POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS)
Decíamos en el anterior capítulo que en el solemne funeral por Catalina en el ovetense templo de San Francisco los monjes titulares no hubiesen permitido que se interpretase un aria de ópera y -especialmente- que una voz femenina se escuchase sola en el templo, pero que el sochantre (director de coro de la catedral) había hablado con el prior de la comunidad y éste les permitió que -por primera vez- una soprano interpretase esa aria, pero no con el texto operístico original, sino con exactamente el mismo que Catalina había dejado escrito en una nota sobre su libro de oraciones la noche de su fallecimiento -el día 27 de diciembre de 1793- pero adaptado a la música antes mencionada.
Decíamos también que el sochantre conocía a la soprano Inés Abad Fruela, puesto que había oficiado su enlace matrimonial con Giuseppe Spagnolo Luca, un italiano que había llegado a Oviedo en el año 1760 como especialista en retablos barrocos, con el fin de trabajar en el de la iglesia de los padres dominicos, en Oviedo, como ayudante de José Bernardo de la Meana.
Giuseppe falleció dos años después y del matrimonio nació Nicolás Spagnolo Abad, un contratenor cuya tesitura de voz causó sensación durante años en la ciudad y acabó siendo solista en su especialidad en la Real Capilla de la Corte de Jorge III, en el Reino Unido.
Y así, en aquel monástico templo situado junto al que hoy conocemos como Campo San Francisco, la soprano Inés Abad Fruela interpretó aquella aria favorita de Catalina, ante su tumba ya cubierta de rosas blancas y rojas.
La soprano cantó con gran emoción y sentimiento:
“Cuando sepultéis mi cuerpo, recordad los años de mi infancia y juventud en Robledo, el amor de mis padres, hermanos y amigos de la casa.
Por fin ya me hallo con mi hermano Cosme para siempre, sin que haya más lágrimas ni dolor.
Julián aguardaba mi llegada impaciente. Recordadme con piedad.
Aquí queda mi cuerpo, pero mi espíritu sobrevivirá para siempre.
Velaré por vosotros, hijos amados, hasta que nos reencontremos en la eternidad”.
(La belleza sublime del aria original puede el lector escucharla en la voz insuperable de la soprano Jessye Norman (1945-2019), sólo con buscar en Google: Jessye Norman “When I Am Laid In Eath”).
Pero otra sorpresa aguardaba a familia, amigos y conocidos.
El obispo de Oviedo en esos años (1791-1805) era Juan de Llano Ponte, avilesino, precisamente amigo del hijo mayor de Nicolás Sierra Bracamonte, el profesor que había contratado en Oviedo el padre de Catalina -Ramiro Asiego de Mendoza y Flórez, togado de la Real Audiencia de Oviedo – para ejercer las funciones de preceptor de su hija en Robledo de San Juan de Parres durante tres años (como vimos en el capítulo X).
Este obispo -muy apreciado en la Asturias de la época, el cual recorrió varias veces la diócesis y socorrió a muchos necesitados en aquellos tiempos de grandes escaseces- se encontraba esos días posteriores al de Navidad en el palacio familiar ubicado al comienzo de la avilesina calle del Rivero, un edificio que su familia había canjeado a los descendientes de los hermanos y ricos indianos García Pumarino por el que ellos tenían en el barrio de Sabugo.
Juan de Llano Ponte se reponía allí del fuerte resfriado que había le había afectado tras presidir la Misa del Gallo y la del día Navidad en la Santa Iglesia Catedral de Oviedo, solemnes celebraciones que coincidieron con jornadas de fuertes heladas en la capital asturiana.
El citado obispo ordenó desde Avilés a Juan Pérez Centella -maestro de capilla de la catedral metropolitana- que eligiese al mejor bajo-barítono del coro para que interpretase al final de las exequias de Catalina el recitativo “Behold, I tell you a mystery: we shall not all sleep…” y “The trumpet shall sound, and the dead shall be raised incorruptible…” del famosísimo oratorio “El Mesías” de Haendel.
Francisco de Asís Carreño de las Asturias fue el elegido trompetista para acompañar esta selección del libreto del inmortal compositor alemán.
Bajo las bóvedas del desaparecido templo franciscano ovetense se pudieron escuchar los textos concretos del recitativo de Corintios que dicen:
“He aquí, te digo un misterio: no todos dormiremos, pero todos seremos transformados en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la última trompeta”.
Y: “La trompeta sonará, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque este corruptible debe vestirse de incorrupción, y este mortal debe vestirse de inmortalidad…” .
Muy impactante, como -por ejemplo- lo puede ser hoy el escuchar este mismo pasaje en la voz del bajo-barítono canadiense Philippe Sly-Minstrell.
Pocos pudieron reprimir el llanto, como fue el caso de los hijos de una de las que habían sido de las mejores amigas de Catalina en San Juan de Parres, Isabel Maldonado Díaz.
Con casi 70 años allí estaba también otra de sus grandes amigas, Leonor Abarca Fabián, de la parroquia de Santa María de Fíos, la cual pasaba el invierno en su barroca y elegante residencia ovetense frente al palacio de Velarde, hoy uno de los edificios que conforman el Museo de Bellas Artes de Asturias.
Durante las exequias de su madre, Remedios Catalina tomó la decisión de dar un nuevo rumbo a su vida, el que realmente siempre había tenido en su mente.
Decidió ponerse de inmediato en contacto con Josefa de Jovellanos, cuya vida no había sido muy afortunada dado que -tras quedarse viuda de Domingo Antonio González de Argandona y Valle, Regidor Perpetuo y Alférez Mayor del concejo de Parres- Josefa, con solo 28 años y tres hijas, dos de las cuales murieron siendo niñas y la tercera, nacida tras la muerte de su padre, falleció también pocos días después, trajo desde Madrid los restos de su marido y les dio sepultura en la capilla del palacio de Coviella, donde siguen reposando.
Josefa decidió profesar como monja y -contrariando los deseos de su hermano Gaspar Melchor de Jovellanos- así lo hizo.
Aquella a la que llamaban “La Esbelta” (y algunos “La Argandona”) entró en el Convento de las Madres Recoletas Agustinas Descalzas, en Gijón, con 48 años.
La última visita de Remedios al palacio familiar de Robledo tuvo lugar apenas dos semanas después de enterrar a su madre.
Sólo ella sabía que no volvería a pisar ese lugar, de forma que contactó con el nuevo abad de San Pedro de Villanueva Fr. Cosme Jiménez (que antes lo había sido del burgalés Monasterio de Oña) para que -a pesar de la avanzada edad del benedictino- la ayudase a cumplir dos deseos: uno era que celebrase una misa en la capilla de Nuestra Señora de los Remedios de La Roza de Parres -tan querida por la familia, la cual acudió con los sirvientes de la casa a la celebración eucarística- y otra que bendijese el pequeño retablo de la capilla del palacio que su madre le había encargado al taller de Manuel González Manjoya, puesto que Catalina había visto años antes el retablo del monasterio cisterciense de Santa María de Valdediós, un magnífico trabajo que le habían encargado a Glez. Manjoya en el año 1749.
En madera de castaño -dorada después- presidía la hornacina central una imagen de santa Catalina de Alejandría.
Como donación, Remedios le entregó a Fray Cosme una cantidad de dinero para que comenzase la obra del puente de Villanueva sobre el río Sella.
Cierto es que poco después -estando ya muy avanzada esta obra- una gran avenida del río se llevó todo lo construido, pero el abad que (como dice un manuscrito que se conserva) “hallaba recursos en los trances más apurados” buscó más dinero, animó a la gente y concluyó la obra para asegurar el tránsito y que “la parroquia no se desmembrase”.
Remedios abandonó estas tierras del concejo de Parres tan queridas a finales de enero de 1794 y acudió a Gijón a visitar a Josefa, su amiga desde la infancia.
En aquel frío invierno decidió sin ninguna alguna quedarse para siempre en el convento del que Josefa acabaría siendo abadesa.
Josefa de Jovellanos (tras profesar como agustina sor Josefa de San Juan Bautista) falleció -tras penosa enfermedad- el día 7 de junio de 1807, tres días después de su 62 cumpleaños y en aquel convento de agustinas su cuerpo fue sepultado bajo las losas del claustro, como era costumbre.
Allí quedó Remedios Catalina, en aquella primera congregación de religiosas de vida contemplativa que se había asentado en Gijón en el año 1669 (tras otra fundación en Llanes) y estuvo hasta 1842 en el lugar que -con la Desamortización- pasó a ser ocupado por la Fábrica de Tabacos.
La escuela para niñas desfavorecidas que había instituido sor Josefa fue la gran dedicación de Remedios, así como el culto a santa Rita de Casia, que también fue monja agustina durante casi cuatrocientos años antes.
Remedios cambió su nombre -como era habitual- al profesar como agustina, y pasó a llamarse Remedios de Santa María de los Ángeles, invirtiendo en esta escuela para niñas desfavorecidas los miles de ducados que había heredado a medias con su hermano Cosme Julián.
En el templo del convento ocupó un lugar preferente la imagen sedente de Santa María de las Batallas, la misma que el abad de Covadonga había regalado a sus padres con motivo de su boda en 1745.
Esta congregación de agustinas de Gijón pasó en 1940 a ocupar otro gran convento en Somió, donde siguen apenas media docena de hermanas que siempre recuerdan a los visitantes que no pierden la fe en aquella especie de profecía atribuida al beato Diego José de Cádiz -un fraile franciscano del siglo XVIII que recorrió toda España como predicador en misiones populares- el cual afirmaba que “si las Agustinas faltasen de Gijón, el mar se tragaría la ciudad”.
Quedan ya muy lejanos los tiempos en los que el Ayuntamiento de Gijón les donó 4.000 ducados y la parcela para construir el convento allá por el año 1669, y el rey Carlos II les entregó con la misma finalidad 158.000 maravedíes.
Poco menos que un milagro debe ocurrir para que el monasterio -como tantos otros- no acabe cerrando sus puertas definitivamente por falta de vocaciones.
Así concluye este pequeño ensayo de novela histórica enmarcado en el siglo XVIII de nuestro concejo de Parres.
Utilizando una línea argumental que hunde sus raíces en el Archivo de Padrones de Distinción o de Hidalguía del concejo desde 1653, el Archivo de Protocolos Notariales de Cangas de Onís, el Archivo Diocesano de Oviedo, los Manuscritos de San Pedro de Villanueva, documentación del Real Instituto de Estudios Asturianos y los libros de la feligresía de San Juan Bautista de Parres desde 1665, hemos acompañado desde su nacimiento hasta la tumba a la parraguesa Catalina Asiego de Mendoza y Valdés.
El lector habrá podido intuir quiénes son los personajes reales y los muchos que han formado parte del argumento, como ficción necesaria para darle más contenido y detalle.
Lo mismo ocurre con los lugares en los que se desarrolla la acción -no pocos del concejo-, teniendo presente que se trata de una leyenda o pequeña novela histórica y que -como tal- va adornada de situaciones y momentos de todo tipo, algunos narrados con minuciosa recreación.
Nunca es tarde para emprender una nueva incursión en esto de poner negro sobre blanco ideas, historias, ensayos, memorias y otros temas.
Acompañamos en este relato a Catalina Asiego de Mendoza y Valdés desde su nacimiento -en el Palacio de Robledo de San Juan de Parres un 30 de noviembre de 1720- hasta su muerte en Oviedo rodeada de los suyos el día 27 de diciembre de 1793.
Otra historia no menos apasionante sería la de relatar la vida de Cosme Julián, el hijo de Catalina y de Julián, hermano de Remedios; lo mismo que la vida del aventurero hermano vivo de Catalina -Álvaro Asiego de Mendoza y Valdés- tras su regreso a Robledo después de su estancia y negocios en tierras americanas.
—————- Francisco José Rozada Martínez, 27 de febrero de 2023 ——————-
FUENTE: https://www.facebook.com/franciscojose.rozadamartinez
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