POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS)
Aquella noche del 18 al 19 de octubre de 1741 fue una de las más aciagas que se recuerdan en el lugar que nos ocupa de esta historia que -en buena parte- mana de los padrones de distinción o hidalguía, archivos, actas y protocolos notariales del concejo de Parres, desde que los mil azares del destino los conservan allá por el año 1653.
Ramiro Asiego de Mendoza y Flórez, el “pater familias”, residía muy pocas semanas al año en su Palacio de Robledo, siempre atareado en sus trabajos y quehaceres como togado de la Real Audiencia o Chancillería de Oviedo, por lo que no se encontraba en el palacio la madrugada del incendio, al igual que su hijo segundo Álvaro, ya residente en la capital chilena.
Vimos en el capítulo anterior que en el amanecer de aquel terrible día -entre llamas, gritos y desconcierto- faltaban Catalina, Cosme y la madre de ambos, Jacinta, apareciendo ésta última en el zaguán de acceso con un aspecto y una expresión casi de ultratumba, arrastrando los pies, en silencio y con ambas manos sobre el pecho.
Francisco Montaño, un joven del cercano pueblo de Caño (trabajador en las caballerizas) entró decididamente en busca de los dos hermanos desaparecidos y -en apenas tres minutos- sacó en brazos a Catalina, con serias quemaduras en las manos.
Había intentado entrar en el aposento de su hermano cuando una de las vigas incendiadas caía sobre la gran alfombra de su dormitorio, allí donde Cosme yacía abrazado a uno de sus libros favoritos, las “Novelas ejemplares” de Miguel de Cervantes, en una edición de 1722 que Catalina le había regalado pocos años antes.
Además de por las quemaduras recibidas, Cosme falleció por la asfixia que provoca la falta de oxígeno -que es consumido en la propia combustión- así como por el humo inhalado que le produjo graves lesiones en las vías respiratorias.
El duelo por aquel terrible suceso marcaría un antes y un después en la vida de toda la familia.
Juan Francisco de la Vega -teniente cura de Santa María de Cangas de Onís- junto con Fray Miguel Fernández -abad de San Pedro de Villanueva- y Rodrigo Pandiello Toraño -vicario de San Martín de Cuadroveña- presidieron las solemnes honras fúnebres celebradas dos días después por el joven Cosme Asiego de Mendoza y Valdés.
Doce clérigos más estuvieron presentes en la misa de réquiem que se celebró en la iglesia parroquial de San Juan de Parres a la que pertenecía el palacio familiar.
Allí se encontraban hasta seis grupos sociales diversos, élites del poder local, profesionales liberales, burgueses de los oficios, comerciantes y vecinos del medio rural parragués y de otros concejos próximos, además del clero citado.
El cuerpo del chico de 16 años aparecía en un caja de madera forrada de terciopelo negro, ribeteado con motas de azabache, amortajado con el blanco hábito de Santiago (su padre pertenecía a la Orden Militar del mismo nombre desde su juventud) y sobre sus manos su madre había depositado un valioso rosario de nácar que le habían regalado sus hijos con motivo de su 50 cumpleaños, y que éstos había adquirido en un joyería que les recomendó uno de sus tíos -canónigo en San Salvador-, platería situada en la plaza porticada que estaba ante la Catedral ovetense antes de que fuese remodelada en el año 1928.
En un pequeño pueblo asturiano de mediados del siglo XVIII no nos podemos imaginar que un acto fúnebre de este tipo revistiese mucha pompa barroca -además de que en el conocido como “Siglo de las Luces” se había reducido notablemente el ceremonial funerario- pero aún era notable la pautada liturgia que se daba en casos muy excepcionales, tan diferente a la de nuestros días.
La parte cantada de la misa funeral se le encargó a una capilla musical que viajó desde Comillas.
Se daba por hecho que se celebrarían -a partir del día siguiente- las treinta misas gregorianas en la capilla del palacio, según aquella tradición que señalaba que el Papa Gregorio había celebrado treinta misas por el alma de un difunto, apareciéndosele éste después para darle las gracias, porque esas misas habían logrado sacarle del purgatorio.
El motete “Pie Jesu” -interpretado por una soprano contratada expresamente para el funeral- causó un notable impacto emocional.
No había ocurrido nunca antes que un familiar se dirigiese a los asistentes en una ceremonia fúnebre al concluir éste -aún en el interior del templo- pero los clérigos de Cangas de Onís, Cuadroveña y Villanueva autorizaron expresamente a Ramiro Asiego a hacerlo.
La familia Asiego de Mendoza y Valdés había conseguido en el año 1710 el privilegio de poder seguir los actos litúrgicos en un lugar preeminente del templo, en el lado del Evangelio del presbiterio.
Allí, la familia había colocado un banco de nogal de exquisita factura, el cual incorporaba el escudo de la familia y una delicadísima taracea en madreperlas con el cristograma JHS (Iesus Hominum Salvator = Jesús salvador de los hombres).
En la parte posterior del mismo aparecían las iniciales del tallador R.R.C. (1712). El maestro tallista aparece citado entre los documentos de pago del palacio como Raúl Rivero Collado, vecino de Collía, “a quien le entregué 200 reales por el sitial reclinatorio del nogal de Baries de nuestra hacienda de San Diego”.
De modo que la madera era de un nogal propiedad de la familia, y cierto es que San Diego tenía una capilla bajo su advocación en Baries, ya en el siglo XVI (imagen que cuidan en la capilla de Vallobil y que saben es una de las tres más antiguas del concejo).
El banco se perdió con la invasión napoleónica en la zona (cuando la llamada “francesada”) a comienzos del siglo siguiente.
Al tallista Rivero se le encargaría otro minucioso trabajo, como veremos en el capítulo XII y último de esta leyenda.
El padre de Cosme tomó la palabra, causando sus reflexiones una gran sensación, de la que se habló durante meses en el concejo.
Aquel improvisado discurso se interrumpió varias veces por el llanto del que era padre antes que magistrado, y ferviente católico por encima de todo.
Los proyectos que tenía para Cosme, el futuro que esperaba para él a pesar de su incapacidad visual, todo había quedado reducido a la nada bajo las llamas de aquella madrugada en Robledo.
Intentado sobreponerse a la situación y elevando el tono de voz, Ramiro reflexionó sobre la conveniencia de atesorar buenas obras durante nuestro paso por este mundo, y señaló:
“Muy querido hijo, en tu memoria he decidido y dispongo que se entregue a los más pobres de esta parroquia el valor de 15 kilos de plata de nuestra propiedad, los cuales serán vendidos para tal fin.
Me hago cargo, también, de los gastos de restauración de las capillas de San Roque, en Bada, la de los santos Fabián, Sebastián y Cosme en San Martín de Bada, así como del mantenimiento de la capilla de Nuestra Señora de los Remedios en La Roza, la cual forma parte especial del sentimiento y querencia familiar desde sus orígenes en el año 1664.
Al lazareto conocido como Real Hospital de San Lázaro de Vallobal -que se encamina a cumplir 500 años- cedo el importe íntegro de los ingresos que me corresponde percibir de la Real Audiencia, hasta cumplirse el año de tu desaparición entre nosotros, amadísimo hijo.
Y al clérigo titular de la iglesia de San Martín de Cuadroveña, aquí presente, le manifiesto mi voluntad de entregarle la cantidad que precise en reales de plata para levantar la espadaña de esa iglesia de la que es vicario, derribada en gran parte por un rayo el pasado invierno.
Del mismo modo, serán restauradas por las arcas de esta familia hoy doliente, las pinturas que -desde hace un siglo- recuerdan en los muros de este templo en el que nos encontramos al Hijo del Trueno, el apóstol Santiago el Mayor.
“Pido ante todos vosotros -concluyó diciendo Ramiro Asiego de Mendoza y Flórez- que el día que Dios me llame a su presencia para rendir cuentas por lo bueno o malo que aquí haya hecho, no se me amortaje nada más que con el hábito de la Tercera Orden de Nuestro Padre San Francisco, descalzo, sin vanidad ni pompa alguna, y que se me dé sepultura en esta iglesia de San Juan Bautista, junto a mi hijo y los que me precedieron en la fe, y que se celebren oficios y misas votivas por mi alma durante todo un año, cada día, aceptando todos los derechos parroquiales que se impongan y que mis descendientes respetarán”.
Porque la familia tenía el privilegio de ser enterrada “bajo bóveda y no en tierra”, o sea, en el interior del templo.
Dirigiéndose al cuerpo yacente del infortunado Cosme -entre otras cosas- finalizó diciendo:
“Hijo carísimo que nunca llegaste a vernos, sino solo a imaginarnos, nos haces a todos reflexionar sobre la brevedad de la vida y la aparente injusticia con la que la misma se abate a veces contra algunos de sus hijos, ¡con cuánto dolor te despedimos hoy, capaces de entregar nuestra vida una y mil veces porque tu siguieses viviendo!”.
Durante el largo sepelio -de casi dos horas- Catalina había sostenido en sus manos un objeto envuelto en una tela de raso de color azul turquesa, hasta que su hermano fue depositado en la tumba familiar, momento en el que lo descubrió.
Se trataba de un cofre de madera con aplicaciones de lapislázuli y esmaltes porcelánicos en la cubierta, encargándose ella misma de colocarlo a los pies del hermano que nunca volvería a ver.
Catalina jamás reveló a nadie el contenido de aquel cofre.
—— Francisco José Rozada Martínez, 14 de enero de 2023 ——
(Acompaña este quinto capítulo una recreación del Palacio de Robledo según el minucioso pintor y dibujante autodidacta Alfredo Palomo Blanco.
Con una importante fidelidad al natural pero con una latente carga emocional que coincide con el Romanticismo, Palomo da prioridad a la contemplación y al recuerdo.
Su técnica preferente es la conocida como plumilla, compleja técnica en la que no es posible la rectificación y en la que sus dibujos reproducen un mundo lejos de la abstracción lírica, siendo muy cuidadoso con la combinación de trazos que le sirven para recrear variados efectos).
FUENTE: https://www.facebook.com/franciscojose.rozadamartinez