POR BIZÉN D’O RÍO MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE LA HOYA DE HUESCA
En un tiempo del siglo XIV e inicios del XV, de guerras, reconquistas, disturbios urbanos, el fin del feudalismo, auge de las ciudades que salen de las grandes pandemias, como la Peste Negra que acabó con un tercio de la población, tenemos que enmarcar la figura de Pedro Martinez de Luna, ese aragonés nacido en Illueca en1328 en el seno de una familia noble que dejó las armas para formar parte de la Iglesia, pero esta institución que eligió, se estaba resquebrajando por un conflicto Iglesia y Estado entre el rey francés Felipe V el Hermoso y el papa Bonifacio VII, que acabaría con el pontífice arrestado en Anagni y por parte del rey francés la imposición de Clemente V, quien trasladaría la Santa Sede de Roma a Aviñón.
Comenzando la grave crisis que con la muerte del papa Gregorio X se activaría al reunirse en Roma los cardenales italianos y elegir papa a Urbano VI, pero en un cónclave rechazado al faltar los cardenales de Aviñón que declararían nula la elección, dando de esta forma origen a un cisma de cuarenta años, con el nombramiento de Clemente VII que buscaría el apoyo de Pedro Martínez de Luna, quien creía oportuno unir al catolicismo mediante la abdicación de los dos papas en disputa, pero este proyecto era rechazado por Clemente VII.
A su muerte, con 20 sufragios de los 21 cardenales, Martínez de Luna fue elegido pontífice con el nombre de Benedicto XIII. Comenzaba una nueva fase de crisis para la Iglesia, en la que Pedro de Luna no se rindió y como buen aragonés hizo que se acuñara la famosa frase de “mantenerse en sus trece”, pues consideraba que era el único pontífice elegido papa por cardenales anteriores al Cisma de Occidente y en esa legitimidad persistió, mientras ganaba la estima general, con diócesis contrarias a Roma como
Tournai, Lieja, Ultrecht, y hasta Alemania, Hungría y Polonia, al igual que en Italia, Savona, Albenga, Génova y toda Liguria que pasan a su obediencia.
Pequeño, enjuto de carnes, de ojos hundidos, de unos de unos setenta y seis años de edad, no era Pedro de Luna el hipócrita vulgar que han pintado sus adversarios, austero en su trato, grave y comedido, generoso y aún pródigo, como fueron generalmente los de su casa, casto y sobrio en medio de la general corrupción del clero, enemigo acérrimo de simonías y bajezas (compra y venta de sacramentos, prebendas y beneficios eclesiásticos, además de lascivia y codicia de riquezas) habiéndose destacado como singular entre millares, por su irreprochable pureza de vida.
Su cuidado en esconderse, su lentitud en intervenir en el naciente cisma le había conquistado fama de conciencia escrupulosa. Temible polemista, político sagaz, hábil diplomático, llegaba a la silla de San Pedro precedido de universal reputación. Si en algo pecaba este gran hombre, confesaban sus mismos adversarios, era por el acceso de sus mismas cualidades. Su habilidad degeneraba algunas veces en astucia; su inflexible energía, en terquedad; su dignidad personal e independencia de carácter en orgullo insoportable. Nadie empero, ni siquiera los concilios que le fueron hostiles, pudieron jamás atribuirle de buena fe mancha alguna en su conducta.
El escritor valenciano Blasco Ibañez, agitador profundamente anticlerical y republicano, traza el perfil de este personaje que pretendía, ante todo, una Iglesia más cercana al pueblo y al tiempo que se vivía, porque dijo amaba la cultura y la política de consensos, describiéndolo como sobrio y virtuoso en medio de la corrupción del clero, que llegó a la silla de los Pontífices con gran fama de polemista, muy versado en el Derecho Canónico. Con una vida irreprochable que lo hacían destacar sobre todos los hombres de su época.
De él decía que, hasta sus adversarios reconocían los méritos de este hombre tenaz, más sus magníficas cualidades, destacando que su habilidad política degeneró en astucia, al igual que relataba los numerosos méritos para ser elevado a la silla pontificia por unos cardenales que lo eligieron afirmando bajo palabra de que Pedro de Luna por sus talentos y virtudes atraía poderosamente la atención, considerándolo los veinte cardenales como el hombre providencial para ocupar la Sede Apostólica, porque vieron en este compañero de voluntad férrea, el único que podía conseguir dicha unión venciendo a los adversarios.
Su contemporáneo Leonardo Aretini (Epistolorum libri octo) remarcaba que Benedicto XIII se negaba obstinadamente a alejarse de la costa, mientras Gregorio XII a ningún precio se resignaba a acercarse al mar, comparando a los dos Pontífices rivales a un animal acuático y a un animal de tierra, y esta misma irreverente comparación se encuentra en Sazomeno (Muratori, tomo XVI, e 1191). Volviendo nuevamente a Blasco Ibañez, quien leyó y releyó a Martín de Alpartil en su “Crónica” dedicada a éste pontífice, no dudaba en afirmar: “Lo persiguieron tan sañudamente los franceses por ser español”. La jerarquía pisana tenía un nuevo santo padre Juan XXIII que había reemplazado al difunto Alejandro V con la aprobación de Segismundo, soberano del Sacro Imperio, quien convocó un sínodo en Constanza 1413, allí Juan XXIII fue deslegitimado; Gregorio XII renunció a través de un representante; pero el Papa Luna se negó a la abdicación llegando a ser excomulgado y condenado por Roma, retirándose a Peñíscola, desde donde fundó la Universidad de Saint Andrews en Escocia, y en ese castillo frente al mar, escribió su obra principal, “El Libro de las Consolaciones de la Vida Humana”; refugiado y arropado por sus más fieles, superó en este roquero exilio, varios intentos de asesinato para acabar con él desde 1418 a 1423, descansando finalmente en la paz del Señor contando 95 años de edad, el 23 de mayo de 1423 y de esta forma, Roma, se libraba de uno de los personajes más incómodos de su tiempo, un pontífice que en el Concilio de Perpiñan (1408-1409) ante 7 cardenales, 8 arzobispos, 33 obispos, 83 abades, priores y superiores de órdenes religiosas, maestres de las ordenes militares, en suma, unas trescientas personas, ya había defendido su legitimidad durante 7 horas ininterrumpidamente en un latín perfectísimo.
Si durante su Pontificado no dejó de mirar a su tierra aragonesa, como se constata con su numeroso Bulario, con respecto a la ciudad de Huesca, debemos de poner en relieve que ya en 1404 en consideración a que su catedral amenazaba ruina en muchas partes, entre ellas especialmente su techumbre y claustro, no dudó intentar remediarlo y para ello activaba el mandato de su Concilio Provincial, por el cual se destinaba a su reparación los frutos primiciales de las iglesias de la ciudad y diócesis, una vez atendida la obligación de cada iglesia para su luminaria y ornamentos, convalidando por tiempo de veinte años tal mandato, encargando además de su gestión al notario oscense Jaime de Berbegal; posteriormente, en Bula expedida de 1415 confirma la obligación anterior de aplicar a la catedral los frutos primiciales durante cincuenta años, disposiciones rubricadas con la autoridad y solemnidad de la lectura pública de cada bula.
Su carácter daba nuevamente muestra de su legitimidad en el mandato “motu proprio” expedido en Peñíscola de fecha 8 de marzo de 1417 por el que manda al abad del Monasterio de Montearagón, haga cumplir y observar las concesiones otorgadas a la iglesia de Huesca a tenor de las letras apostólicas de los pontífices Urbano II, Gregorio X, y Clemente VII, confirmándolas nuevamente por él como Benedicto XIII .
Ante el 600 aniversario de su muerte, los aragoneses para los que fue un ejemplo, de vida austera y generosa sacrificada por una idea del deber, reivindicamos su rehabilitación y que deje de estar considerado antipapa o pontífice del Cisma de Occidente, y la Congregación para la Doctrina de la Fe, incluya su nombre en la lista de los Pontífices de la Iglesia.
FUENTE: B.D.M.