POR JOSÉ MANUEL LÓPEZ GÓMEZ , CRONISTA OFICIAL DE BURGÓS Y DE FUENTECÉN
Jaime Ferrán (Corbera de Ebro, Tarragona, 1852), considerado el primer inmunólogo español, es el padre de la denominada vacuna anti-alfa contra la tuberculosis, una más de las muchas propuestas que aparecieron en toda Europa a finales del siglo XIX y primer tercio del XX para hacer frente a una enfermedad que tenía una altísima morbilidad y mortalidad. Con ella -cuya efectividad produjo intensas campañas a favor y en contra entre la comunidad científica y también en los periódicos de la época- se llevó a cabo una de las primeras campañas de salud pública modernas en la ciudad de Burgos. El pasado mes de enero se cumplieron cien años del llamamiento del Ayuntamiento a la ciudadanía para que inmunizaran a sus hijos y con ello frenar «la espantosa mortalidad de la infancia», como informaba este periódico en su edición del 5 de enero de 1923. Eran unos años, recuerda el médico e historiador José Manuel López-Gómez, en los que había muy pocas vacunas desarrolladas y solo se hacían campañas periódicas contra la viruela.
«El señor alcalde, como presidente del Excmo. Ayuntamiento, recibió carta-circular (…) y poniéndose de acuerdo con los señores facultativos de la Beneficencia municipal, que con singular cariño acogieron la idea, han dispuesto establecer este nuevo servicio, que se inaugurará con el carácter de gratuito en la primera quincena de enero en el Consultorio Médico Municipal». De esta manera se animaba a los burgaleses a que llevaran a sus criaturas y se les tranquilizaba con respecto a la protección de su salud: «El tratamiento á que han de ser sometidos los pequeñuelos no puede ser más sencillo, una serie de inyecciones (15, aproximadamente) con intervalos de tiempo, de una vacuna deducida de las doctrinas del sabio bacteriólogo Dr. Ferrán, con lo que se adquiere inmunidad contra determinadas enfermedades de orden inflamatorio que necesariamente preceden á la tuberculosis y claro que de evitarse aquellas no hay lugar á esta».
El contexto en el que aparece la vacuna de Ferrán es el de un terror generalizado a la tuberculosis ante la cual no había, como explica López Gómez, «tratamiento eficaz alguno en ese momento, ni medio preventivo, salvo las medidas higiénicas generales»: «Koch había descubierto, ya que el germen causante de la tuberculosis era la micobacteria tuberculosa. Ferrán llegó a la conclusión de que había micobacterias con diverso grado de intensidad morbosa, a las que llamó bacterias alfa, frente a las cuales ideó una vacuna que demostró, por una parte, que era inofensiva, es decir, que no causaba perjuicio, y por otra, que potenciaba la inmunidad, con lo que se combatía mejor la tuberculosis y otras enfermedades infecciosas, en especial en la infancia: era la vacuna anti-alfa, que comunicó a la Oficina Internacional de Higiene Pública».
En julio de 1919 el Ayuntamiento de la localidad levantina de Alcira autorizó a Ferrán a realizar una vacunación masiva de la población, con la que se demostró que no tenía efectos negativos, «aunque lógicamente la comprobación de efectos positivos con la reducción de procesos infecciosos era un procedimiento mucho más largo». Se dio la circunstancia, además, de que en aquel momento era ministro de la Gobernación Amalio Gimeno, catedrático de Medicina en Valencia y uno de los grandes defensores de Ferrán en los debates de finales del siglo XIX, «que hizo que la vacuna anti-alfa fuese aceptada oficialmente y que el Consejo Superior de Protección de la Infancia preconizase su uso, cosa que hizo el Ayuntamiento de Burgos».
«Toda condición social». «Por la especial importancia y trascendencia de esta campaña y su carácter humanitario -insistía DB- todos debemos contribuir a su feliz éxito. El Ministerio de la Gobernación proporciona gratuitamente la vacuna necesaria. El Ayuntamiento, que patrocinando la campaña aludida, es una ayuda moral, y, por último, los facultativos municipales, que, encargándose de este servicio con gran entusiasmo no reparando en sacrificios, con la única aspiración de que esta vacuna adquiera la extensión necesaria para que de sus beneficios disfrute el mayor número posible de personas, y para ello no habrá ningún impedimento ni condición, pudiendo acudir cuantas personas lo deseen, sea la que quiera su condición social».
Los lugares que se habilitaron para la vacunación fueron el consultorio médico municipal, «que es probable en aquellos años estuviese anejo a la Casa de Socorro, que se hallaba en los bajos del Teatro Principal que daban al río», afirma López Gómez, y la Inspección Médica Provincial, ubicada, «posiblemente» en el complejo de San Agustín. Durante semanas y meses, este periódico siguió recordando a los burgaleses la necesidad de inocular a sus hijos la vacuna anti-alfa del doctor Ferrán, al que denominaba «honra y gloria de nuestra nación» y unos años después, en 1927, reveló una estancia del propio científico en Burgos dentro de una gira que por todo el país hacía para generalizar su invento. En aquella ocasión vacunó a 40 niños de la Inclusa Provincial donde -a su pesar, pues era, explicaba DB, refractario a cualquier tipo de homenaje- se acercaron médicos y farmacéuticos de la ciudad para saludarle.
Su vacuna, finalmente, no ejerció ninguna labor preventiva: «Desde la perspectiva actual -añade López Gómez- se puede afirmar que no fue la vacuna anti-alfa perjudicial, pero tampoco pudo demostrarse su eficacia en la prevención de la tuberculosis y que si se consultan los grandes tratados pediátricos que por esos años se publicaron, por ejemplo en Alemania, al hacer referencia a la prevención de esta enfermedad en la infancia, ni tan siquiera la mencionan»
Jaime Ferrán (Corbera de Ebro, Tarragona, 1852), considerado el primer inmunólogo español, es el padre de la denominada vacuna anti-alfa contra la tuberculosis, una más de las muchas propuestas que aparecieron en toda Europa a finales del siglo XIX y primer tercio del XX para hacer frente a una enfermedad que tenía una altísima morbilidad y mortalidad. Con ella -cuya efectividad produjo intensas campañas a favor y en contra entre la comunidad científica y también en los periódicos de la época- se llevó a cabo una de las primeras campañas de salud pública modernas en la ciudad de Burgos. El pasado mes de enero se cumplieron cien años del llamamiento del Ayuntamiento a la ciudadanía para que inmunizaran a sus hijos y con ello frenar «la espantosa mortalidad de la infancia», como informaba este periódico en su edición del 5 de enero de 1923. Eran unos años, recuerda el médico e historiador José Manuel López-Gómez, en los que había muy pocas vacunas desarrolladas y solo se hacían campañas periódicas contra la viruela.
«El señor alcalde, como presidente del Excmo. Ayuntamiento, recibió carta-circular (…) y poniéndose de acuerdo con los señores facultativos de la Beneficencia municipal, que con singular cariño acogieron la idea, han dispuesto establecer este nuevo servicio, que se inaugurará con el carácter de gratuito en la primera quincena de enero en el Consultorio Médico Municipal». De esta manera se animaba a los burgaleses a que llevaran a sus criaturas y se les tranquilizaba con respecto a la protección de su salud: «El tratamiento á que han de ser sometidos los pequeñuelos no puede ser más sencillo, una serie de inyecciones (15, aproximadamente) con intervalos de tiempo, de una vacuna deducida de las doctrinas del sabio bacteriólogo Dr. Ferrán, con lo que se adquiere inmunidad contra determinadas enfermedades de orden inflamatorio que necesariamente preceden á la tuberculosis y claro que de evitarse aquellas no hay lugar á esta».
El contexto en el que aparece la vacuna de Ferrán es el de un terror generalizado a la tuberculosis ante la cual no había, como explica López Gómez, «tratamiento eficaz alguno en ese momento, ni medio preventivo, salvo las medidas higiénicas generales»: «Koch había descubierto, ya que el germen causante de la tuberculosis era la micobacteria tuberculosa. Ferrán llegó a la conclusión de que había micobacterias con diverso grado de intensidad morbosa, a las que llamó bacterias alfa, frente a las cuales ideó una vacuna que demostró, por una parte, que era inofensiva, es decir, que no causaba perjuicio, y por otra, que potenciaba la inmunidad, con lo que se combatía mejor la tuberculosis y otras enfermedades infecciosas, en especial en la infancia: era la vacuna anti-alfa, que comunicó a la Oficina Internacional de Higiene Pública».
En julio de 1919 el Ayuntamiento de la localidad levantina de Alcira autorizó a Ferrán a realizar una vacunación masiva de la población, con la que se demostró que no tenía efectos negativos, «aunque lógicamente la comprobación de efectos positivos con la reducción de procesos infecciosos era un procedimiento mucho más largo». Se dio la circunstancia, además, de que en aquel momento era ministro de la Gobernación Amalio Gimeno, catedrático de Medicina en Valencia y uno de los grandes defensores de Ferrán en los debates de finales del siglo XIX, «que hizo que la vacuna anti-alfa fuese aceptada oficialmente y que el Consejo Superior de Protección de la Infancia preconizase su uso, cosa que hizo el Ayuntamiento de Burgos».
«Toda condición social». «Por la especial importancia y trascendencia de esta campaña y su carácter humanitario -insistía DB- todos debemos contribuir a su feliz éxito. El Ministerio de la Gobernación proporciona gratuitamente la vacuna necesaria. El Ayuntamiento, que patrocinando la campaña aludida, es una ayuda moral, y, por último, los facultativos municipales, que, encargándose de este servicio con gran entusiasmo no reparando en sacrificios, con la única aspiración de que esta vacuna adquiera la extensión necesaria para que de sus beneficios disfrute el mayor número posible de personas, y para ello no habrá ningún impedimento ni condición, pudiendo acudir cuantas personas lo deseen, sea la que quiera su condición social».
Los lugares que se habilitaron para la vacunación fueron el consultorio médico municipal, «que es probable en aquellos años estuviese anejo a la Casa de Socorro, que se hallaba en los bajos del Teatro Principal que daban al río», afirma López Gómez, y la Inspección Médica Provincial, ubicada, «posiblemente» en el complejo de San Agustín. Durante semanas y meses, este periódico siguió recordando a los burgaleses la necesidad de inocular a sus hijos la vacuna anti-alfa del doctor Ferrán, al que denominaba «honra y gloria de nuestra nación» y unos años después, en 1927, reveló una estancia del propio científico en Burgos dentro de una gira que por todo el país hacía para generalizar su invento. En aquella ocasión vacunó a 40 niños de la Inclusa Provincial donde -a su pesar, pues era, explicaba DB, refractario a cualquier tipo de homenaje- se acercaron médicos y farmacéuticos de la ciudad para saludarle.
Su vacuna, finalmente, no ejerció ninguna labor preventiva: «Desde la perspectiva actual -añade López Gómez- se puede afirmar que no fue la vacuna anti-alfa perjudicial, pero tampoco pudo demostrarse su eficacia en la prevención de la tuberculosis y que si se consultan los grandes tratados pediátricos que por esos años se publicaron, por ejemplo en Alemania, al hacer referencia a la prevención de esta enfermedad en la infancia, ni tan siquiera la mencionan»