VIDA DE CATALINA ASIEGO DE MENDOZA Y VALDÉS – CAPÍTULO XI
Feb 06 2023

POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS)

Concluía el capítulo anterior anotando que el alférez Alonso Sotomayor pretendió que le destinasen a Pravia -que era el concejo más rico de Asturias- y para ello utilizó la influencia del praviano Duque del Parque, pero al recibir éste una confirmación confidencial de que Alonso Sotomayor intentaba cortejar a su sobrina Jimena Trelles, discretamente maniobró para que fuese destinado a otro concejo.

De no haber sido así, la recomendación que le avalaba era de tanto peso que el Duque del Parque -Benito Trelles- le hubiese encargado el orden y vigilancia de trabajos en su nueva residencia ovetense de El Fontán, cuando había adquirido los solares colindantes con la Casa de Comedias para construir el palacio para su primogénita y heredera del mayorazgo, Isabel Trelles Agliata y Valdés.

Un palacio que ahí sigue contemplando los siglos y que también fue destinado a fábrica de armas, de tabacos, sede de los colegios de Santa Cecilia y Santo Ángel, y -durante la Guerra Civil Española- las autoridades franquistas lo usaron como ayuntamiento de la ciudad.

Alonso Sotomayor Castaños acompañó al gobernador de Oviedo en un viaje que éste hizo con su familia a Covadonga en el mes de mayo de 1743, además de otros tres caballeros y un capitán.

Cuando hicieron parada en el Monasterio de Villanueva para descansar se buscaron en la zona varias caballerías de refresco y uno de los monjes les puso en comunicación con Manuel Gala, el mayordomo de Robledo.

Éste le dio las órdenes oportunas a Benito Tarapiella Estrada (como encargado de las caballerías por aquellos días) para que accediese a la petición del gobernador y sus acompañantes.

Al regreso de Covadonga y devueltas las caballerías, Ramiro Asiego dijo haberlas puesto a disposición de la comitiva con el mayor de los agrados, sin percibir nada a cambio.

El gobernador envió al alférez Alonso a dar las gracias y a entregar a Jacinta Valdés unos obsequios consistentes en seis libras de chocolate, dos cajas de hoja de azahar confitada, dos cajas de conservas y cuatro cántaras y media de buen vino de las bodegas del monasterio.

Catalina vio llegar al apuesto y desconocido alférez aquella tarde de agosto de 1743 y -tras el protocolario saludó que Alonso le dirigió- éste se interesó por sus dedicaciones y alabó el paisaje y buen trato con el que habían sido recibidos por estas tierras.

Le hubiese gustado conocer mejor a la joven de 22 años que tenía ante él, pero un militar no debía excederse en los modales que le habían enseñado en su familia -que no en una milicia que le era casi desconocida- cuya rigidez fue adquiriendo en el trato con otros de sus colegas de destino militar.

Desviaron su camino de retorno para visitar el Palacio de Coviella, donde Domingo González de Argandona y Valle les mostró el palacio reconstruido y remodelado a comienzos de siglo.

En su familia se hablaba mucho de este palacio, pues en tiempos pasados había pertenecido a los Maldonado del Palacio de Robledo, la residencia de Catalina.

Les gustaron todas las estancias y el lujo con el que habían sido decoradas y amuebladas.

El retablo de la capilla aún olía a barnices frescos y en el arco interior de la misma se podía leer “seizo año 1739”.

En uno de los dinteles de una puerta de acceso posterior se leía “año de 1714”.

Tras un refrigerio y después de observar el libro de cuentas estrenado seis años antes, se dispusieron a reanudar su camino hacia Oviedo, pero Alonso llamó aparte al encargado del personal del palacio y le rogó que le contase todo cuanto supiese de Catalina Asiego.

Fabián San Martín Pérez conocía a la joven porque había estado más de una vez en Coviella con sus padres, especialmente el día de la bendición e inauguración de la capilla dedicada a san Antonio de Padua (hacía cuatro años) cuando Catalina tenía casi 19 años.

Debían pasar muchos años para que el más celebrado en el palacio y en el pueblo de Coviella fuese san Ramón Nonato, pero no era este santo el titular de la capilla.

Todo fueron buenas palabras y -como corresponde a un mayordomo discreto- no entró Fabián en más detalles, aunque había oído comentarios del noviazgo de Catalina con el escribano del ayuntamiento parragués.

El alférez le entregó una carta lacrada para que la hiciese llegar a Catalina, con el pretexto de darle las gracias por sus atenciones.

Es cierto que Alonso era un joven apuesto y elegante, algo que él tenía tan asumido que parecía considerarse como si de la reencarnación de Adonis se tratase, y daba por hecho que no había ninguna chica joven que se le resistiese.

Pero no fue este el caso de Catalina, que sí le vio agraciado y con cierta prestancia, pero sus lazos con el escribano Julián Estrada Quesada ya se habían fortalecido de tal forma que nada ni nadie podría ponerlos en duda.

Unas semanas después, Alonso regresó a Cangas de Onís como Alférez Jefe de Arbitrios de la Corona para los concejos de la zona oriental, especialmente contento porque el “Robledal de la Prida” -como él le llamaba- estaba bien cerca de aquella villa que había pasado a la historia en el año 722 como inicio de la Reconquista, identificada como Cánicas, pero Alonso se dispuso a otro tipo de conquista, más directa y personal.

Todas las ocasiones que se le brindaron -de una u otra forma- para poder acercarse a la residencia de Catalina, las aprovechó pero sin ningún éxito para su pretendida conquista.

No fue grato para el alférez encontrarse a Catalina y a Julián en el “Campo de las Varas”, en Cangas de Onís, con motivo de la celebración de la festividad de Santa Ana.

Aquel campo -entre “El Robledal” y la iglesia parroquial- comenzaba a llamársele así por aquellos años porque había sido el lugar elegido para entregar a los regidores del concejo las “Varas de la Justicia” cuando tomaban posesión de su cargo.

En aquella tradicional fiesta en el entorno de la capilla de san Antonio, Alonso observó cuán diferente era aquella romería asturiana de las celebraciones que él conocía en su Madrid natal.

¿Quién podía ser el acompañante de aquella joven que tanto le gustaba?

No tardó en saberlo, porque cuando se acercó a saludarlos, Catalina le presentó al escribano con estas palabras: “Señor alférez, mi acompañante es Julián Estrada Quesada, ovetense, escribano de número del ayuntamiento de Parres, futuro consorte de esta doncella que usted ya conoce”.

Si aquella presentación protocolaria dejó frío a Sotomayor, desconcertó a Julián sobremanera, pues nunca hubiera imaginado que Catalina se atreviese a dar ese paso formal, dado que la costumbre siempre había sido que el pretendiente varón fuese quien se adelantase en la petición.

Aquel lejano 26 de julio de 1743 quedaría para siempre señalado de una forma indeleble en la memoria de los tres protagonistas de esta escena.

Catalina y Julián quedaron hasta el final de la romería -a las siete de la tarde-, presenciaron el baile colectivo de la Danza Prima y el canto “a capela” de la tonada que la acompaña y -por último- antes de regresar a palacio entraron en la capilla donde se veneraban la imágenes de santa Ana y la de san Antonio (más querido incluso éste último que la propia madre de María).

La imagen de santa Ana tenía un origen medieval y perteneció a una capilla que estuvo bajo su advocación junto a la iglesia parroquial.

Aquella capilla era de muy reciente construcción y -a la puerta de la misma- pedían limosna varios indigentes.

A Catalina le dio un vuelco el corazón al ver en brazos de su madre a un niño que se le pareció muchísimo a su querido hermano Cosme, aquel malogrado chico, ciego de nacimiento y muerto en el terrible incendio del palacio con solo 17 años.

Le entregó a aquella mujer como limosna todos los dulces que había comprado en la romería y que llevaba para los que habitaban en su casa, familiares y trabajadores.

Aún le quedó tiempo para adquirir algunas rosquillas, hojaldres y manzanas caramelizadas, porque llegar a casa sin los tradicionales “perdones” para los que no habían podido acudir a la misa y romería, hubiese sido considerado algo impensable.

De regreso al palacio Catalina y Julián cruzaron la riega de Castrillo que descendía de Cangas de Arriba, observaron el molino de Perí y visitaron la capilla de san Pelayo (de la que nada queda desde hace muchos años) donde charlaron con unos peregrinos que -procedentes de Normandía- venían de las Asturias de Santillana y se dirigían a Santiago de Compostela.

Era teniente cura por esos años Juan Francisco de la Vega, el cual intentaba entenderse con los franceses para explicarles la vida y martirio de san Pelayo, aquel niño cordobés de 14 años de comienzos del siglo X.

Aquella declaración oficial que había tenido lugar manifestando la preferencia de Catalina por el escribano truncó todas las posibilidades del joven alférez, casi antes de que un posible cortejo se pusiese en marcha.

Pero Alonso Sotomayor intentó jugar una fea partida en este asunto de la ya confirmada pareja, y -para ello- se puso en contacto con uno de los mejores amigos que había dejado en Madrid, Anselmo Bocanegra y Serna, primer secretario del Gobernador Militar de Segovia, con la finalidad de que reclamase a Julián como escribiente adjunto -dadas sus inmejorables referencias- de modo que con el pretexto de un ascenso en su trabajo, éste desapareciese de la escena parraguesa y, además, tratándose de un estamento militar, Julián se vería legalmente obligado a aceptar el destino.

Que tal intención no llegase a buen puerto -cuando ya se había puesto en marcha y a Julián se le había convocado para una presunta entrevista en el Gobierno Militar de Oviedo- se debió a la intervención del que iba a ser su suegro, Ramiro Asiego de Mendoza y Flórez, no solo togado de la Real Audiencia de Oviedo, sino a punto de compartir esta dedicación con la de ser nombrado supervisor de la Junta General para que se cumpliese la legalidad en materias como obras públicas, sueldos y contratos.

En este juego de influencias, Ramiro consiguió que Julián se quedase en Oviedo en uno de los muchos trabajos que el Poder Judicial podía ofrecerle.

De forma que el apuesto alférez madrileño se quedó textualmente “compuesto y sin novia”, casi antes de pretenderlo, y los preparativos de boda entre Catalina y Julián se pusieron en marcha aquel mismo otoño, con los ojos puestos en los meses siguientes.

FUENTE: https://www.facebook.com/franciscojose.rozadamartinez

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