POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Hay calles que languidecen en un triste recordar que nunca llega. Sometidas a una sombría decadencia, sus fachadas dejan de llamar la atención, mientras que los paseantes las recorren con una prisa sólo comprensible por las ganas de cubrirla. Sin árboles que puedan alegrar este rincón con un claroscuro o esa esquina con el aroma de una flor caída a destiempo, la pobre travesía ve cómo su tránsito deja de ser interesante para los escasos pasos que sus paredes reverberan. Las sombras anodinas, canceladoras de toda alegría rutinaria, terminan por abarcar cuanto la vista puede mostrar y, por ende, nada queda que ver en semejante paso.
Supongo que la calle Jardines o de los Jardines en este Real Sitio ha padecido semejante penar finisecular. Integrada en el paso del Barrio Alto al Barrio Bajo, el talud infame sobre el que se asienta fue ordenado en los últimos años del siglo XVIII, al mismo tiempo que la calle de La Valenciana y la Calle del Cristo, entonces, hoy de Carral, perdido el Antonio que la bautizara en la dejadez de una plétora de ayuntamientos desmemoriados.
Constituido su cimiento con los derrubios y cascotes sacados de la obra que habría de levantar la Real Fábrica de Cristales, la calle de los Jardines empezó a tomar cuerpo, a medias entre un terraplén donde la chiquillería disfrutara de las nieves de enero y un paseo de media calle flanqueado por la casa de los condes de Vallellano y la manzana compartida por la casona de la archicofradía de Ánimas y el caserón donde pasara las estancias el embajador portugués de turno. En paso semiparalelo a la calle de los Infantes, la de los Jardines se unía a aquella con la divertida calle del Barco, tobogán de lo más curioso, delicia de chiquillos y patinetes desde que pudo recibir semejante nombre, antes que los unos dejaran de jugar y los otros de existir; para terminar a la sombra de castaños inmensos en la calle de la Reina, arteria principal del Barrio Bajo.
Y, a pesar de que, en su altura máxima, justo donde enlaza con la calle del Cuartel Nuevo, saliendo frente al que fuera mercado de la carne, se construyera una escalera de doble tiro con adornos de hierro forjado para que ningún carro saliera por allí, vecinos y visitantes nunca tuvieron por costumbre patearla como sí ocurre con las paisanas que acompañan su subida.
Puede ser que a lo empinado de su remate se una la evidencia de que no conduce realmente a los jardines, por mucho que su nombre así lo indique. Aquella, la que realmente lo hacía, cambió su nombre a principios del siglo XIX por calle del Rey, trastocando su esencia en surrealista eufemismo que trata de asumir que en el palacio ha de hallarse la esencia del monarca. Puede ser que, del mismo modo que la calle del Rey no nos lleva ante un proclamado monarca, la de los jardines tampoco nos deja en el vergel que los aquí habitantes disfrutamos.
Ahora bien, si uno se detiene en el número trece de la mal llamada calle de los Jardines, encontrará una pista del origen verdadero de aquel paseo olvidado y sombrío. Junto al número trece, medio ajada y podrida, medio altanera y rampante, aletea una oxidada mariposa que, de vieja y presumida, parece querer levantar la casa que la alberga.
Sometida a una vorágine de indiferencia y necesidad de atención, la anciana mariposa monarca muestra sus alas putrefactas de lluvia y hielo, de frío y calorina impostada durante casi dos siglos de aleteo silencioso. Clavada en la puerta que abre paso a una vetusta casa tronzada por el abandono, la mariposa en sus trece empuja con un no-sé-qué todo lo que rodea aquel espacio, obligándote a detener el paso. A veces, distraído como soy, trato de atender al paseante perdido que por allí transcurre. No falla. Llegado al quicio de la destartalada casa, el vecino se detiene un instante; mira la ruina en ciernes y, tras un leve movimiento de cabeza, retoma el tranco hacia vayan ustedes a saber dónde. La mariposa, desanimada, deja ese aleteo espiritual para decaer en ruinosa depresión, mientras pasan otros dos o tres viandantes desprevenidos de la belleza entre marrón y dorada de una reina clavada a un inadvertido destino. Tiempo ha que llevo paseando la calle de los Jardines, tratando de animar las hermosas, prístinas alas de mi vieja amiga, sin que note alegría en su congelado volar.
Hasta hace un mes.
Fue entonces que caí en la cuenta de que la olvidada calle de los Jardines, que no conduce a jardín alguno, fue bautizada como calle de los Jardineros, por alojarse en sus casonas primigenias los pastores de flores que encandilaban las platabandas del palacio real. De igual manera que la calle de los Guardas servía de fonda para los guardianes del bosque, esta empinada y hermosa umbría sobre la plaza de la Cebada alojó durante más de un siglo a la mayoría de aquellos maravillosos operarios enamorados del verde inmaculado que regalan arce y boj; de las tersas arenas coloreadas de los bolandrines y de los tupidos escalones de la escalera de Gazón que tanto amara Juan Fernando Carrascal.
Plantada allí por alguno de los jardineros del Paraíso, la vieja mariposa férrica lleva señalando a todo el que por allí desciende al Barrio Bajo o que sube camino de la alameda repleta de castaños que en las entrañas de todas aquellas casuchas apelotonadas en una cuesta infame vivía un ejército de artistas modeladores de belleza viva y naturaleza palpitante; aquellos que, enamorados de un bosque inconmensurable, recorrían la terrible rampa con la alborada a la espera de que, empujados por un aleteo interminable, pudieran alcanzar la fragancia sempiterna de un Paraíso incomprensible sin las ajadas manos cuarteadas que, en suave caricia y áspero hálito, han venido dando pábulo a un espacio donde soñarse vivo por mucho que el óxido anquilose la etérea articulación que sea. Solo espero, queridos lectores, que, una vez descubierto el secreto escondido de la mariposa en el trece, seamos capaces de admirar la simple belleza de un retazo del Paraíso amarrado a un recuerdo ya perdido, pero nunca olvidado.