja está presente a través de las decenas de personajes que -de una u otra forma- conviven o coexisten con los principales protagonistas.
El lector puede intuir quiénes son los personajes reales y cuales entran en el argumento como una ficción necesaria para darle más contenido y detalle.
No pasó inadvertida para algunos la predilección de Catalina por el escribano Julián, un joven no asiduo a las bodegas ni casas de comidas, lo mismo en Bada que en cualquier otro pueblo de los alrededores, de modo que aunque se conocía su lugar de nacimiento con certeza -que era Oviedo- algunos aseguraban que parecía castellano, por su carácter reservado, austero, frugal, demasiado serio decían.
Un personaje de los que entrarían en la leyenda popular como firme en sus convicciones, de esos de al pan, pan, y al vino, vino.
El año 1741 iba a ser muy duro para Catalina, casi terrible.
El día 17 de enero fallecía su abuela materna, Margarita Valle Laria, una mujer sencilla, muy querida por todos y que había llevado una vida casi monástica, no es de extrañar que fuese conocida como “Sor Margarita”, o simplemente “Sor”. Sus 67 años los dedicó a la oración y a la caridad, viuda que fue tan solo dos años después de su matrimonio con un vecino de Piloña, el cual le dejó recursos suficientes para vivir sin agobios.
Faltaban apenas tres semanas para que este hermano predilecto cumpliese los 17 años, aquel chico para quien Catalina había sido sus ojos, sus pies y a quien había dirigido todo su afecto, poniéndose en su lugar una y mil veces.
Familia y criadas se turnaban durante el día para su atención y Catalina acudía a contarle las cosas que le pasaban hasta tres veces al día.
La tarde del 18 de octubre fue Cosme el primero en saber que su hermana había estado hablando con el escribano Julián a la salida de la misa dominical, asunto que le produjo una doble emoción, primero porque Catalina parecía muy feliz y, por otra parte, un sentimiento extraño al pensar que un día podría casarse, abandonar la casa familiar de Robledo y entonces quedarse él más solo y aislado.
Su hermana le contó que la semana siguiente sería fijado en la fachada Este del palacio el nuevo escudo que la familia había encargado en la cantera de Las Rozas, en el lugar que llamaban el “peio del agua”, y que ya lo habían dejado en el jardín unos vecinos de Corao, pagándoles 25 reales por el transporte.
Según ella el pago del escudo lo haría Álvaro, el hermano de ambos, que había marchado a Indias hacía unos meses, estableciéndose en Santiago de Chile con su tío Marcos de Mendoza.
Catalina fue pasando las manos de su hermano sobre los elementos que componen el escudo, y explicándole cómo en el centro de la parte inferior aparece un castillo con una flor de lis a cada lado, con dos cruces floreteadas en la parte superior; bajo la más pequeña aparece un árbol sobre cuyo tronco se empinan dos cabras, mientras la cruz mayor es sostenida con las manos por un león rampante.
El yelmo -con sus plumas y penachos- como timbre del blasón, le resultaba curioso a Cosme, como si le produjese una emoción especial aquella plástica heráldica familiar que se iba a situar en la parte más alta del palacio.
Aquella noche de otoño -con un fuerte viento de sur- Cosme se quedó dormido plácidamente, mientras en su estancia se entreveían los muebles que desde muy lejanos tiempos enriquecían el palacio de Robledo, aunque a él le gustaba más decir Robredo, como le había leído varias veces su hermana en documentos relativos a la familia que se conservaban en la torre de la casa, copia manual en pergamino de los existentes en la Real Chancillería de Valladolid.
Y digo entreveían porque una pequeña lamparilla de aceite ardía perpetuamente ante una fidelísima reproducción de la imagen de Ntra. Sra. de los Remedios que acogía la capilla del mismo nombre situada en la Roza de Parres.
¡Cuántas veces había acudido a esta fiesta toda la familia!
Cada 2 de julio era como la celebración oficial de la apertura de la temporada de verano en torno a la ermita.
Miles de romeros de todos los alrededores se arremolinaban en el lugar, especialmente para asistir a la muy solemne misa del mediodía y a la procesión de la imagen.
La emoción cautivaba a señores y criados, labriegos y romeros de varios concejos, todos unidos por la devoción a la única que podía poner remedio a sus muchas cuitas y problemas.
No olvidaba Cosme a una niña de nombre Mencía que -en la última fiesta- se acercó a él y le pidió que la ayudase a recoger unas golosinas que se le acaban de caer al suelo, desparramándose por el pórtico de la ermita, pero antes de que le diese las razones por las que no podía hacerlo, Catalina se adelantó y le dijo: “A mi hermano le gustaría complacerte, pero esos ojos azules que ves son como pequeños espejismos, una pura ilusión óptica”.
Mencía tenía solo doce años, pero se dio cuenta de lo que ocurría cuando Cosme hablaba con ellas, sin que su vista se orientase con exactitud.
En ese momento apareció Rosa Bárcena Rivero, la madre de Mencía, que se la llevó casi en volandas, porque habían acudido a los oficios religiosos y debían regresar a Posada de Valdeón sin demora.
Aquella capilla había sido fundada por el licenciado Marcos de Asiego Valdés, arcipreste de Villanueva y cura de coro, el cual le concedió 1 ducado de renta, y según consta en un documento fechado en la ciudad de Oviedo “a 28 días de febrero de mil y seiscientos y sesenta y cuatro años”- se despachó licencia para bendecir dicha ermita y decir misa en ella el señor provisor, al día siguiente, 29 de febrero, de aquel lejano año bisiesto.
Como el fundador de la ermita estaba vinculado en primer grado con la casa de Asiego, a uno de sus miembros se le encargaba que pronunciase al final de la misa de cada 2 del julio la tradicional invocación dispuesta por el fundador.
Aquel año de 1740, fue Cosme quien concluyó con la oración que había memorizado: “Laus omnipotens Deus, eiusque Santissima Mater Virginis Mariae…”, (Alabado sea Dios Omnipotente, y su Santísima Madre la Virgen María…).
Los manteles se extendieron por el campo en torno a la capilla y la romería dio comienzo de inmediato, alargándose hasta el anochecer.
Unos compraban perdones para los que no habían podido acudir, otros vendían avellanas, nueces, abalorios diversos, encajes y todo tipo de bisutería y aderezos, bajo toscos toldos blancos.
Vendedores de frutas y licores -llegados ya el día anterior- se distribuyen por el campo, mientras no pocos colocaban en círculo las tiendas, los comestibles y los toneles de sidra y vino, así como todo lo restante para el regocijo y la fiesta.
Resuenan por todas partes el tambor, la gaita y, a veces, el violín, entre los cánticos y bullicio general.
Con esos recuerdos se quedó dormido Cosme, hasta que -casi al amanecer- se oyeron los gritos de Manuel Gala y su mujer Francisca Castaño -mayordomo y guardesa, como dijimos en el capítulo II.
Las estancias más cercanas a la capilla palaciega estaban siendo devoradas por un voraz incendio. En pocos minutos, la mayoría de los que vivían dentro y fuera de la casona se reunieron en el exterior entre idas y venidas, gritos, desconcierto, enronqueciendo en la desorientación y el llanto.
…Pero no aparecían ni la señora de la casa, Jacinta Valdés Valle, ni sus hijos Catalina y Cosme.
FUENTE: https://www.facebook.com/franciscojose.rozadamartinez