POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO DE LA GRANJA (SEGOVIA)
Recuerdo mis paseos por Córdoba entre sedosas fragancias de azahar brillante y deliciosos jazmines encrespados sobre la espalda de un patio del alcázar de los reyes cristianos.
Asomado a aquella acequia infinita metida en un balde, los reflejos cristalinos, destellos de un dulzor inmenso acostado en cada una de las pequeñas flores que se escondían tímidas entre la hojarasca, sentía que un privilegio inmerecido me hacía culpable de tanta ostentación inadvertida. Sentado junto a los surtidores parabólicos ideados por algún amante de Carl Friedrich Gauss, mientras mis estudiantes se perdían en el recuerdo de un navegante confundido y la sombra de la torre que la inquisición convirtiera en faro del despropósito, disfrutaba de cada suspiro al calor que aquellas diminutas naranjas cordobesas, aún flor de cinco pétalos perfectos, promesa ineludible de un fruto tan amargo como el sol plomizo de agosto.
Ya orondas, descomunales orbes repletos de jugo, pendían sobre la calle del Maestro Amador de los Ríos en su carrera hacia la Mezquita, ornando con explosiones anaranjadas un perfil un tanto sombrío de catedrales impostadas y generales liberales ajusticiados. Supongo que el pobre José María de Torrijos, cuya calle circunnavega la mole islámica cordobesa, habría elegido sin dudar aquella carnosa, astringente, áspera y delicada naranja amarga que adorna cada alcorque que por allí uno se encuentra. Quizás por ello, por ese dolor en el alma que produce cada gajo de semejantes paisanas celosas de una belleza que no quisieran compartir, es por lo que no suele ser comprensible el afán de Felipe V por llenar su huerto con naranjos allá por los años veinte del siglo XVIII.
Alojado aquel en la partida más norteña del jardín, el huerto de Felipe V, más conocido como la Partida del Rey a decir del plano conservado en la Biblioteca Nacional de París, constituía un asombroso cultivo de cítricos con especial atención a los naranjos más delicados. Si bien es cierto que otros frutales competían para copar un espacio destacado dentro del privilegio que constituye un vergel regio, según puede intuirse con la creación de un amplio «frutteto», plantel de árboles frutales a la vera de la partida del rey, el protagonismo de los naranjos en tal distribución parece incuestionable. Nada más que crucen la partida para llegarse hasta la Caja de Estudio, jardín barroco de bojes suplantando arrayanes, bordados vegetales y arenas de colores entre setos de platabanda florida: justo al fondo de ese incólume espacio se encuentra la estufa fría donde los jardineros de aquel monarca insano custodiaban el oro anaranjado metido en sus enormes macetas de lustre acrisolado.
Y la cosa tenía su aquel, no crean. Mucho es suponer que Felipe V perdiera la compostura por unas naranjas acres de orondo gigantismo tan amargas como su desempeño político. De hecho, de un tiempo a aquella parte, las naranjas habían experimentado un proceso de transformación hasta hacer dudar al más peripuesto de aquel género seco en que solían haber vivido una eternidad. En efecto, los chinos habían logrado de unos naranjos sumamente delicados un sabor extremadamente dulce, lo que contravenía toda lógica preexistente. Jugosas y chiquitas, semejantes perlas anaranjadas habían viajado desde el amargor de la ornamentación a la irregularidad prístina del manjar divino. Mezcladas unas con otras en coyunda exquisita, las naranjas de la China habían alcanzado el escalón más alto del deseo privilegiado.
Bien lo sabía Alfonso VI de Portugal, llamado el victorioso por sus súbditos, encantados de que no perdiera guerras, aunque fuera a costa de su sacrificio. Recolector de singularidades exclusivas, supo trajinarse unos buenos plantones de naranjas deliciosas para acompañar sus jardines a la ribera del rio Tajo. Dada la irresistible pedantería exclusiva y privilegiada del mayor ególatra de cuántos habitaban trono alguno en Europa, tuvo a bien Alfonso el entregar como presente una buena colección de naranjos chinos a Luis XIV y su pelucón descomunal. Aquel, seguro de la irresistibilidad de su divina regalía, ordenó levantar a Luis Le Vau la que habría de ser una de las «orangeries» más famosas de Europa allá por 1663. Y, aunque Felipe V sólo llegara a conocer la estufa fría renovada por Jules Hardouin-Mansart un año después de su nacimiento, el que llegaría a ser rey de esta patria, que no aquella, nunca olvidó la felicidad de su abuelo degustando el jugo dulce y refinado de pulpa con que saludaba cada mañana entre vestimenta delegada y limpieza personal diferida.
He de entender, por tanto, que, como con tantas otras cosas, Felipe V ordenó a su ejército de arquitectos y jardineros construir una casa lustrosa para sus naranjos, remedo de un pasado añorado, perdido y nunca olvidado. Envuelto en la gracia dulce y fresca que su corona nunca ceñida le otorgó, el francés que nunca lo fue, español de circunstancias, encerró en lo más recóndito de su jardín un pedacito de esa nación que lo expulsó a un escaño tan amargo como las viejas y hermosas naranjas cordobesas. No creo que el rey loco supiera que, como todo lo que se anhela del pasado y olvida en el presente, nada hay más nocivo para la salud social que el privilegio y la singularidad exclusiva, esa que nos enfrenta por diferenciarnos y nos condena a la esclavitud.
Después de todo, queridos lectores, si las naranjas dulces son para el rey, disfrutemos de la mermelada amarga, de las peras inmensas de verde aceitunado y de las negras ciruelas enamoradas del corazón negro de la sierra. Pobres y sencillas como los que nunca ceñiremos corona alguna, esconden en su simplicidad un infinito de dulzor irreprochable.
FUENTE: EL ADELANTADO DE SEGOVIA. ; https://www.eladelantado.com/opinion/tribuna/naranjas-de-la-china/?fbclid=IwAR2j_WXAO0MU7kWy61Imv3aHhLSqBhn_KtwP4A2p9EDmqbQP9Uu9uTQxrfE