POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Hay un punto de servilismo en esta sociedad que padecemos contra el que nada se puede hacer. Amarrados al látigo que nos fustiga los lomos, servimos con lamerona dependencia a quiénes han alcanzado el poder, vástagos de un aprendizaje incompleto y carente de aditamentos democráticos. Aplaudidores profesionales de aquellos que lucen las bandas cívicas aún in péctore, vivimos con vomitiva indiferencia la mayor parte de nuestra vida hacia las cuestiones que nos han de esclavizar. Llegado el momento de afrontar al representante electo, al ostentador de la voluntad social, comulguemos con las ruedas de molino que distribuye o no, nos plegamos a la zalamera sonrisa fruto de una común indecencia, para aclamar aquello que, sólo unos instantes antes, vilipendiábamos de forma furibunda mientras sujetábamos la barra de la taberna que sea. Igual que aquel madrileño que vitoreaba Alfonso XII en su entrada a Madrid encaramado a la misma farola donde escupió todo tipo de improperios contra su madre ocho años atrás, nos cuesta un potosí encontrar la palabra apropiada ante el prócer y el concejal, la consejera territorial o el ministro de turno. Y si es el jefe del Estado, coronado, proclamado o designado tras artero subterfugio, doblaremos las bisagras para ver en nuestros raídos zapatos miserables la calidad de individuo que hemos alcanzado.
Puede ser que nada resista la fuerza que el poder regala a quién se viste con semejante y traicionera púrpura. Presos de la arrogancia más insoportable, tienden a pavonearse entre el común de los paisanos haciendo gala de su celeste banda pútrida doblada por un tinte de supuesta democracia nada edificante. Altaneros ante la ínfima crítica, dejan que el peso monumental del desprecio aplaste al insensato ciudadano capaz de olvidar su rastrera posición natural. Que nadie levanta la voz en este patio y queda incólume después de hacerlo. Después de todo, bien sabemos de la vengativa represalia a la que nos exponemos, una vez soltamos la lengua delante de un votado y constitucionalmente investido de la pátina impune.
En el caso de Maximino Lozoya, la cosa habría sido aún más peliaguda. Personal laboral adscrito a Patrimonio Nacional, tuvo entre sus obligaciones el servicio regular en la piscifactoría que lograra instalar Mariano de la Paz Graells casi un siglo antes. Junto con Pablo Lucía y Gregorio Mardomingo, entre otros, servían la cadena de cría que regalaba esas deliciosas truchas comunes a los ríos, arroyuelos, regatos y escorrentías que recorren la sierra desde las altas cumbres petrificadas del Guadarrama. Desde el arroyo del Telégrafo hasta la escorrentía que desciende por la risca de las Peñas Buitreras y nace el Chorro Chico, estos paisanos y muchos otros, como mi añorado Pablo García, liberaban un ejército de alevines vivarachos, promesa de inmensas truchas serranas bien esquivas, a decir de mi señor Padre.
Sin embargo, desde mediados de los años cincuenta, además de otras muchas obligaciones, cayó entre sus responsabilidades la preparación del Mar de los Jardines para que el general Franco se pasara alguna mañana desconocida pescando las truchas homéricas liberadas a tal efecto. Siempre cerca de la Cascada de los Catalanes, en las cercanías de un orbe de grisáceos feldespatos, Maximino acondicionaba un batallón de cañas para que el dictador se deleitara en tan taciturno pasatiempo. Obligado por las circunstancias, Franco había tomado por costumbre el disfrutar del asueto que el uso de los espacios públicos le permitía, contradiciendo una vez más a la hueste de palmeros y hagiógrafos empeñados en mostrarlo como un trabajador incansable, del mismo modo que habían hecho en Alemania con Adolf Hitler, el inagotable proletario diletante. Transmutado en padre de la patria, como bien lo definían Javier Tusell y Paul Preston, Franco trató de alcanzar un perfil bajo que permitiera a los desahogados líderes estadounidenses hacer negocios con quién había sido orgulloso aliado de la hez más pútrida que jamás liderada sociedad alguna.
Disfrazado, por tanto, de abuelo condescendiente y apasionado amante de los deportes tradicionales de las élites patrias, Franco acostumbró a pasear su peso muerto por los reales sitios. Cazando en Riofrío y pescando en La Granja, posaba sin rubor para los redactores del rancio NO-DO, dando ese perfil que tan grimosamente alabara Ernesto Giménez Caballero. Semana tras semana, se acercaba hasta este Real Sitio atravesando la puerta de Bartolomé Cossío para llegarse hasta el estanque usando la única pista asfaltada del jardín barroco, cicatriz que sabiamente han enterrado los gestores del predio en los últimos meses. Y, una vez llegado a su destino, trataba de sacar cuántas más truchas pudiera sin intercambiar palabra alguna con Maximino, según me explicaba el que fuera primer alcalde democrático de este Paraíso, Luis Érik Clavería Soria. Maximino, como aquel represaliado republicano que acompañó en soledad a Franco ascendiendo hasta lo alto de la cruz de Cuelgamuros, no osaba abrir la boca y, caña tras caña, servía la laboriosidad hueca del tirano en el más absoluto de los silencios.
Si bien uno hubiera deseado que Maximino y Gregorio, Pablo y compañía hubiesen aprovechado la circunstancia para cantar las cuarenta a aquel que lideró los cuarenta años del purgatorio donde se hunden las miserias de este presente, tanto la represión brutal y sostenida del régimen como la educación permanente en ese servilismo lamentable que aún nos engrilleta, dejó las utópicas reivindicaciones en pensamientos traídos al limbo del duermevela. Allí, justo donde descansan la responsabilidad y el altruismo, al lado del arca que esconde la honestidad y el respeto a la legalidad por todos construida; en ese mismo espacio donde la justicia y la educación emergen al servicio de la sociedad que les dio sentido; allí justamente, digo, se quedarían las ganas de Maximino y los demás, ocultas en ese condenado servilismo aprendido a golpe de paseo y saca, rosario y guisopo, bandera e himno prostituido.
Y exactamente ahí, creo, siguen estando nuestras ansias democráticas, sometidas a la adulación y vil infamia inherente al acatamiento rastrero de un orden inventado, donde la honorabilidad del cargo eclipsa todo, dejando en la negrura opaca de la elección esa infamia contra la que nunca nos habremos de rebelar.