POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTINEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS).
Centrémonos en este caso en la Abadía Cisterciense de Santa María de Viaceli, en el pueblo de Cóbreces (Cantabria), Diócesis de Santander, apenas a 500 metros del mar Cantábrico, entre las históricas villas de Comillas y Santillana del Mar.
De entrada hay que reconocer que en estos tiempos no deja de ser una forma de vida excepcionalmente sorprendente dedicar las veinticuatro horas del día al rezo, el trabajo y el silencio.
Detengámonos hoy en una jornada cualquiera de la abadía arriba citada en el municipio de Alfoz de Lloredo, en la cántabra localidad de Cóbreces.
Desde hace más de un siglo (1910) conviven en la abadía un grupo de monjes de la Orden Trapense del Císter cuya fundamental dedicación es la oración.
El número de monjes que la integran ha variado notablemente a través de estos cien años, llegando a albergar a ochenta de ellos, pasando por la Guerra Civil en la que dieciocho perdieron la vida a manos de los enemigos de la religión.
Conviven en la actualidad apenas veinte monjes, el más joven con cincuenta años y la mayoría superando los setenta y ochenta años.
Se levantan sobre las 4,15 horas para reunirse en la capilla y comenzar el Oficio Divino a las 4,45 con el rezo y canto de Vigilias.
Retornan a sus aposentos en la rigurosa clausura hasta regresar a la capilla conventual a las 7,15 horas para el rezo de Laudes y celebración de la Eucaristía (conocida como misa) -aproximadamente durante una hora y diez minutos- presidida por alguno de los siete monjes de entre los que están ordenados como sacerdotes.
A las 10 horas retornan al oficio de Tercia, durante apenas quince minutos.
La conocida como hora de Sexta tendrá lugar a las 13,15 horas, antes del almuerzo que tiene lugar a las 14 horas exactamente.
Al tratarse de una comunidad de estricta observancia trapense (tan solo los cartujos son más estrictos) el silencio en todo el día es la norma principal, nadie habla, ni tan siquiera los monjes entre ellos a no ser por pura necesidad…
Desayunos, almuerzos y cenas son como los de cualquier familia, sin excesos, pero sin carencias.
Por ejemplo, para un desayuno puedes disponer de café, cacao, pan (que puedes tostar), mermeladas, mantequilla y frutas variadas.
Los almuerzos se componen de tres platos, como pueden ser: ensalada mixta, lentejas y pollo asado, al igual que las cenas -a las ocho en punto de la tarde-, como ejemplo: crema de verduras, o gazpacho, además de sardinas, merluza o filetes rusos, con los postres habituales en los que nunca falta el queso de nata de su propia fábrica (su principal fuente de ingresos) que ellos comercializan en alguna de sus numerosas dependencias y naves o exportan.
Es habitual el agua y el vino sobre la mesa.
Por su hospedería abierta a cualquier persona (hombre o mujer) pasan centenares de personas a lo largo del año, unos como espectadores de una forma de vida que parece vivir sus últimos tiempos, otros con algunas inquietudes de tipo espiritual o en busca de un no saben bien qué, algunos como lugar de retiro y meditación en el silencio en busca de la paz interior.
Completarán los monjes su jornada con los oficios divinos comunes de hora Sexta (a las 13,15), Nona (a las 15,30) y el más solemne de Vísperas (18,45).
Tras la cena de las 20 horas la comunidad monástica se reúne de nuevo en la capilla a las 21 horas para el rezo de Completas y el canto de la Salve, de modo que sobre las 21,45 cada uno se retira a su aposento hasta las 4,15 que reanudará su nueva jornada.
Las horas canónicas son una división del tiempo desde la Edad Media en la Europa cristiana, hoy llamada Liturgia de las Horas: Maitines (antes de amanecer), Laudes (al amanecer), Prima (sobre las 6), Tercia (sobre las 9), Sexta (sobre las 12, que acabó dando nombre a la siesta), Nona (sobre las 15) y Completas (sobre las 21 horas).
Eran “horas mayores” y de obligada asistencia a la iglesia: Maitines, Laudes y Vísperas.
Desde los medievales relojes de sol hasta hoy, siguen sonando las campanas monásticas en los cada vez menos conventos y abadías, especialmente en Europa.
Quedan en el mundo unos ciento sesenta y cinco monasterios cistercienses de la estricta observancia (conocidos como trapenses u orden de La Trapa, por su fundación como reforma de la orden del Císter en 1664 en la abadía de Ntra. Sra. de la Trappe, en la baja Normandía francesa, retornando a la genuina regla de San Benito).
Unos dos mil monjes y mil setecientas monjas quedan en el mundo bajo esta orden monástica concreta.
El complejo conventual es enorme, memoria de tiempos de numerosísimas vocaciones y actividades.
El edificio de esta abadía ha sido uno de los primeros de España construidos en hormigón (entre 1906 y 1910) como donación de los hermanos Manuel y Antonio Bernaldo de Quirós y Parma, complejo erigido en estilo neogótico y de arquitectura historicista.
Recorriendo durante casi una semana cada uno de sus rincones puedo asegurar que se trata de un conjunto arquitectónico de proporciones equilibradas, alrededor de un claustro, junto al cual se encuentra la espaciosísima iglesia principal, ahora sólo utilizada en las grandes solemnidades.
Sus cuidadas fachadas presentan notables ventanales ajimezados de arco apuntado.
Los enormes fondos bibliográficos de su antigua biblioteca son de gran valor, lo mismo que el mobiliario.
Charlaba largamente este cronista la pasada semana con Víctor -el más joven de los monjes- sobre las razones por las que elegían y programaban sus vidas siguiendo de alguna manera el radicalismo absoluto del Evangelio -cada día menos comprendido-, y es que para él los signos de los tiempos son como un desafío contemporáneo, lanzándose desde su ateísmo -de hace apenas una década- hacia el misterio, hasta ser plenamente transformado por él.
Como cantan en comunidad en una de sus largas y múltiples estrofas:
“Alabado sea el nombre del Señor, de la salida del sol hasta su ocaso”.
En resumen: actualmente la cada vez más reducida vida monástica tiene como misión ante el mundo afirmar no solo el mensaje de la Salvación (que para el monje -o monja- es esencial), sino también los valores humanos más fundamentales que el mundo necesita recuperar con urgencia.
La integridad personal, la profundidad, la paz interior, la autenticidad, la capacidad de disfrutar de la creación de Dios y de dar gracias son parte de los cimientos morales de este tipo de vida -antes y ahora-, porque descubren su identidad cuando aceptan su lugar y su camino en medio de las personas y de las cosas, en su situación histórica que no tenemos por qué comprender completamente.
–Francisco José Rozada Martínez, 29 de mayo de 2023 —
FUENTE: https://www.facebook.com/franciscojose.rozadamartinez