POR ANTONIO HERRERA CASADO, CRONISTA OFICIAL DE LA PROVINCIA DE GUADALAJARA
En plena serranía de Pela, un poco más allá de Atienza, en esas tierras altas y dulces por donde cabalgó el Cid y los hombres se afanaron en sobrevivir a pesar d ela dureza del clima, surgen algunos edificios religiosos de solemne antigüedad. Hasta Albendiego llegamos hoy, a leer los mensajes que aquellos antiguos habitandes dejaron inscritos en sus piedras.
Reposado en ancho valle, junto al río Bornova que acaba de nacer en la laguna de Somolinos, aparece el caserío de Albendiego, arropado con la exuberante vegetación de cientos de árboles que le escoltan, aislado en medio de los labrantíos y pastos del término. Destaca aislada, a unos quinientos metros al sur del pueblo, la iglesia románica de Santa Coloma, que siempre fue templo dedicado a otros menesteres distintos de los parroquiales del poblado. Ahora es ermita, y, por supuesto, meca de viajes culturales y esotéricos. Pero siempre hizo de espacio religioso en el que a lo bello de sus formas, a lo clásico de su estructura, se sumó el silencio denso de su mensaje simbólico.
El nombre de Albendiego tiene muy claras resonancias árabes, lo que nos induce a creer que fuera así denominado por los numerosos mudéjares que poblaron la comarca. El hecho es que tras la Reconquista, perteneció al Común de Tierra de Atienza, pasando luego al poder de los de La Cerda, duques de Medinaceli, de quienes por casamientos vino a dar a la casa del Infantado, dentro del devenir común de una serie de lugares anejos a Miedes.
En Albendiego pueden verse algunas grandes casonas de recia textura arquitectónica rural, destacando sus paramentos de sillarejo, sus dinteles de grandes piedras, muchas de ellas talladas con emblemas y frases populares, y hasta alguna ruina de casa noble, de sillar, a la que le quitaron el escudo.
El monumento (declarado histórico‑artístico nacional en 1965) más interesante de Albendiego es la iglesia de Santa Coloma, aislada del pueblo en la orilla del río Bornova, rodeada de árboles y enclavada en un lugar encantador. Aquí tuvieron su sede una pequeña comunidad de monjes canónigos regulares de San Agustín, que ya existían en 1197, pues en esa fecha les dirigió una carta el obispo de Sigüenza don Rodrigo, eximiéndoles de pagar diezmos e impuestos, haciéndoles donación de tierras y viñas para su sustento. Su prior ocupaba un lugar en el coro y cabildo de la catedral seguntina. Ellos fueron, pues, quienes a finales del siglo XII levantaron esta iglesia de Santa Coloma.
Hoy ha sido restaurado por completo este edificio, eliminada la arboleda que a levante del mismo le atribuía humedades, y abierta la vista de su ábside señero a todos cuantos se quieran pasear en su torno.
La iglesia de Santa Coloma
Se trata de un edificio inacabado, con añadidos del siglo XV. De nave única, al exterior nos muestra la espadaña de remate triangular con tres vanos, a los pies, sobre le muro de poniente, y el ábside completo rematando el templo por levante.
Se accede a su nave única a través de una puerta con arco gótico rebajado, y cardinas esculpidas, añadiendo algunos capiteles y adornos vegetales y geométricos. Se cobija esta puerta por pequeño atrio. De las obras de arte que atesoraba este templo (un retablo gótico, algunas imágenes románicas) nada queda, pues la soledad del lugar ha propiciado el robo fácil.
Esa nave interior, que tiene un coro alto a los pies, muestra en su cabecera el arco triunfal con gran dovelaje y capiteles foliáceos, que da paso al presbiterio, a partir del cual se abre el ábside plenamente iluminado por los calados ventanales. A ambos lados del presbiterio, se abren sendos arquillos semicirculares, que dan entrada a dos capillas primitivas, escoltadas de pilares y capiteles perfectamente conservados, tenuemente iluminadas por los ventanales ajimezados del exterior. Son dos receptáculos increíbles, donde el aire misterioso, ritual y místico de la Edad Media, parece detenerse y fluir de sus piedras.
Las celosías del ábside
El ábside principal, que traduce al exterior el presbiterio y ábside internos, es semicircular, aunque con planta que tiende a lo poligonal, y divide su superficie en cinco tramos por cuatro haces de columnillas adosadas, que hubieran rematado en capiteles si la obra hubiera sido terminada completamente. En los tres tramos centrales de este ábside aparecen sendos ventanales, abocinados, con derrame interior y exterior, formados por arcos de medio punto en degradación, de gruesas molduras lisas que descansan sobre cinco columnillas a cada lado, de basas áticas y capiteles foliáceos.
Llevan estas ventanas, ocupando el vano, unas caladas celosías de piedra tallada, que ofrecen magníficos dibujos y composiciones geométricas de raíz mudéjar, tres en la ventana de la derecha, cuatro en la central, y una sola en la de la izquierda, pues las otras dos que la completaban fueron destruidas o robadas. Centrando cada dibujo, se aprecia una cruz de ocho puntas, propia de la orden militar de San Juan, y antes de los Templarios. El resto de la cabecera del templo, ofrece a ambos lados de este ábside sendos absidiolos de planta cuadrada, en cuyos muros de bien tallada sillería aparecen ventanales consistentes en óculos moldurados con calada celosía central, también con composición geométrica y cruz de ocho puntas, escoltándose de un par de columnillas con basa y capitel foliáceo, y cobijados por arco angrelado, cuyo muñón central ofrece en sus caras laterales una bella talla de la hexalfa o estrella de seis puntas, y en otra la que llaman «sello de Salomón», cuajadas ambas de sentido y expresión de otras culturas y sapiencias.
Desde hace algunos años, se han ampliado los estudios y conocimientos acerca del origen y ocupación medieval de este templo. Y se ha dicho que la iglesia, aunque fuera en sus inicios administrada por una comunidad de canónigos regulares de San Agustín, más bien pudo haber sido propiedad de los caballeros de la Orden Militar de San Juan, pues esa cruz de ocho puntas es la que se ve profusamente tallada en las celosías pétreas de las ventanas de su ábside.
Hoy cabe recordar que la Orden de San Juan fue la heredera, en Castilla, de la más antigua Orden de los Caballeros del Temple, fundada en los años iniciales del siglo XII, en Jerusalén, y pronto extendida por todo el Occidente cristiano.
Su emblema, la cruz patada original, se representó de muchas maneras. También como cruz de ocho puntas. Y el saber ecléctico, aunando las tradiciones esotéricas de los árabes y los judíos, en un intento de conjuntar las tradiciones sabias de la Antigüedad para ser guardianes de los orígenes, fue asumido por estos hombres, que no solo acumularon saber y secretos, sino muchas riquezas. Todo ello fue la causa, al fin, de que algunos poderosos intentaran, y consiguieran, destruirlos. Es lo que ocurrió en marzo de 1312, cuando el rey Felipe de Francia, “el Hermoso”, forzó al pontífice Clemente V a disolver la Orden.
Ahora se ha visto, tras los análisis de múltiples estudiosos del fenómeno templario y el esoterismo o búsqueda de las verdades esenciales, que este templo de Santa Coloma de Albendiego fue sede de los Templarios. Y sus numerosos capiteles, cruces, ventanas y grabados son la expresión clara de una presencia que se concreta y clarifica.
Hoy día son muchos los que se acercan a este templo para admirar su secular oferta: la paz del entorno, la belleza del edificio, los mensajes misteriosos de sus óculos, de sus cruces, de sus capiteles. Durante mucho tiempo se pensó que eran expresiones de un cristianismo modelado por artífices y artistas mudéjares. Hoy se piensa, con mayor certeza, que todo ello fue planificado serenamente como un espacio de religión cristiana, ornado de elementos que nos hablan (que hablaban claramente a sus espectadores hace ocho siglos) de la esencia única de la Sabiduría: la unión de la Kábala judía, la mística sufí y el anhelo cristiano de encontrar en un Dios, o detrás de él, la fuerza universal del Saber, el rigor del Número, el poder de la Geometría.
Si la presencia de los Templarios por toda Europa está ahora, de nuevo, en el candelero de historiadores, curiosos y viajeros, la huella tangible y clara de esa Orden queda cada día más clara en Albendiego, esencia del templarismo medieval, capítulo curioso, antiguo, periclitado, pero siempre interesante, de la historia de nuestros antepasados.
Interpretación templaria y esotérica de las celosías de Albendiego
En 2012 concluyó su trabajo acerca de las huellas templarias en Guadalajara el estudioso del esoterismo medieval Angel Almazán de Gracia, a quien desde ahora hay que seguir en la interpretación iconográfica y el sentido esotérico de estos dibujos que siempre han levantado admiración puramente estética.
Piensa que la tarea de composición y talla de este conjunto simbólico se debe a dos talleres de canteros, uno cristiano y otro islámico, aportando cada uno “sus creencias religiosas exotéricas y sus conocimientos iniciáticos esotéricos”, conjugando tendencias diversas que, como no podía ser de otra manera, la síncresis medieval unificó y nos lo dio, siglos después, limpio de interpretaciones y magnífico de aspecto. Estas celosías vendrían a encarnar “toda una Mística de la Luz, de los Números y de la Geometría, que no sólo era patrimonio del esoterismo islámico sino también, con sus matices propios o adaptaciones correspondientes, del esoterismo cristiano y judío”. Para Almazán, el modelo del que arrancan estas complejas composiciones geométricas del ábside de Albendiego, es el mandala que construyó, por entonces, el murciano Ibn al Arabi, quien a través de su forma trataba de vivenciar sus experiencias espirituales. Asín Palacios, que estudió a fondo la obra del sufí andalusí, dice que “De cada uno de los infinitos puntos de la primera circunferencia, que tiene a Dios como centro, engéndranse infinitas circunferencias nuevas, secantes de la primera; y, en proceso ilimitado, otras y otras van naciendo de aquéllas, ocultando, a medida que se multiplican, el punto central de su origen, que es Dios, pero manifestándolo a la vez bajo el símbolo circular, como reflejo de su primera epifanía”. Esa intención de mostrar polígonos (estrellas, triángulos, sellos) incluidos en círculos, y que es la imagen que el espectador se lleva, es la esencia gráfica del proceso teológico de Ibn al Arabi y de muchos otros (Plotino antes, Proclo también, y mil más) para demostrar la unidad del Universo comprimida en figuras bien casadas. Por lo demás, insistir en la presencia repetida del número doce en estas figuras (múltiplo de tres, en todo caso, como el número de ventanales) y que se basa en los doce signos zodiacales, pilares según los sabios antiguos del Universo todo, por serlo entonces de la bóveda celeste por ellos conocida.