POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Maldito relato histórico que esconde la realidad en un cuento inventado a conveniencia. Que se lo digan a la reina Juana de Castilla, encerrada en Tordesillas durante 46 años, presa de una locura alabada en otros Reyes pasados y futuros.
ARTÍCULO:
Nada más difícil que escapar del disfraz cuando se ha pegado a la piel. Fusionado con lo que una vez fuera tu realidad, la cobertura insana que define esa otra vida, ese otro yo que tanto se aleja de uno, acaba tornando en vodevil barato. Impostada la existencia por una suerte de sórdido relato que todo lo anterior, lo vivido, lo real, consume en el fuego fatuo de la falsedad literaria, la esencia termina obsoleta y la invención una y otra vez repetida se impone a todo lo que una vez se llegó a semejar. En ese momento preciso, cuando se cae en la cuenta de haber perdido todo contacto con lo real, lo irreal atormenta cada ápice de un ser condenado a la desmemoria. Y nada habrá capaz de recuperar aquello perdido entre unos dimes desconocidos y otros diretes reiterados y miserables.
Supongo, queridos lectores, que así imagina uno de mis vecinos a la pobre reina Doña Juana en su palacio de Valsaín. Enfebrecida por una demencia que, de deseada, resulta incontrolable, termina por prender fuego al palacio de Valsaín en un arrebato de lucidez prístina, esa que te lleva a hacer lo que quieres por mucho que la condenada sensatez lo haya retrasado una vida entera. Así, presa de una furia descorazonadora, mi vecino ve en las ruinas del viejo torreón putrefacto la silueta de una mujer desatada, faldones al viento, empuñando una tea ardiente de tamaño fulgor que atemoriza a cuantos por allí asoman. Ya sea desde la plaza de Valsaín, donde una vez descansaran las caballerías sobre un enlosado hoy enterrado o bajando la cuesta que trae el camino desde la venta vieja de Doña Anderaço, si uno se fija con cierto detenimiento, seguro está el paisano de que adivinará esa melena enroscada en el airón que azota el ventanuco podrido de la torre nueva rota en una carcajada atemporal acunando un fuego imparable.
Y de ahí no soy capaz de sacarlo, por más que le asegure el fallecimiento de la reina en 1555 y la destrucción parcial del palacio por el incendio en 1682, pasado más de un siglo. Poco le importa. El condenado relato, más propio de una película de Alfred Hitchcock, ha prendido en la memoria de aquella mujer, destruyendo su realidad, perdida aquella en la niebla de la literatura barata y el cine mezquino. De nada sirve esgrimir fuentes primarias y desarrollar un discurso historiográfico pegado la coetareidad de una documentación que establece el límite entre la falacia, la invención y la posibilidad. Si bien aquella mujer acabó siendo apartada de toda responsabilidad de forma efectiva por las cortes de Valladolid de 1506 al ser proclamado rey su filibustero esposo, Felipe I, la supuesta locura iba más encaminada a consolidar un poder político en masculino singular y castellano que a sobrellevar la enfermedad de una mujer siempre acosada por las circunstancias de una historia empeñada en empequeñecerla. Poco antes de la proclamación de aquel usurpador, el rey Fernando, su señor padre, había acordado con ese borgoñón saltar por encima de la legalidad en un acto, a pesar del sobrenombre regalado, no tan católico y bien retorcido. Es más, muerto el rey impuesto, el cardenal Cisneros se encargó de ocupar un espacio político que no le correspondía, imaginando un consejo de regencia de infausto recuerdo para la reina de Castilla.
Encerrada desde 1509 en Tordesillas, aquellos poderes fácticos y facticios, esos que están detrás de todo relato que se precie, dieron pie a un entremés cervantino donde la pobre niña apasionada por un bellísimo doncel flamenco había caído rendida al enamoramiento hasta perder el juicio de manera irreparable. Poco importa la lectura de los documentos custodiados en el maravilloso Archivo General de Simancas, relatores de la prisión a que fue sometida por los condenados marqueses de Denia, el indecente Bernardo de Sandoval y la no menos inmoral Francisca Enríquez. Una tras otra, las cartas al hijo, Carlos de Gante, coronado en la clara distancia que daba tener a la reina en las celdas del palacio real de Tordesillas que construyera Enrique III, muestran la desesperación de la prisionera. Que de las cuitas entre rejas de Nelson Mandela y Aleksandr Solzhenitsyn buena cuenta tenemos, pero de la algarabía carcelaria de aquellos insensatos para con su reina, nadie parece querer saber. Después de todo, la locura de amor es incurable, pensarán algunos, mientras atienden al relato detestable que apaga la historia. Casi hasta comprendo que ya nadie quisiera ocupar aquel caserón tordesillano a la vera del Duero, arramblado por orden de Carlos III en 1773.
De modo que, puestos a imaginar la desesperación que la consunción de la vida conlleva durante cuarenta y seis años de encierro, me resulta más romántico entender que Doña Juana hubiera decidido quemar todo lo combustible en esta vida de miseria moral. A nadie le interesa saber de la infamante catadura moral de una corte vendida al postor con perfil más abyecto, ese que no tiembla un instante al condenar a la nada a su esposa, hija o madre, mientras la plata arrancada de las entrañas del nuevo mundo siga fluyendo y la vida transcurra en la felicidad del placer epicúreo sin que un solo remordimiento se atreva a asomar.
Allí alzada, pues, en la mente de mi vecino, la reina Doña Juana, dando la razón a una insensatez épica, quemará una y otra vez un pasado que no tuvo misericordia con su vida y la empujó hacia una inconsistente pero asumida irrealidad. Arda, entonces, todo ese ayer incólume soportado por una indecorosa leyenda y, como ya hicieran Erasmo de Rotterdam y Miguel de Cervantes, alabemos la locura cuerda, esa que nos da la razón y nos la quita, según sea el color de la página donde escribe el mendaz cronista de nuestra vida imaginada.