POR JUAN INFANTE MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE VALDEPEÑAS DE JAÉN (JAÉN)
En Valdepeñas de Jaén, el dicho que más se repite a las personas que viajan mucho es aquel de “viajas más que María la Estea”. María Extremera Marchal Nieto Esteo, más conocida por su cuarto apellido, mantenía, hasta bien pasados los ochenta años, un espíritu juvenil gracias a su alegría y vitalidad. María ha pasado a la historia de Valdepeñas y de la Sierra Sur de Jaén, como ejemplo de mujer luchadora, capaz de realizar cualquier trabajo para sacar a su familia adelante. Durante treinta y cinco años viajó, casi a diario, a Jaén, para ganarse la vida.
Nació en 1905, en el seno de una familia campesina, humilde y numerosa. Su niñez y juventud las pasó, junto a sus once hermanos, ayudando en las tareas de la casa. A los veintidós años se casó con José “el Candorro” y vivieron sus primeros años de matrimonio en un cuarto alquilado en su casa de la calle las Cruces. José trabajaba en el campo dando peones y atendiendo una pequeña vega que tenía arrendada en el paraje de El Papel. Tuvieron dos hijos: Filomena, Vicente y otro que murió con once meses. A pesar de todo, fueron tiempos felices para la familia.
De repente, y con el estallido de la Guerra Civil, la angustia y el miedo que corría por toda España, también llegó a la casa de María. José “el Candorro”, al igual que otros muchos valdepeñeros, marchó voluntario al frente republicano; desde entonces fueron muchas las noches que María pasó en vela. Muy de cuando en cuando, recibía “algunas letras” con noticias de su marido, escritas por algún compañero. Una noche, María despertó sobresaltada por un horrible sueño, vio como su marido caía en el frente, herido por una bala. ¡Qué mal presagio! Al poco tiempo se confirmaría lo que ya conocía; junto a una nota oficial, recibió los enseres de su marido. A partir de entonces su vida fue muy distinta. Al no tener ningún medio para subsistir – “me quedé como la espina de Santa Lucía”, comentaba María; pero motivada por sus hijos sacó fuerzas de donde no las había. Coincidiendo con la feria de San Juan, que entonces se celebraba en el barrio de El Chaparral, montó un pequeño negocio de roscos y “niños meones”, un caramelo muy apreciado por los más jóvenes. Luego continuó con la venta de golosinas en su casa, pero sus ingresos eran tan precarios que, al igual que otros paisanos, tuvo que ganarse la vida con el estraperlo.
María, junto con algunas compañeras, salía andando para Jaén, a las dos de la madrugada, cargada con varios kilos de habichuelas, garbanzos, dulces, tabaco y cualquier otra cosa que luego vendía a comerciantes y particulares. A la entrada a Jaén, junto al hoy desaparecido Puente de Santa Ana, había un fielato en el que se controlaban todas las mercancías que entraban y salían de la ciudad. La verdad es que no había grandes problemas para pasarlo, ya que “los guardas no veían nada, a cambio de algún regalo”. Al llegar a Jaén, se encaminaba a la calle Campanas en busca de la posada “Las Parras”, en donde descansaba del fatigado viaje.
Un día, el dueño de la posada le dio un camastro en el que había dormido un mendigo y, cuando se levantó, estaba completamente infestada de piojos. Pasó un mal trago, ya que corría el rumor solían pelar “al cero” a todos los infectados. Todo transcurría medianamente bien hasta que un día, en el que iba a Jaén, en un borrico, acompañada por uno de sus hermanos, con una carga de doce kilos de habichuelas, un abrigo de una paisana para tintarlo y doce paquetes de tabaco, el guarda del fielato le pidió un paquete de tabaco para dejarla pasar. María respondió al guarda que se lo daría a la vuelta ya que lo llevaba escondido en el pecho, y no iba a sacarlo allí delante de toda la gente. El guarda no se interpuso en su camino, pero, antes de llegar a la posada, un policía (“jamás olvidaré su nombre: don Marcial”, recordaba María), le requisó toda la mercancía: el tabaco, las habichuelas y el abrigo que llevaba al tinte.
Al volver a Valdepeñas, y para poder pagar el abrigo, tuvo que vender los jamones de un cochino que tuvo que matar y que había criado durante largos meses.
A los pocos días recibió la noticia de que tenía que pagar una multa de veinticuatro duros. Al no poder hacer frente al pago, tuvo que ingresar en la cárcel de Jaén. Con lágrimas en los ojos, dejó a sus hijos con unos familiares; sus buenas amigas le prepararon una maleta llena de comida. María no olvidó nunca aquellos amargos momentos. Cuando sus hermanos habían conseguido la casi totalidad del importe de la multa para poder sacarla de la cárcel, llegó un indulto para todos los estraperlistas.
Al salir de la cárcel, María siguió con su trabajo, viajando casi a diario a Jaén, unas veces andando, otras en “bestia” y, más adelante, en los camiones. Se hizo unos pantalones con gomas hasta las rodillas, que se ponía debajo de la falda para que, al subirse en el cajón del camión “no se le vieran las piernas”.
Años más tarde, también ejerció de cosaria, haciendo toda clase de encargos y recados. Comentaba María que “traía muestras, vestidos y zapatos, llevaba ropas a la tintorería, traía estampas de comunión, encargaba cartillas de desplazamiento en la Seguridad Social…”. Algunos días llegaba a tener quince o veinte encargos, que retenía en su memoria (ya que no sabía leer) y que, para que no se le olvidara, se ayudaba de unas técnicas muy personales: se ataba hilos en los dedos y, también, se cogía las esquelas de los encargos, con un alfiler, en el pecho; esquelas que eran buscadas por los dependientes de los comercios de Jaén.
De las tiendas de Jaén, María recibía una pequeña comisión por las ventas que hacía y por llevar nuevos clientes. Las personas que le hacían los encargos en Valdepeñas también le daban una propina, cada uno lo que quería, aunque ella no pedía nada. Recordaba María que, cuando el autobús costaba seis pesetas, unos le daban dos reales o una peseta, y otros le pagaban con comida (patatas, aceite, tocino…).
María no paraba de contar anécdotas. Un día se llevó un mal rato cuando al ir a coger el autobús en la plaza, se le escapó un conejo que recuperó gracias a la ayuda, de no pocas personas, que se lanzaron en su busca. Otro día, además de sus muchos bolsos y paquetes, llevó a Jaén una torta de lata para regalársela a su nieto, que cumplía años, teniendo que hacer el viaje, de pie, ya que no podía sentarse debido al tamaño de la lata.
María, que viajaba a Jaén, casi a diario, un día decidió no ir. Muy temprano marchó hacia la ermita de Chircales para hacer una visita al Cristo y en el camino se enteró de que el autobús había volcado, -“fue el Señor el que hizo ese milagro para que no me pasara nada”, comentaba María.
Siguió viajando hasta 1974. Después, y durante un año, estuvo sirviendo en una casa. Más tarde, le arreglaron una pensión de viudedad y la suya de la Seguridad Social (“don Daniel, el cura, que era tan bueno”). Vivió dignamente sus últimos años, acompañada por su hija Filomena, visitando con mucha frecuencia la iglesia y a don José, el párroco, por el que sentía un gran cariño. Al final, y con los ahorros de toda la vida, se compró un pequeño piso en Jaén, la ciudad que tantas veces visitó.
(Nota del autor: Esta información está sacada de una entrevista que realicé a María “la Estea”, en 1987, cuando contaba con ochenta y dos años, y de la que se conserva la grabación).