POR ANTONIO HERRERA CASADO, CRONISTA OFICIAL DE LA PROVINCIA DE GUADALAJARA
Sigo leyendo en las páginas de ese gran libro que nos muestra, vivo y palpitante, el patrimonio que hemos heredado en la provincia de Guadalajara, y que debería ser más conocido, mejor valorado, defendido siempre.
Entro en la sesma de la Sierra, en el Señorío de Molina, y voy asombrándome de sus densos sabinares, bosques oscuros que guardan la memoria de otros siglos entre sus ramajes. Llego a la localidad de Terzaga, que fue lugar pasajero y también meca de los salineros, porque en sus cercanías hubo explotación de la sal que la tierra da entre sus humedales.
Recorro su calle principal, larga y apretada de edificios nobles, callados y expresivos, como todo en Molina. Y alcanzo la plaza ancha donde, en su costado septentrional, con su fachada iluminada por el sol tímido del invierno, se alza la iglesia parroquial, dedicada a la Virgen del Amor Hermoso.
Entre 1772 y 1778 se construyó este templo. Situado en la parte alta del pueblo, su exterior es anodino, con muros lisos, y una torre campanario en el ángulo de poniente, con ligeras molduras y un chapitel que se puso a principios del siglo XX. La portada, al sur, está rehundida bajo un arco, y es más antigua, procedente de la anterior iglesia, del siglo XVII. En el muro se ve tallada la fecha de 1778, año en que se acabó de construir tal como hoy la vemos, quedando muy escasa constancia documental de lo que se hizo entonces, pues en el Libro de Fábrica de la iglesia solo consta que se bendijo en 1781 el templo “que ha construido el Arzobispo de Valencia”, personaje del que luego tendré que dar unos breves datos.
En primer lugar, lo que quiero es constatar la sorpresa que produce a cualquiera, al penetrar en este templo y apreciar su valor arquitectónico, las formas que le dan estructura y comportan su espacio. Al mejor estilo del arte árabe, el exterior del edificio son cuatro aburridas paredes que no dicen nada, pero el interior no da más de sí en punto a lujo, opulencia, vibración, contrastes y música, porque es eso lo que sale de sus arqueados muros, de sus cornisas violentas, de sus capiteles levantados: parece un poco como si entráramos en una película de dibujos animados y las paredes y las bóvedas se pusieran a cantar y a moverse.
Quien primero la ha estudiado, y el único hasta ahora que lo ha hecho, es el profesor cántabro Muñoz Jiménez. Su conocimiento sabio de la arquitectura española, no duda en calificarla como “uno de los mejores ejemplares del poco abundante Rococó español”. El estudio completo puede leerse en el número 74 de 1992 del Boletín de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
Es así que nos revela la intención del autor de conseguir en el espectador una sorpresa grande: como en el arte islámico, un continente sobrio, soso, irrelevante, acoge un interior vehemente, riquísimo, cantarín.
En el templo, de alargada y única nave, destaca el hecho de que es totalmente especular en su diseño, esto es, cualquiera de sus lados es exactamente igual al otro, y el eje de la nave separa dos mundos iguales. En los lados de la nave se abren hornacinas menores, y exedras en el crucero, haciendo las veces de capillas, o brazos… La cabecera es triabsidal, con una gran cúpula que se prolonga en sus costados.
En la nave y pies del templo, se acentúan la variedad de curvas, en muros, cornisas y abovedamientos (a medio camino entre la bóveda baída, el medio cañón y la semicúpula de cascarón) con unas mínimas tribunas altas sin función. Sobran cosas, estructuras, que solo persiguen crear belleza.
Una gran cornisa marca con fuerza la división entre muros y bóvedas. Estas son muy diversas en formas, amplitudes y decoración. Recuerdan sus abovedamientos a los techos de los templos barrocos de Baviera, Austria y Chequia.
Para Muñoz Jiménez “el templo de Terzaga… es una de esas magníficas piezas hasta hoy olvidadas de nuestro patrimonio arquitectónico que conforman lo que puede ser llamado como “el otro barroco” hecho por autores menores u olvidados”. El templo no está documentado, pero es prácticamente seguro que reconoce la autoría de José Martín de Aldehuela, por localización y por fecha. Está construido poco antes de que el autor se fuera a vivir, ya para siempre, a Málaga, cosa que ocurrió en 1778, y donde murió 24 años después.
Este artista era natural de Manzanera (Teruel), 1719 y murió en Málaga, 1802. Se formó con arquitectos valencianos y conquenses, y especialmente con Ventura Rodríguez, en Madrid. Se le ha catalogado como el Borromini hispano, por ser protagonista de un “barroco muy expresivo y exagerado”.
Todos los que conocen a Martín de la Aldehuela, y el formato de su obra, que va en alza en el contexto de los estudiosos del arte español, saben que el sentido de sus templos está en la perfecta síntesis y equilibrio entre el “espacio pulsante” de Borromini y la “calidad orgánica” del espacio que Guarino Guarini consigue con las dilataciones y contracciones rítmicas a lo largo del espacio longitudinal. Sin duda es este un templo en el que cobra sentido la magnificencia del espacio que se reserva a Dios en la tierra. La superposición de los órdenes columnares nos transmite esa sensación de gloria y magnificencia. Un lugar, sin duda, que no debemos de dejar de admirar, y cuanto antes, en nuestra provincia.
El comitente, don Francisco Fabián y Fuero
En otro orden de cosas, un rasgo capital para entender esta iglesia es saber quién la pagó, quién la mandó construir. Mucho dinero pagó por ella, según lo confiesa don Francisco Fabián y Fuero, nacido en Terzaga en 1719 y muerto en Teruel en 1801 (fijarse en la similitud de fechas de arquitecto y comitente!).
Fue Fabián el típico clérigo de la Ilustración española. Como Francisco Antonio de Lorenzana, de su época, con quien le unió una gran amistad. Era sin duda un reformista ilustrado. En 1748 llegó a canónigo de Sigüenza, y en 1755 de Toledo. Se le nombró Obispo de Puebla de los Ángeles, en México, donde estuvo entre 1764 y 1771, y posteriormente nombrado Arzobispo de Valencia, entre 1772 y 1794. En ese año fue procesado, detenido y desterrado, por una cuestión mal interpretada por el Capitán General de Valencia, que quiso ver a este “católico ilustrado” como defensor de las ideas revolucionarias venidas de Francia.
En Valencia su “ilustración” cuajó en muchas obras públicas y sociales, y en su pueblo natal mandó levantar esta iglesia, una fuente, una torre para el Ayuntamiento al que colocó un reloj, y una escuela para niñas dotada magníficamente y provista de maestra.