POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Es difícil explicar la historia desde una higiénica distancia. Alejado de ella y puesta la mirada en causas y consecuencias a medio y largo plazo, el acaso histórico se convierte en lección necesaria y contingente, pero un tanto aburrida.
Envueltos en profundas reflexiones en torno a la estadística de los datos, a la implicación de las decisiones tomadas en un futuro pasado de gran importancia para el presente que sufrimos, los historiadores profesionales tendemos a debatir aspectos de gran importancia estructural, pero bien alejados de la implicación inmediata que el hecho histórico entrega al habitante a modo de regalo bien emponzoñado.
Bien lejos de la asunción de consecuencias generales, la descripción de efectos causados por movimientos económicos conectados con reacciones sociales de toda índole le importa un bledo al ciudadano, que ve aquella desvaída retahíla de argumentos desde la letanía del desinterés.
Vamos, que a nadie le suelen importar nuestras académicas diatribas, por mucho que expliquen la sinécdoque que transforma realidad en historia. Poco importa que nos esforcemos en explicar la relación inevitable de la desigualdad previa a la implosión industrial y el acceso al capital por parte de los individuos a principios del siglo XIX para mostrar la necesidad del movimiento obrero y de los múltiples socialismos pergeñados en aquel entonces como salida a una sociedad fallida: en la distancia corta, todo socialismo es comunismo y todo comunismo es estalinismo, por lo que, defender una sociedad más justa en el reparto de la riqueza y las oportunidades de acceso a ella, aunque sea desde el utilitarismo económico, te pone a la puerta del gulag con la cachiporra en la mano.
Nada importa, pues, más que el presente y su conexión con el inmediato suspiro en que se consume el pensamiento más banal y fútil, aquel que asociamos a lo primero que nos parece apropiado sin importar contexto alguno o la reflexión mínima que se espera de un ser humano no embrutecido. He de suponer, en consecuencia, que, el 21 de junio de 1913, muchos de vecinos verían horrorizados cómo el capitán Acevedo imponía medallas a una pareja de soldados en la amplia pradera, entonces verde y florida, del campo de polo regalado por Alfonso XIII a sus amigotes. Bien engalanados para la ocasión los dos soldados, más máscaras de carnaval que integrantes de la Guardia Real, atendían a la felicitación de su capitán firmes como postes al sol serrano de aquel día de junio, a decir de la imagen publicada por el fotoperiodista Francisco Goñi en el diario Actualidades.
En su haber, las salvas liberadas para anunciar a toda la población del Real Sitio ya fueran bípedos o cuadrúpedos, seres alados o atados a una raíz, que el sexto hijo del rey había nacido el palacio real. Los cañonazos de rigor, liberados desde la segunda plazuela que alegraba y alegra el camino de Segovia, habían regalado tal impacto en la población que, además de la correspondiente desazón al estruendo bélico tan frecuente en aquella España de espadones y pronunciamientos previos a la asonada, reventara una buena parte de los planos y delicados cristales de cierre. Esos, soplados en su mayoría en la vieja fábrica reabierta como cooperativa en esos años, hijos de un manchón bien delicado en su delgadez, habían sido destruidos gracias a la incólume y agraciada felicidad que traía el nacimiento de un nuevo hijo de aquella regia pareja.