POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Decía aquel censor que recibió un premio Nobel que no era los mismo estar dormido que durmiendo. Para el caso que nos mueve, ese que decide el presente, lo mismo da: siempre será mejor andar despierto y atento que dormido y durmiendo.
ARTICULO:
No es el dormir una virtud más que una necesidad. Duerme conscientemente el que no tiene más remedio, empujado por el hastío que produce el vivir. Duerme el que, agostada la vigilia, no encuentra razón para resistir más esa fuerza que nos empuja hacia la inconsciencia. Duerme quien, incapaz de soñar, arroga al despertar una consumación de la vida difícilmente defendible. Duerme alguno despierto y, una vez concibe la dormición, apuesta por la insensata dejadez de una esperanza. Duerme, en definitiva, quien no se atreve a vivir con el mal que destila cualquier condición humana.
Dormía Cristóbal Colón buscando en la pérdida de la consciencia alguna esperanza pareja a las que el mar le daba con cada envite de la pleamar. Dormía aquel navegante, si pensaba que un monarca iba a respetar una capitulación firmada sobre una bagatela impensable. Dormía aquel estulte taíno, confiado en que la sorpresa de aquellos extraños cubierta por curiosa necesidad de conocimiento habría de traer una simbiosis cultural que equilibrara el choque cultural. Dormía Erasmo creyendo en la pulsión de lo humano como acicate para el progreso de la humanidad. Dormía Galileo asumiendo que el empirismo irrefutable acabaría con la creencia mitificada que todo lo putrefacta. Dormía Martín Lutero, consumida su pasión por la reforma entre hipótesis de enmiendas y propósitos de renovación. Dormía mi paisano Domingo de Soto asumiendo que en la fe puede haber mayor certeza que la demostrada por la caída de los cuerpos sometidos a semejante aceleración.
Estaba dormido el pueblo de Madrid elucubrando reformas revolucionarias en una sociedad confundida por los estertores del absolutismo metidos entre destellos ilustrados de ese consejo real importado desde Nápoles. Estaba dormida la comunidad castellana al idear un sistema de control legislativo que sometiera el sempiterno abuso que monarcas irresolutos habían aplicado a una sociedad enfangada entre ronquido y apnea. Estaba dormido el pueblo español aceptando las identidades con que aquellos mal llamados liberales trataban de aderezar un brillante presente de pasado inventado y personajes levantados que taparan la cotidianeidad de una plétora de personas insustanciales. Estaba dormido el pueblo español por creer en las trompetas de una democracia sobada de palabra y rehuida por omisión permanente. Estaba dormida la España revolucionaria, confundida por la falta de experiencia práctica y la ausencia de un liderazgo colegiado que espantara a tanto salva patrias envuelto en banderas de trapo colorín, encofradas con tradicionales e ilustres estandartes rancios. Estaba dormida la sociedad peninsular, convencida de la existencia de naciones donde sólo habitaban intereses comerciales, territoriales, espurios. Estaba dormida la clase trabajadora liderada por idealistas seguros de una reacción revolucionaria pasajera, enmascaradora de regímenes deshumanizados.
Sigue dormida esta sociedad que pretende encontrar en el momento instantáneo la respuesta a un mañana aborregado y sin conexión con el pasado. Sigue dormida la voluntad popular, amodorrada por tanta patraña travestida de filfa superficial, conato de propuesta que nunca habrá de rebasar frontera alguna. Sigue dormida una humanidad cerrada entre fronteras incomprensibles, muros intolerables de supino abotargamiento que separan a la masa en clichés de superficial incomprensión. Sigue dormida esta España que Machado amara hasta el último verso soleado y Federico sufriera en el tiro de gracia. Sigue dormida una España eterna en fosas comunes, paredones irreconocibles y trenes de la muerte provenientes de Jaén.
He de suponer que nada de esto debió alterar a Valentín Delgado Benito. Sentado en su silla del cine, butaca del teatro, banco de la plaza de los Dolores y poyo de la calle de Isabel de Farnesio, siempre acaba por dormirse. Viendo una memorable película olvidada de Charlton Heston en el cine del Patio de Carruajes o un bodrio futurista salido de la media sonrisa de James Spader en la vieja sala del cine Canónigos, en los extintos multicines de la calle del gobernador Fernández Jiménez; donde fuera, el bueno de Valentín, cruzados los dedos sobre el regazo, recostada la cabeza sobre el gañote, suspiraba un momento para, en un instante eterno, dejar que la penumbra inherente a la noche del dormir le ahorrara la crítica cinéfila de turno. Lo mismo le daba que la enésima composición magistral de Ennio Morricone elevara el clímax con que fenecía aquella reata de jesuitas en el Iguazú o el pobre Sean Connery ametrallado en su piso de la calle Racine. Ni el susurro de Meryl Streep acaramelada con Clint Eastwood ni el exabrupto fascista de Robert de Niro rapado frente a un espejo o los guturales gruñidos del bárbaro cimerio de Arnold Swarzennegger en la cúpula superior de la Real Fábrica de Cristales a medio componer eran capaces de sacar del ensimismamiento a Valentín.
Si he de ser honesto, siempre pensé que aquella sutil narcolepsia padecida por mi vecino le afectaba únicamente en el momento del sopor extremo. Nunca le vi padecer episodio alguno en los recreos del destartalado colegio de la plaza del Matadero, afanado con las reparaciones de un sinfín de destrozos entre una inmensidad de estridentes alaridos infantiles, ni atendiendo los anaqueles de un archivo municipal apretujado en las tripas de una vetusta y pejiguera casa consistorial, empeñada aquella en cubrir de hongos cada uno de aquellos documentos empapados por una humedad intrascendente para un ejército de alcaldes y concejales más preocupados por lo seco del cojín que calentaba un asiento poco perecedero.
Sin duda, dormido a voluntad incontrolable, Valentín mostraba un camino a seguir por todo aquel que, cansado de un presente insustancial donde uno no mejora nada de lo que toca y todo lo que le rodea empeora cada instante vivido, quisiera padecer menos y vivir más. Entre ronquidos poco controlados e infamantes toses recriminadas al instante por una multitud dormida sin saberlo, el viejo operario municipal acontecía expectante a un sueño que ninguna realidad pudo jamás enmascarar. Quién sabe si, libre de toda pena, exculpado de cualquiera que fuera la carga, no merecería este sinvivir un sueño reparador hasta que llegue la tira ilegible de créditos irrelevantes.
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