POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Olvidar el pasado en el presente nos hace escribir un futuro lleno de borrones y faltas de ortografía. Recordando el ayer, nuestro presente será, si no justo, al menos real.
ARTÍCULO:
En una ladera abrupta y boscosa, erizada de pinos jóvenes enhiestos y acebos distraídos por las vistas del jardín de La Granja, vive una pequeña fuente. A la sombra de una plétora indecente de árboles apretados en dulce crecer hacia el azul inmenso, la fuentecilla mana entre dos piedras y un caño de acero forjado. No crean que se trata de una de esas fuentes ciclópeas, orgullosas del pretil que las circunda y regalan el agua gota a gota a cuántos alaban la belleza límpida de sus aguas o una de esas presuntuosas veneras de caño enorme y brocal labrado en piedra serrana con su nombre inscrito en prístinas capitales romanas. Tampoco vayan a pensar que vive esta paisana en un agujero infecto de perifollo podrido y pilón arrancado al pedregal, mientras el agua se despide del mundo en un sumidero tan negro como la raíz del tejo que la esconde.
La fuentecilla que les digo vive a la vera del camino que junta el mirador del Balconcillo donde reposaban las ovejas en Majalapeña con las lomas pegajosas de Barros Fuertes, justo en el manar de las tollas que engrosan el costado del arroyo Morete. Acostada de tal manera en la vereda que hace serpentear el paso en su presencia, la fuente de aquella ancestral senda ha venido regalando agua al sediento y alimento a la verde fronda que allí resiste durante más de un siglo. Sabio en su fluir, el venero serrano ha acompañado a los viejos pastores de árboles durante aquellos años en que pudieron trasegar pino y roble a conciencia, antes de que Carlos III se comprara el pinar de Valsaín hacia 1761. En la pradera preñada de pasto que la precede han segado de raíz yerbajos y cervunales una multitud de ovejas, cabras y vacas; de perros vigilantes de algún que otro lobo famélico y de muchos paisanos vestidos de zamarra árida y cayado aterrador.
Dice Claudio del Sastre, que de esto y mucho otro sabe un rato, haber visto esta fuente desde su más tierna infancia, cuando perseguía ovejas descarriadas y terneros demasiado valientes. Joven entonces la fuentecilla alegraba el paso del ganado y animaba al perro a vigilar, a la cabra a triscar, a la oveja a rastrillar y a la vaca a cubrir esos lomos benditos de solomillos imperiales. El pastor, prisionero de la sencillez de un regato cristalino, acostumbraba a detener su caminar y, fresca la faz de feliz y fabulosa fantasía, se deleitaba viendo asomar entre secos ramones y copas frondosas la plenitud del valle de Valsaín. Recostado contra un mástil aún anaranjado, el paisano admiraba la torre hueca del otrora inmenso palacio de Valsaín aplastado por el verdor de un parque ya perdido, mientras la jovial y juguetona fuentecilla cantaba su infancia divina salpicando los cantos aún sin rodar por esa ladera risueña.
Dice Claudio del Sastre que aquella preciosa fuente de esmerilada corriente fue sacada del terruño por el Tío Trampao, mucho antes de que los pasos de sus mayores le condujeran hacia la Caseta del Carretero por los viejos corrales del pasadizo. Así la conocían los esforzados Ents del bosque de Valsaín y raro era el que no perdía un largo trago de felicidad transitoria en sus cercanías, pues, pasado el trance de la vereda, no había más agua hasta alcanzar las caídas del Carneros y los brocales que brotan en las proximidades de la Majada de Tío Blas.
Para desgracia de Claudio y otros tantos, la fuente, todavía perseverante en su manar, ha terminado por confundir su pasado, sometida a un presente de difícil explicación. Ya no brota de las manos de un pastor, de la necesidad que de frescor tuvo el Tío Trampao. Engañada por una normalización presentista, ha tornado en fuente del Montañero, figurando de tal manera en todos los descriptores del terreno que uno pueda encontrar. Perdida en la voluntad exploradora del colonizador guadarramista, la vieja fuentecilla del Tío Trampao tornó en recurso de montañeros, como si nunca más hubiera habido pastor alguno que necesitara saciar la sed que el trajín del tajo trae al trabajador.
Trasfundida toda aquella sangre manchada de sudor extremo proveniente de un esfuerzo laboral en deleite y goce del diletante intelectual, el pinar y bosque de Valsaín ha ido perdiendo la memoria en beneficio de una suerte de colonización finisecular de difícil comprensión. Cada fin de semana una horda de fenicios desmemoriados, de griegos supremacistas y romanos normalizadores; de cartagineses presentistas y castellanos ávidos de enriquecer un mañana alejado de un ayer que a nadie parece importar, los lugares del bosque serrano, del viejo bosque de Segovia, del pinar de Valsaín y la nava de San Ildefonso van perdiendo su topónimo natalicio, base de la identidad que los creó. La fuente del Tío Trampao, la Peña Lisa o el Chozo de Chuequina, ha roto con el ayer convertidos en fuente del montañero, rincón del abuelo o caseta del buen pastor, todo ello en esas letras minúsculas sin personalidad que borran la grandeza de un pasado humilde.
Y no se confundan, queridos lectores, que en el esfuerzo preservador de la memoria del pasado se halla la salvación de un mañana comprometido. Escribir todo en presente nos convierte en insensatos sin conciencia, que habría dicho mi Señor Padre, pues la toponimia del ayer es el idioma que no permitirá afrontar el mañana con garantías de, al menos, no caer en los mismos atolladeros sufridos. La historia, honesta y prudente madre de todo futuro, ha cuidado siempre de proteger el origen de todas las cosas. Y en ese origen, no tengan la menor duda, las palabras no cambian por modas, desconocimiento y, sencillamente, deslealtad con quienes tuvieron el acierto de escribirlas por primera vez, aunque fuera el Tío Trampao cansado de llevar la lengua seca como la mojama camino del Puerto de los Neveros.