POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
A nadie le interesa recordar. Perdida la memoria del pasado, cualquier barbaridad puede ser argumentada en el presente haciendo un guiño a un ayer inventado. Después de todo, qué más dara, si vivimos en una mentira por todos propagada.
ARTÍCULO:
Mala prensa tiene esto de recordar. Cada vez más imbuidos en un presentismo que todo lo agota, apenas nos molestamos por tener presente aquello que casi acabamos de decir. Rota la conexión con el pasado inmediato, el presente goza de una desvergonzada felicidad sólo comparable con la más absoluta e indecente de las ignorancias. De nada sirve que los honrados archiveros, las esforzadas gestoras documentales luchen contra los molinos de la incapacidad para pergeñar sistemas que sostengan el anquilosado edificio administrativo: nadie quiere saber de los archivos y su grito ensordecedor por tantos ignorado.
Uno podría llegar a creer que el periodismo ha venido luchando porque la razón armada de la verdad documentada vigilara el cumplimiento de la honradez en todo aquello que nos envuelve; aunque he de suponer que tal esfuerzo tuvo lugar en algún momento que no logro encontrar en la memoria escrita de un pasado idílico. Sometido al vaivén del poder fáctico, al ciclo económico liberal imprevisible en sus periódicos hundimientos, el periodismo ha ido desapareciendo en un difuminado y delicado horizonte de dulce luz crepuscular que bien podría haber pintado María Rubio Cerro. Comprado por el postor más desalmado y grotesco, el llamado cuarto poder ha sido asumido en pedazos tergiversadores y falaces, falseadores de un pasado asomado a un presente sin futuro imaginable por aquellos prebostes tradicionales envueltos en las banderas del desahogo, esas que la masa inane jalea furibunda y demacrada sin saber que en la sombra de semejantes ondeos se halla su derrota más incuestionable.
Olvidado el presente de la mentira soportada por la desinformación inmediata, resulta responsabilidad de los historiadores el ejercicio del recuerdo documentado. Como ya estarán pensando, aquello que ha consumido la sensatez del político, la honradez del empresario y la cordura del periodista habrá afectado por igual al profesional de la historia. Aquellos, aquellas, defensores de un método científico que convierta el recuerdo documentado en base para una verdad evidente, han sido sometidos tanto por el sistema como por esa inercia destructora de la honestidad, empujando el análisis a la asunción de una certeza inventada, mezcla de prestigio social y fama académica bien construida por los alarifes del relato que todo lo inunda. Ante ese panorama, uno no tiene más que seguir caminando paso a tranco entre la desmemoria y la desfachatez generalizada. Pensando que a nadie parece importarle ya nada y que el pasado se ha de convertir en un escenario donde ambientar cualquier delirio bien pagado que nos permita alejarnos del presente, justificar la barbaridad del momento o tergiversar aún más el ínfimo recuerdo que nos pudiera quedar, que nos pudiera abrir los ojos hacia la honestidad, esa que va de la mano con la verdad.
He de decir que así me siento cada vez que paseo la fachada del palacio real de San Ildefonso y me detengo ante los cuatro vasos, jarrones de blanco mármol irisado tallados por Jean Thierry o, más bien la memoria que de ellos queda. Creados en el taller de escultura alojado en el viejo y reconstruido palacio real de Valsaín, aquellos jarrones inmensos fueron cincelados para coronar la magnífica fachada imaginada por Andrea Procaccini. Abriendo paso a la fronda delicada en flor colorida y sujetada por setos de mirto y arrayán, tejo y boj, los cuatro jarrones prometían a aquel monarca en perpetua huida de la realidad una promesa de abrazo vegetal con el hálito fresco y ruidoso de la Cascada de Mármoles y Jaspes. Testigos de un voto de felicidad diletante, las copas blancas de Thierry animaban al rey Felipe a descender los escalones que separaban el oropel del palacio elevado en plinto de la belleza inconmensurable de una naturaleza ajardinada para deleite de un privilegio inmerecido. He de asumir que semejante espectáculo adornado por las galerías laterales de esculturas, el agua excelso presidido por el trasunto de su esposa y la promesa de un placer aún mayor si cabe en la reverberación de una voz aflautada dentro del pabellón dorado habría podido sanar esa demencia que extrajo la política española de un joven francés condenado a vivir una vida impuesta.
Ahora bien, pasado el tiempo y desmemoriado el presente, el espacio donde dormitan los jarrones, aun siendo semejante y congelado en el momento preciso por una administración que sólo persigue la exposición del pasado y no el aprendizaje que conlleva, ha perdido la fuerza que la historia, verdad contingente, nos oferta en su eterna sabiduría. Cambiadas las arenas de colores por triste jabre serrano, los setos parduzcos y sobreelevados muestran una platabanda estacional las más de las veces, olvidada por el presupuesta en las que restan. Ya no hay escalones que nos hagan descender del palacio hasta la realidad y nadie canta en el pabellón dorado cerrado a cal y canto, no sea que los entusiastas de Scarlatti, Boccherini, Carlo Broschi o el magnífico y desconocido Vicente Martín y Sóler, tengamos la estúpida idea de querer experimentar la funcionalidad para la que fue creado el escenario. Ni siquiera los jarrones, perlas de rugosa belleza tallada y fulgor blanquecino al sol tardío del estío, son ya ellos mismos. Sacados de allí durante el funesto reinado de Carlos IV, transitaron al otro lado del murallón serrano para asentarse entre Madrid y Aranjuez, contextualizando un relato inventado lejos del lugar donde fueron concebidos, donde la mano del maestro francés alumbró un futuro de contexto histórico.
Sustituidos por una burda y plomiza reiteración, los jarrones perdidos de maese Thierry abandonaron el discurso histórico para alimentar un relato inventado por vayan-ustedes-a-saber-quién. En lo alto de una escalinata, dentro de un jardín de nombre esquivo o en el centro de una horrenda plazuela frecuentada por ruidosos vehículos en frenético devenir, los vasos tallados en el torreón de Valsaín han perdido su conexión con un pasado brillante en su concepción que, como otras tantas cosas que nos rodean y nos importan un bledo, nunca se concibió abandonado por el futuro. Ese, el que todos nos tememos, que nos hará vivir una pesadilla inventada de la que una multitud de ignorantes estará más que orgullosa, ya ha nacido y se alimenta en la mentira del político, la avidez del empresario, la falsedad cómplice del periodista amaestrado y la desvergüenza del historiador.