POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
No hay mayor error en esta vida que definirse. Asumir que nuestra identidad, si es que eso llega a existir en algún momento, pueda ser contingente a lo largo de la vida no deja de ser una esperanza inhóspita. Siendo siempre iguales, manteniendo una posición individual firme en unas sociedades en constante evolución, no hacemos otra cosa que demostrar un desconocimiento palmario de la naturaleza. Sometida aquella a un proceso ininterrumpido de evolución, biotopos e individuos integrantes de los mismos solucionan los desafíos planteados por la vida cambiando siempre que sea necesario.
El ser humano, por lo que parece, no.
Anclado en una decisión tomada en un momento de la vida, el cambio se compromete con otros, quienes desconocen la fuerza de la identidad y lo necesario de la firmeza en el éxito de la única realidad natural ajena a la esencia de la naturaleza. Negado el cambio, asumida la preeminencia de lo inmutable que criticaría mi querido amigo, Antonio Fornés, acabamos petrificados en un presente desconectado del pasado y sin visos de poder enganchar futuro alguno.
Ya sea por defender que el lugar en el que uno nace nos ha de condicionar, el idioma que se aprende, las tradiciones que nos son inculcadas o las costumbres sociales repetidas por el grupo en el que empezamos a pensar llegan a constituir una terrible cárcel que, de inmovilista, nos transforma en estúpidos insensibles incapaces de comprender todo ese movimiento que nos rodea.
Ya sea por la creencia, por el miedo a cambiar los márgenes del camino que andamos, por la defensa de una opinión sobre la que nunca llegamos a reflexionar, por proteger el redicho espacio social al que hemos asumido pertenecer, acabamos esclavizando la libertad que nace con nuestra capacidad individual de decisión, esa que nos hace diferentes de todos aquellos seres vivos incapaces de lograr la conciencia exclusiva de uno mismo.
Vamos que, siendo solidarios en el pensamiento con el entorno donde nos desarrollamos, acabamos por eliminar aquello que nos podría dar la llave de la singularidad, esa que, entendiéndonos por primera vez, nos hará rondar la felicidad.
Muchas veces reflexiono acerca de este aspecto y tiendo a buscar en las decisiones tomadas en el pasado y el análisis que de aquel hacemos una explicación a tanto dislate reiterado y fracaso colectivo. Y más allá de las circunstancias que Marx explicaría como estructurales y definitorias de la sociedad, no dejo de pensar en esas circunstancias ocasionales que tan bien definió José Ortega y Gasset, razón básica por la que todo proceder colectivo ha de empezar a analizarse. No sé si la razón de que Francisco de Asís Borbón nunca declarara su homosexualidad o la mostrara de forma pública y cotidiana según hiciera Jacobo I de Inglaterra tenía que ver con la mojigatería social o con la integración tanto de aquel como de su pareja, Antonio Ramos Meneses, en semejante cárcel social constituida para la identidad sexual. En esta y aquella España, en este y aquel mundo, parecía inevitable asumir la existencia de una definición de lo que hoy llamamos género imposible de eludir. Obligados a formar parte de un palo sexual, de un género acuñado por la identidad política que corresponda, las personas nos movemos agermanados por nuestras apetencias sexuales que, por lo visto, deben ser siempre constantes y permanentes en el tiempo, siendo impensable que un ser humano conciba la evolución en cualquiera que sea el sentido. Es más, si uno está asumido como representante de cualquiera que sea la identidad social, la definición del llamado género acabará por atraparlo de por vida en una prisión de barrotes morales infranqueables.
Yo no sé si el rey consorte Francisco de Asís marchaba al palacio de Riofrío con su amigo y compañero del alma para ocultar su relación por todos conocida y custodiada como as en la bocamanga de una ralea de gentuza defensora de determinada e incuestionable moral repugnante. Que enamorarse de otra persona lejos del canon costumbrista era escandaloso, pero medrar a costa del esfuerzo de las tres cuartas partes de la sociedad, lo más normal del mundo. Después de todo, la caridad cristiana y la beneficencia social permitían cubrir cualquiera que fuera el remordimiento.
Tampoco sé si la escapada frecuente a Riofrío del consorte y su pareja tenía que ver con la supuestamente escandalosa vida de una reina a quien los más monárquicos del reino, en un gran gesto republicano, habían casado con un primo carnal imposibilitado para la procreación por un impedimento natural. Desde luego, no sé qué esperaban que hiciera Isabel II para mantener la dinastía viva, primera obligación de un monarca que cree en la pervivencia de la monarquía que representa.
Desde luego sí sé que no se debe juzgar el resultado de un proceso histórico por el cuestionamiento moral que una sociedad pueda ejercer sobre la no definición de aquellos que ocupan los puestos decisorios. El género, como tantas otras identidades sociales, debería formar parte de un proceso interior perteneciente de forma exclusiva a cada persona que integra la sociedad. Pensar que debemos ser iguales durante toda nuestra existencia no deja de ser una paradoja en sí misma. Ya ven, pocos historiadores han obviado esta relación acallada por el costumbrismo social, asumiendo que la inestabilidad política del reinado de Isabel I no era más que el reflejo de la conducta íntima infame de una mujer dominada por las pasiones y casada con un hombre incapaz y pervertido, fruto de lo cual devino una España en constante decadencia moral. Esos mismos cronistas, digo, achacan la caída de la hegemonía hispánica del siglo XVII, tras la guerra de los Treinta Años, al desgaste de una potencia arrasada por dos siglos de dominio continental y no a que su monarca, Felipe IV, hubiera traído al mundo a cerca de veintiocho bastardos, más preocupado por cumplir con sus instintos sexuales que por atender los asuntos del reino, entregados éstos a la voracidad de una aristocracia centrada en medrar por encima de cualquier apetencia.
Es por todo ello que, a pesar de detestar los xenismos en la expresión escrita, no encuentro un término en español que defina mejor la indefinición a la que debemos suscribir nuestra identidad personal. Que en el espacio inabarcable de estas cinco letras cabe un infinito atemporal, donde cada uno puede navegar por un océano en constante cambio, sin destino al que apuntar con una proa carente de mascarón.