POR ÁNGEL RÍOS MARTÍNEZ, CRONISTA DE BLANCA (MURCIA).
I
En la margen izquierda del Táder, y como a unas seis leguas de Murcia, existe la aldea de Larrag que es, sin duda alguna una de las más pintorescas de España.
Una vegetación en extremo ferez; un cielo de un azul purísimo, y un sinnúmero de paisajes á cual más encantador, a presentan á los ojos del viajero como un vistosísmo panorama, cuyo recuerdo no se borra con facilidad de la mente.
A un tiro de piedra de Larrag, é inmediata al camino que conduce a Murcia, se veía hace algunos años una enorme piedra negra, que desde época anterior, y por las muchas fábulas que de ella se contaban, había venido a ser el terror de los comarcanos.
Cuando alguno de los más atrevidos pasaba por junto á ella en las altas horas de la noche, un terror involuntari le hacía apresuar el paso más de lo regular, y no era extraño que al día siguiente se le viera en medio de la plaza del pueblo contando a chicos y grandes haber oído un rumor como de juramentos y suspiros, que saian de debajo de la peña, cosa que todos los aldeanos creían como artículo de fé. Después daba cada cual su opinión.
Unos decían que en ella se albergaba una cuadrila de duendes; otros afirmaban que lo que en ella había era el alma de un escribano del pueblo, muerto años atrás, que andaba errante esperando que los ruegos de sus descendientes le abriesen las puertas del cielo. Cada uno lo explicaba a su manera, y aunque en esto no estaban conformes, lo estaban, sin embargo, en no pasar por aquel sitio después del toque de oraciones, desde cuya hora empezaba a escucharse el misterioso remor.
Una vez que casualmente me encontraba en Larrag, tuve curiosidad de saber lo que hubiera de cierto sobre la Peña negra, y un pobre anciano la satisfizo, contándome la siguiente historia:
II
Vivía en la aldea, al final del siglo pasado, una niña, bella como las auoras de mayo, y pura como los ángeles del cielo.
Cuando Lucía, que así se llamaba, cumplió diez y siete años, era la criatura más hermosa que se puede imaginar. Sus cabelllos, negros como las alas del condor, us mejillas de nieve y rosa, y sus ojos rasgados y expresivos, la hacían aparecer como una de esas angelicales mujeres que solo viven en la mente de los poetas. Además, Lucía tenía una bondad extremada, así es que todos le anunciaban un provenir risueño.
Como era natural, muchos jóvenes del pueblo sintieron amor por ella, pero entre todos estos, solo dos, por su constancia, llamaron la atención de Lucá.
Roberto y Jacobo, que estos eran sus nombres, reunían circunstancias muy distintas. Roberto era hijo de una de las famiias más acomodadas del pueblo, y Jacobo, por el contrario, era un pobre pastor sin más bienes que el escaso jornal que le daba su amo.
Lucía oyó las súplicas de Roberto, y las rechazó, porque el pecho de la joven permaneció indiferente á su vista, al paso que latía con vilencia ante el solo recuerdo de Jacobo.
Si, Lucía le ambaba con toda la ternura de su alma virgen y todo el delirio del primer amor.
Jacobo tenía diez y nueve años y ambos se encontraban en esa dulce edad de la vida en que todo es amor y felicidad.
Todos los días, al extinguirse la luz crepuscular de la tarde para dar paso a la noche, los dos amantes se reunían al pié de la peña, terror después de toda la comarca. Allí se contaban sus amores, y sus almas se elevaban á una región de sueños desconocdos, en que se embriagaban y enloquecían.
Así pasaron muchos días, y Lucía y Jacobo siguieron asistiendo al lugar de sus citas, mientras Roberto juraba en secreto vengarse de aquellos dos séres que no habían cometido otro delito que amarase con idolatría.
III
Una noche, cuando la enamorada pareja se hallaba conversando como de costumbre, un hombre, favorecido por la oscuridad, llegó sin ser visto hasta colocarse destrás de la peña.
Jacobo y Lucía, más amantes que nunca, no sintieron el menor ruido y continuaron hablando de sus esperanzas para el porvenir y de la felicidad que gozarían al unirse para siempre al pié de los altares.
Súbito, la enorme peña se movió bruscamente, como impulsada por la mano de un jigante, y cayó rodando con estrépito por [en]cima de aquellos dos séres que apenas tuvieron tiempo para invocar á Dios.
En esto se oyó una carcajada satánica, y á la luz de la luna que brilló en aquel momento, pudo verse á Roberto contemplando por largo rato las víctimas que acaba de inmolar.
Trascurrido un breve instante, desapareció de aquel sitio, sin que después se pudiese averiguar su paradero.
IV
Poco después de colocó en el cementerior de la aldea una humilde cruz de madera, en cuyos brazos se veían escritos los nombres de aquellos dos séres infortunados; y es fama que desde entonces se reúnen todas las noches bajo la Peña negra las almas enamoradas de Jacobo y de Lucía.
Fuente: cronista