HOMENAJE A APULEYO SOTO PAJARES, CRONISTA OFICIAL DE BRAOJOS DE LA SIERRA Y LA ACEBEDA (MADRID), DE PEDRO AYERA.
“Cien veces que naciera, cien que me haría maestro”.
Esa frase, recogida en sus obra, me llena de nostalgia, de ilusión, de recuerdos… y la hago mía con su permiso.
Pasea hoy, de nuevo, por las páginas de nuestro DIARIO JAÉN ese «corredor de fondo» que es Apuleyo Soto Pajares. Y le dedico esta página en tanto en cuanto publica ese tomito en el que nos ilustra sobre sus tiempos como librero a la vez que me hace llegar sus «memorias» como docente.
Os dejo con este pequeño homenaje a su tiempo como librero, como maestro…y como niño, ese niño que todos fuimos, somos y seremos siempre.
Apuleyo Soto: Maestro, librero, niño al fin.
La peculiar figura de Apuleyo Soto se asoma de nuevo a estas páginas de DIARIO JAÉN y en esta ocasión, con motivo de la publicación de su nueva obra “MI HERMOSA LIBRERÍA”, nos deja una pincelada de exquisita factura rememorando el tiempo en que tuvo entre sus manos ese, digamos, negocio de los libros que, como podréis imaginar, poco tiene, o tuvo, de lucrativo y menos aún de beneficioso para sus arcas. Sí que sirvió para afianzar en su autoestima y, en especial, en la de sus clientes, amigos lectores, ese amor por los libros, por la literatura, por el aroma que solo un ejemplar recién salido de la imprenta o ya baqueteado por el uso cariñoso y lúcido, es capaz de despertarnos.
No en vano puso por nombre a tal aventura LIBRERÍA “GARCÍA LORCA”, en clara alusión a lo que en aquellos anaqueles podíamos encontrar, degustar, aspirar e incluso atesorar. En sus propias palabras, “mi librería fue más que un negocio, un recreo”. El local, una antigua floristería, renació de su mano con otro tipo de flores: las encuadernadas, las de lomo de piel, las de texto a la búsqueda de un chaval que las anote y estudie, las de bolsillo, las efímeras de quiosco, las clásicas con aroma a Siglo de Oro, las del borboteo Best-seller e incluso las grapadas con portadas del “colorín”. Venía Apuleyo, por aquel entonces -estamos en 1982- del periodismo y del Gabinete de estudios de la Autónoma de Madrid, pero un trasiego similar a aquellos ceses del XIX cuando cambiaba el aire del gobierno de uno a otro lado, le llevó a asentar sus reales entre libros. Un sueño cumplido que derivó posteriormente en pesadilla.
Y hablando de ensoñaciones, la situación económica le llevó incluso a dormir en la trastienda rodeado del fantasmal decorado de estantes repletos de otros sueños escritos entre páginas dormidas. Los números rojos, como espectros sumados al desastre, circulaban con demasiada fuerza y hubo que echar mano de fotocopias, juguetes, revistas de cierta “mala nota” e incluso -en consonancia de la campaña del “Póntelo, pónselo”, preservativos. Esa amalgama de polizones en la nave no impedía que la navegación continuara. De tal modo que la librería GARCÍA LORCA recibió el Premio Nacional de Difusión Cultural al año siguiente lo que significó publicidad y glosas como las que le dedicó EL PAÍS: “Apuleyo Soto es todo POESÍA, es sonrisa y lágrima, es un ángel musical: cuando habla parece que canta”. Aprovechando la circunstancia nació también la revista EL PÁJARO DE PAPEL con textos elegidos por Apuleyo entre aspirantes a ser escritores, poetas y demás “oficios” de pluma y verso. Y también florecieron en aquella trastienda, sabrosas tertulias y encuentros con autores de la talla de Luis Antonio de Villena o Luis Alberto de Cuenca por citar solamente a algunos. La pesadilla se tomaba un respiro y en las ferias del Libro las ventas alcanzaban buenos resultados.
Pero la felicidad es algo intangible y muchas veces inalcanzable: el fuego dio al traste, de nuevo, con el sueño librero de Apuleyo. Claro que, como no hay mal que por bien no venga, este golpe del destino nos lo destinó de nuevo a la docencia. Ahí entroncamos con su otra obra cuasi biográfica: LA SOLEDAD DEL PROFESOR DE FONDO.
Hay, pues, en Apuleyo Soto dos facetas en su múltiple y multicolor dimensión: la de librero y la de maestro. La de periodista, poeta y animador cultural las dejamos en el estante dispuestas a ser llamadas a capítulo en cualquier momento, no sin antes hacer una parada de honra, homenaje y tierno recuerdo en sus andanzas por centros escolares a lomos de sus obritas infantiles. De esos paseos por escuelas e institutos nació la relación que me une a su persona y a su obra desde aquellos intensos encuentros en Jabalquinto y, luego, en este Jaén de nuestros amores.
Este libro, que imita en su título a las andanzas de aquel “corredor” que Alan Sillitoe publicó a finales de los cincuenta, comienza con una frase lapidaria: “Cien veces que naciera, cien que me haría maestro”. Solo con leerla ya me inunda ese ardor, casi sacramental, de quienes hemos dedicado la vida a la docencia. Un empeño, oficio, vocación o como queramos llamarlo que va más allá del trabajo para ser un modo de enfrentarse a la vida y de ofrecer a los demás, a los niños y niñas, ese ejercicio de libertad para encontrar su camino y formarse como ciudadanos.
Escribe Apuleyo, como es su costumbre, un poemilla jocosamente ingenuo sobre eso de “ser maestro”:
Claro que, tampoco en este campo de la docencia es fácil completar sueños. Sacar la enseñanza de las cuatro paredes del aula y abrirla al horizonte empezaba a ser moneda de cambio en su tiempo de enseñante, pero se encontraba con reticencias y reproches. Apuleyo se enfrentó a las viejas instancias y proclamó vientos nuevos, lo que no siempre le reportó el reconocimiento merecido. Habrá que sumergirse en su obra para recorrer ese camino que los maestros conocemos y que, a veces, no es como se supone desde fuera. Enseñar es aprender también como bien nos cuenta en otro de sus versos:
Aquí quedan los versos, las páginas, los textos, las vivencias de un maestro, de un librero, que quizá, como decía Gil de Biedma en una frase que me encanta repetir: “Yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema”. Quizá Apuleyo, quizá yo mismo, creíamos que éramos maestros, pero, en realidad, siempre quisimos ser un libro.
O, tal vez, siempre quisimos ser…
Quizá somos ese niño, Apuleyo, y nunca nos haremos grandes.