POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
No sé muy bien qué se busca en el café. Negro como el futuro ignoto, su aroma seco y profundo, oscuro y embriagador, suele empujar hacia el desconcierto de un placer del que se desconoce el origen o, peor aún, la finalidad. Suelo tomar tanto como sea sensato y, a veces, perdido por la estulticia, hasta que el cuerpo diga basta, las más de las veces solo, dejando que ese aroma culposo lo inunde todo. En otras ocasiones, sin embargo, dejo que el café se acompañe de paisanos en torno a tazas de diferentes cataduras, todas ellas negras como el tizón, humeantes como los malos pensamientos. Sentados circundando la mesa de un bar, el café se va templando mientras los amigos soltamos la lengua en circunloquio sorprendente y muchas veces falaz, pues nada hay que pueda con el embrujo del café.
De un tiempo a esta parte vengo sentándome en una de las oscuras mesas del restaurante La Fragua viendo cómo el café se va enfriando y mis amigos se postulan siempre listos para el debate acalorado entre bromas surrealistas y extemporáneas, siempre necesitadas de un sorbo de ese turbio elixir, incomprensibles para los no iniciados en la mesa esquinada del restaurante serrano. César Cardiel y Félix Montes acostumbran a echar leche al café de modo que la oscuridad tenga algo de esperanza al levantarse el día. Eusebio Martín Merino también gusta de aclarar la noche, pero me temo que aprecia más el torrezno colateral que el brumoso sabor de un café atemperado. José Rodríguez, parapetado en un viejo sombrero que florece entre la copa y la cinta, apenas mancha la negrura con una nubecilla, abjurando del azúcar cada vez que se le ofrece. Algunas veces se suma otro sombrero que cobija a Pepe García-Lomas y su sonrisa inquisidora. Éste, entre el café y algún clarete, trata de coger el pulso al personal metido ya en debates arrastrados de semanas olvidadas y meses tardíos. Javier Herrero, mesonero de la Fragua, revolotea de un lado a otro, mientras coge al vuelo algún retazo de conversación cosido a una taza que retirar. Inquieto y activo a empellones, no tiene por costumbre meterse en harina, pero, una vez lo hace, tritura el retal del parloteo hasta dejarlo bien planchado y listo para encajonar. Un servidor, amante de la negrura seca del presente, expresa su café a la italiana sin azúcar alguno que se atreva a dulcificar la amargura más hermosa que una simple taza pudiera abrazar. A la escucha constante de lo que se pudiera preparar en la mesa de La Fragua, deja que el negro placer alimente un espíritu ancestral, motor de una jornada seguramente fructífera. Hijos del café, descendientes de la penumbra cálida escondida en una vieja taza, pasamos las mañanas en la feliz ilusión de una amistad encofrada entre torreznos y tortillas, nubes de leche y costumbrismo galdosiano imposible de obviar.
Alguna que otra vez, distraído por el tintineo de alguna cucharilla arisca, intento recordar si mi padre llegó a disfrutar de tamaño deleite trabado entre el onanismo infecto y la amistad sencilla y purificadora. El sr. Sixto Juárez, lector furioso y fabricante de harinas finas, triguillos y salvados varios, no solía debatir más allá de la librería y el salón de la casa, donde el televisor estúpido y aleccionado le daba una réplica salida siempre de tono. Pedro Montes, padre de Félix, fresador y electricista, pasó más tiempo entre el Salto del Olvido, la Fábrica de Maderas de Valsaín y la de Vidrio de La Granja de San Ildefonso que dándole al café entre amigos, cosa que, por otra parte, seguro que no descuidó. Lo mismo podría decirse de Demetrio Rodríguez, señor padre de José y su sombrero floreado, obrero en la fábrica de cristales y, años más tarde, en la de vidrios de la Mata de la Saúca que vendiera a mediados de los años cincuenta el nieto de Arsenio Martínez Campos. Allí, entre dos fábricas y otros muchos acasos, transitaron del café al buen vino Miguel Escudero, suegro de quién suscribe, y Ángel Bellette, padre del Sr. Bellette, mi Compadre. Eusebio Martín Herrero, gabarrero y oficial de la fumigada cuadrilla de la limpia, progenitor del esquiador y mejor amigo, Eusebio Martín Merino, debió gastar sus cafés entre el bar de Agapito, el Tío Pepe y la Hilaria, justo donde empezó a trasegar cochinillos Javier Herrero, mesonero de La Fragua. El padre de aquel, Bienvenido Herrero hizo honor al apellido dedicando su vida al metal fundido en la herrería de la calle Quinta en la Pradera de Navalhorno, donde el barrio del Acero consumía su ardiente corazón. Seguro que el Sr. Florentino Cardiel, secretario municipal en la comarca de Melque de Cercos, bien cerca de mi querido Martín Muñoz de las Posadas, donde nacen los tomates y Joaquín González-Herrero alimenta con uva garnacha la memoria de un padre excepcionalmente segoviano, sembró la voluntad legalista y justa que siempre ha subyacido en la intensa mirada de su hijo César.
Embriagado por la conjunción de un aroma penetrante y cálido acunado por la salmodia monódica de la charla, no dejo de preguntarme si todos aquellos padres habrían entendido este perder el tiempo en amistad, acuciados como vivieron ese pasado de prisa sostenida por la responsabilidad. Gastadas aquellas vidas en un fragor que ya nadie parece recordar, siento cómo me duele a ratos la memoria de tantos padres perdidos en la construcción de una identidad colectivizadora que obstruye la realidad. Fruto como somos de la educación de una plétora de madres ignoradas por una sociedad que no entiende de personas, los padres han acabado por sucumbir a una tendencia generalizada incapaz de poner el foco sobre un protagonismo merecido sin apagar todo lo que le rodea. Pocos se atreven a preguntar por la labor del padre en la construcción del individuo por miedo a caer en el delito de defender la tiranía machista, mientras la memoria de esas personas tan necesarias como legitimadoras languidece en la tibia miseria de un café americano.
No sé si nuestros padres habrán influido de forma decisiva en lo que hoy somos, en lo que llegaremos a ser o en los sueños que una vez nos atrevimos a albergar. Sólo sé que sí estarían encantados de sentarse en nuestra mesa de La Fragua para, entre café bruno y tortilla a medio cuajar, deleitarse con ese no hacer nada que tan bien nos define y que todo lo justifica.