POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
A veces nos encelamos en perseguir reflexiones que nos han de conducir a un debate sin fin. Convencidos de que la discusión ha de centrarse en el concepto, en la idea que todo lo define, luchamos por imponer un discurso somero, cerrado en cuatro puntos cardinales que llevarán la comprensión hacia el lugar que estimamos necesario. En otras ocasiones, pendientes de llegar lo antes posible a ese remanso de tranquilidad donde nuestro proceder es imperante, atajamos por cualquier lado con tal de ahorrarnos la matraca de soportar el pensamiento ajeno, tan perdido como el nuestro, pero, por lógica evidencia, extraño y no deseado. En ninguna de las ocasiones, queridos lectores, pensamos que el código empleado en imponer nuestro pensar o en regatear el contrario debería ser tenido en cuenta. Después de todo, a nadie acaba por importarle el cómo se dice algo en esta sociedad, donde lo único ciertamente necesario es la rotundidad de una idea, por muy peregrina que sea y penosa su forma expresa.
Y es palmario que sólo una minúscula proporción de la sociedad anda preocupada por la expresión, ya sea oral, escrita o inscrita, si no conduce a un final rotundo, que no argumentado. Dispuestos a convencer a toda la audiencia muda e insólita, los palabreros del presente falaz chamullan el román paladín con tal desparpajo ausente e ignorante que un pobre analfabeto decimonónico, segador de la Losilla o pastorcillo de las Batuecas perdido en Babia, argumentaría en estos espacios para la ignorancia como un condenado Cicerón en plena apuesta oratoria. Habituados a la elocuencia paleta, hemos perdido el amor por la letra escrita, por la palabra suavemente susurrada que ha de embellecer un silencio roto por lo más bello que una vez creó la humanidad. Hablada y escrita, murmurada y garabateada, la lengua constituye por sí misma el mayor de nuestros logros, vehículo incomparable de comunicación entre seres interesados por compartir algo más que intenciones. Qué de palabras escritas sin coto está el universo completo de corazones rotos.
Es por todo ello por lo que me resulta complejo asumir esa necesidad que nos acucia para abreviarlo todo. Acortando, disminuyendo, rompiendo en trozos lo que una vez fue todo, pensamos que llegamos antes a un lugar donde, mirando hacia atrás, no seremos capaces de regresar pisando tanta abreviación. En términos históricos, este truncar los argumentos escritos suele conllevar una pérdida irreparable de conocimiento. Asumida la abreviatura, la costumbre admite la totalidad en la trocha, olvidando el origen y, en buena lógica, la razón que dio lugar a semejante concepto. Reducir las causas, simplificar el concepto y generalizar las consecuencias empujan al individuo a aceptar que todo pasa por que sí y que la historia se resume en tres tontunas bien entendibles, aquellas con las que cada cual explica su lamentable fracaso vital.
He de suponer que mi vecino, Antonio García, electricista de profesión, entendió que atajar reparando el telesilla de las Guarramillas que conducía a las pistas de esquí de la Bola del Mundo le reportaría tiempo necesario para atender otros muchos requerimientos. Entiendo que, cuando vio el desfile de sillas en sentido contrario y a los esquiadores saltando de espaldas hacia el rumbo originario, comprendió la sentencia cervantina del atajo sin trabajo. También colijo que el griterío de asombro, por un lado, y el despiporre de los que aman el mundo del revés, debió compungir al pobre “Gerardini”, quien, preso por la prisa, acabó apresado por la prisión de la presa.
Ahora bien, estoy más que seguro de que ninguno de aquellos vecinos y visitantes, de esquiadores y mecánicos, taquilleros, administrativos, guardas y peones, cayó en la cuenta del nombre erróneo empleado por todos para referirse a la loma donde Gerardini anduvo revolviendo el mundo de los diletantes calzados con patines. Del mismo modo que nadie recuerda que Manuel Bartolomé Cossío da nombre a una de las puertas del Parque de San Ildefonso, aquella por la que solía entrar el dictador en busca de las cañas de Maximino y Pablo, muy pocos entienden que el alto donde se encuentra la estación de llegada del telesilla de Gerardini se llamara, en realidad, alto de Guadarramillas.
Así citada en todos los documentos existentes asociados al paso de Navacerrada, mucho antes de que Carlos III pidiera a Juan de Villanueva que abriera la vereda pastoril para llevarla a carretera hoy ahíta de ciclistas inoportunos y conductores innecesarios, es en el mapa creado para describir el pinar que acababa de comprar al concejo segoviano y mostraba sus reales sitios donde las Guadarramillas empezaron a perder la sílaba central. Abreviada de la forma más castellana posible, las Guarramillas desde entonces dejaron de recordar su integración en la Sierra de Guadarrama, perdiendo ese eco norteafricano que tan bien rima con aquel Mayrit hoy olvidado por la soberbia ignorante y cainita de esa representación política que trata de borrar la diversidad, una de las raíces esenciales de lo que una vez llegó a denominarse civilización española. Abreviando, sin duda, los orígenes de lo español y el presente, les ha quedado una España eterna, emparentada con los invasores visigodos, quedando los atisbos de orientalidad perdidos en el signo general de abreviación. Imposible es de entender esta sociedad sin los musulmanes de salmodia perpetua y los endogámicos judíos atrincherados en sus barrios segregados; sin los norteafricanos de tez oscura y pelo zaíno que tanto gustan al calor de un tablado y del cual renegamos al establecer un origen abreviado de nuestro ser; sin el constante mestizaje cultural, social, genético, político y, especialmente, religioso.
Abreviando, pues, las Guadarramillas, la religión, la política, la cultura, la genética, las costumbres, el pensamiento, la lengua, el cortocircuito del telesilla y todo lo que nos hacer ser como fuimos, nos queda un presente unívoco y deleznable, al gusto de tanto ignaro estulte e ignorante, incapaz de escuchar ni una sola de las palabras que escapan de un argumentario que, de simple, roza lo inane.
Abreviemos, pues, nuestra majadería presuntuosa y volvamos al recurso escrito y declamado, ese que nos llevará al deleite de comprender lo que decimos y querer aquello en lo que concluimos.