POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES (ASTURIAS)
Dejamos a Bartolomé en el capítulo anterior en una posición no muy favorable hacia él, pues -en tan solo 24 horas- su actitud ante varias situaciones no había gustado a nadie.
Una semana después de su llegada a Asturias se programó una excusión a Covadonga para él y su acompañante, Ignacio Aguirre de Irala, con salida al amanecer.
Francisco Montaño, el chico de las caballerizas, dispuso todo lo relativo a las caballerías que deberían montar hasta seis excursionistas, además de Bartolomé e Ignacio, irían el propio Ramiro, Miguel Quirós (padrino de Catalina), Julián Estrada y el regidor de Parres, Mateo Hidalgo Pendás.
La llegada a Covadonga al filo del mediodía de aquel 8 de julio de 1742 causó opiniones encontradas entre Bartolomé y su acompañante de servicio Ignacio Aguirre.
Mientras el primero quedó muy desilusionado con el santuario -al parecerle paupérrimo, impropio de la categoría que debería ostentar- a Aguirre le encantaba todo: el molino, la fuente, el puentecillo de piedra, la casa de los músicos, todo el paisaje, la oquedad en el Auseva, la casa de las novenas con la torre del reloj y campanas (que se habían colocado en 1687) y hasta la sencilla imagen sedente de María, policromada, con el Niño bendiciendo con su mano derecha y sentado sobre la rodilla izquierda de su madre -como solía ser habitual en las reproducciones de los siglos XII y XIII- mientras -la que era conocida como Virgen de las Batallas, imagen en bipedestación- sostenía al Niño con su mano izquierda y portaba unas espigas de escanda en su mano derecha.
Aquel sábado, 9 de julio, coincidió que se bendecía e inauguraba un nuevo órgano que había sido regalado por la “Cámara de Su Majestad”, de modo que tanto el organista como el sochantre (canónigo que dirigía el coro) y los cinco mozos de coro, se esforzaron en que la misa fuese más solemne que otros sábados, misa celebrada en la parte inferior de las dos alturas en las que se dividía la iglesia dentro de la cueva, como así llegó hasta el gran incendio del 17 de octubre de 1777.
A Bartolomé solo le gustó la comida que Isabel Villar les había preparado en Robledo, a saber: congrio sobre hojas de azahar confitada y liebre con dulces secos.
La bebida consistía en perada fresca, dado que al invitado no le agradaba la sidra.
El postre de campo consistió en unos pastelillos de arándanos con mantequilla y anises.
De regreso a casa -a la hora de la cena- Catalina y su madre Jacinta se interesaron por la vista a Covadonga.
Mateo, el alcalde de Parres, aseguró haber sido uno de los más agradables días de su vida. Miguel Quirós opinó muy parecido al regidor. El escribano Julián dijo que la visita le había recordado mucho a la primera que había hecho de niño con sus tíos maternos, calificando la jornada como muy emocionante. Para Aguirre todo fueron elogios y parabienes.
Ramiro -el anfitrión- juzgó la visita como “muy ilustrativa y clarificadora”, sin más detalles.
Y para el invitado, Caballero Astobiza, “un día para olvidar”…aunque -añadió- “le entregué al abad 35 ducados para hacer las reparaciones más urgentes en la escalinata de subida a la casa de novenas y cueva de Santa María”; escalinata que estaba hecha parte en madera y parte de piedra.
Antes de acostarse, Catalina y Jacinta le preguntaron a Ramiro el porqué de su lacónica respuesta a sus impresiones sobre el viaje.
Ramiro Asiego de Mendoza les aseguró que nunca antes había conocido a un personaje tan poco educado y tan vanidoso como era Bartolomé Caballero.
Catalina durmió aquella noche tan plácidamente como no lo había hecho desde hacía tiempo.
El vizcaíno y su acompañante -a modo de servidor durante el viaje- regresaron a su tierra el día 14 de julio y el sosiego de los veranos en la casona inició sus rutinas estivales.
Sólo fue perturbado por la hemiplejia que sufrió la cocinera Isabel Villar Miyares, una mujer de notables habilidades culinarias y muy querida por todos, trabajadora incansable que llevaba en palacio casi treinta y cinco años.
Hasta su fallecimiento seis años después, esta buena mujer estuvo atendida por su hijo natural Rosendo Longo, nunca reconocido por el que había sido su padre, Damián Longo Soto, vecino de Llerandi.
El puesto de cocinera le fue ofrecido a la hermana del escribano Julián, conocida como “Mar” (Marina Estrada Quesada).
De esta forma, Marina dejó el mismo trabajo en la casa de malatos de San Bartolomé de Sobrepiedra, donde estuvo desde que se había quedado viuda.
Así, el niño pasó a vivir con su madre en una casita que Ramiro y Jacinta tenían en Fontameña. De modo que Julián -que se había hecho cargo del niño por voluntad propia- se quedó más liberado.
Por este motivo, Catalina y Julián estuvieron más cerca aún y fueron consolidándose como una pareja habitual en la zona.
De hecho, eran invitados a los diversos actos que tenían lugar por el concejo, tales como fiestas familiares y eventos varios.
Destaquemos la invitación que Diego Estrada Cordero de Nevares envió al Palacio de Robledo con motivo de la solemne bendición e inauguración de la iglesia de Palacio.
Aquella notable familia de hidalgos que había obtenido del rey Felipe II el título de Alférez Mayor y regidor Perpetuo del Concejo de Parres, acabó haciéndose la dueña de las tres cuartas partes del concejo.
La nueva iglesia fue levantada en estilo barroco popular asturiano a expensas de la familia de José Jacinto Omaña, señor del palacio, situado frente al templo.
Esta nueva iglesia vino a sustituir a la que estaba datada en el año 1541.
Aquel otoñal día de 1742 todos los caminos conducían hacia este palacio y su nueva iglesia.
Catalina representó a su familia en los actos y Julián acudió más como escribano oficial de Parres que como novio de Catalina.
Sobre la fachada principal del palacio, orienta hacia el norte, se había colocado un enorme tapiz de cinco metros de alto, con las armas de la familia, conservado desde al menos dos siglos atrás.
Este tipo de palacios rurales asturianos sugieren complejas historias constructivas, adaptadas a las sucesivas modas estilísticas que les tocó vivir en sus largos siglos de existencia, hasta llegar a nosotros.
En el sillar de la esquina noroeste de la elegante torre del palacio, y de arriba abajo, se instaló una decoración floral de caléndulas amarillas y áster azul, sobre lecho de hojas de laurel, cuya ejecución corrió a cargo de Manuela Poleto, ama de llaves y guardesa.
A ella misma se le encargó la ornamentación de la nueva capilla de palacio, y sobre las seis grandes dovelas de despiece radial de la puerta de acceso que forman un arco de medio punto y que se conservan hasta hoy, fueron colocadas otras tantas metopas barrocas con bajorrelieves de terracota policromada.
En los dos apoyos basales -coronados por impostas moduladas- aparecían sendos ramos de rosas rojas de los jardines del palacio.
El poderío de la familia de Nevares se hizo presente especialmente en el momento (que guardaron como una sorpresa) en el que el obispo de Oviedo, Juan García Avello y Castrillón, salió de palacio revestido de pontifical para bendecir la capilla y presidir la misa.
El báculo portado por el obispo se decía que era el que el rey Alfonso VI había regalado a la catedral de Oviedo cuando acudió a la apertura del arca santa en el año 1035.
El interior de la voluta del báculo representaría a Rodrigo Díaz de Vivar, su hombre de confianza y portaestandarte, aludiendo alguno de los presentes a que dicho báculo habría estado presente en la Jura de Santa Gadea, cuando el Cid Campeador obligó a Alfonso VI a jurar que no había matado a su propio hermano, el rey Sancho II.
Toda una formidable leyenda medieval.
La erudición del obispo dejo boquiabiertos a los invitados, no hay que olvidar que -antes de obispo- había sido rector de la Universidad de Oviedo.
El Sumo Pontífice Clemente XIV concedería veintiocho años después (en 1770) una bula a la iglesia de Nevares con especiales indulgencias para los que visitasen el templo en las festividades de San Antonio Abad, y Santiago el Mayor.
Sigamos con nuestra leyenda de Catalina Asiego de Mendoza:
Más de treinta personas fueron contratadas para reforzar los servicios de cocina, y poder ofrecer un banquete en el Palacio de Nevares que sería recordado durante mucho tiempo.
El primer plato consistió en lubina del Cantábrico con salsa matelote y chalota rehogada con tinto de Burdeos; como plato principal se sirvió perdiz roja con salsa castellana, trufas y almendras, además de filetes de pato con salsa de naranjas.
La tarta reproducía fielmente en chocolate la iglesia que se acababa de bendecir, colocada sobre crema helada de castaña y jalea de arándanos.
Además, se ofrecieron panecillos de hojaldre y frambuesas de San Antón -en honor al santo a quien se acababa de dedicar la capilla palatina- y tarta de Santiago con guindas de la casa, apóstol muy querido en el lugar porque por allí pasaba uno de los caminos de peregrinos hacia Compostela.
No faltó el arroz con leche -aprovechando el obispo para señalar que no era un postre asturiano (como muchos creían)- sino que su origen se remontaba a la época árabe en la península. Aquel “manjar blanco” era un postre solo para la gente pudiente del siglo XVIII.
Vinos de Jerez y de Montilla, tintos de Rioja, moscateles de Navarra y cava catalán, fueron las bebidas elegidas.
La parte musical le fue encargada a dos especialistas, Bernardo Remis Priede, de Margolles, famoso por tocar la mandolina con gran destreza, y a Óscar Hoyos-Sumaza y Píramo, del barrio de la “Madama”, en Ambrosero (Cantabria), gran experto en tocar el organetto portátil de tubos, el cual siempre contaba que era descendiente de Jerónimo Píramo Kegell, esposo de Bárbara Blomberg, nacida en Ratisbona y amante de Carlos V, con la cual el emperador tuvo a su hijo el famosísimo Juan de Austria; de forma que -en todos los eventos a los que era llamado para tocar el organetto- a Óscar le pedían al final que contase esa parte de la vida de sus antecesores, ocurrida siglo y medio antes.
Allí se habló de todo, desde los tiempos de Suero Gutiérrez de Nevares y sus servicios a la Monarquía Hispánica cuatrocientos años antes, hasta del magnífico escudo colocado en el lado del Evangelio de la nueva capilla y de sus orígenes en el año 1682; desde el cambio dinástico en España con la llegada de los Borbones, hasta los malos caminos que transitaron hasta llegar al lugar.
Nadie parecía acordarse de la inmensa pobreza que los rodeaba por todas partes, ni de los campesinos que trabajaban de sol a sol los campos asturianos que eran de otros, ni del analfabetismo generalizado, las enfermedades endémicas y mil miserias arrastradas desde siglos.
FUENTE: https://www.facebook.com/franciscojose.rozadamartinez