POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE LA GRANJA DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Crecen en lo más recóndito del jardín, acompañando a los bellos narcisos primaverales descuidados, aquellos que surgen entre las barbas de los rebollos y las acículas de algún que otro pino distraído. Escondidos durante buena parte del año, tienen por costumbre dar el estirón después del día de San José para, vencidos los fríos extemporáneos de alguna que otra primavera de alma inverniza, liberar sus florecillas blancas de seis pétalos acanalados en ese rosa que quiere ser casi morado o lila. Agrupados en colonias de poderosa presencia, ocupan los pradales que se acercan a la humedad constante ya sea de algún arroyuelo perdido camino del río padre o de esos pequeños lavajos que alguna tormenta pasada construyó y no hay manera de secar. Allí justo las salamandras y los tritones corretean su viscosa realidad entre los tallos enhiestos que quisieran llevar su inflorescencia hasta la copa de ese plátano enorme que confundió la raíz.
Siguiendo los pasos pausados y pesados del Sr. Bellette, suelo recibirlos esos primeros días de mayo cuando la blancura de una diminuta cima capta mi atención algún domingo de sol radiante y sutil humedad. Las cortezas de los robles se arrugan y los pinos estiran los ramones en un baile extraño, pero preñado de primavera sin par. Camino del campo de peonías que alberga Navalparaíso los solemos encontrar un tanto taimados por la poca atención. Ya me dirán quién en su sano juicio iba a gastar una mirada en la palidez intrascendente de los gamones del Real Sitio. A la vera del camino que sube al jolgorio rosáceo de las peonías, los gamones penan su sencillez entre el desánimo de no liberar admiración alguna y la esperanza de que algún paisano detenga su caminar para acariciar con dulce felicidad tan bellas y tranquilas flores.
A veces tiesos como palos, otras vencidos por algún que otro ventarrón serrano, los gamones formados en batallón de blancura verdosa desafían la mirada de quienes gastan un suspiro en todo lo que no sea deslumbrante, sino simplemente hermoso en su naturalidad. Un servidor, que de estos instantes de ínfima dedicación a la belleza singular anda sobrado, cumple cada año con su segundo de reverencia hacia las huestes de gamones que se atreven a romper la sencillez de las praderas ignoradas en el verdor profundo de la primavera montaraz.
Y, si normalmente uno puede encontrarlos por doquier en aislada inapetencia, suelo recorrer con mi Compadre su formación impertérrita en uno de los bosquetes que nace a la espalda del laberinto que René Carlier sacara del manual de Antoine Joseph Dezallier d’Argenville hace ya más de trescientos años. A medio camino entre la nueva Fuente Fría y el Bosquete de los Perros, languidece el referido bosquecillo junto a la cerca que nace de la puerta del Molinillo de Chocolate. Vigilados por una compañía de castaños imponentes, los gamones surgen entre la yerba medio seca, medio alta, para ofrecer una infantería inconmensurable en el horizonte de tenue verde apastelado que embellece aquellas zonas del jardín que nadie quiere visitar. Cimbreando su amada blancura por la brisa que la sierra regala en abril, la eterna juventud de los gamones de mayo nos felicita periódicamente por la deferencia de un amor que regalamos por igual a todo aquello que nos sorprende. Sin embargo, el tiempo que todo lo corrompe, acaba siempre por enturbiar la blancura grisácea de sus flores, haciendo que los gamones acaben por ser belleza inadvertida en un mar de incomprensión ignorante.
No tengo la menor duda de que su mera presencia pasa desapercibida cada explosión primaveral, del mismo modo que el su bello nombre puebla la indiferencia desconocida de una plétora de paisanos y visitantes. Y es que, no me negarán, el nombre tiene su aquel. Ya ven, a medio camino entre un gamo gigante y una rama descomunal con la voz tomada, el pobre concepto se pierde entre la maraña de palabras inapetentes en su dicción. Y no será porque se trate de un sonido ajeno al paisanaje. Que la Real Fábrica de Cristales y la Casa de los Infantes Antonio Pascual y Gabriel de Borbón y Sajonia lo llevan apellidado en los planos, del mismo modo que las calles del Barrio Bajo y esa avenida descomunal que flanquean los palacetes desde la puerta enrejada de José Esteban y la hermosa y grácil Puerta de la Reina. Las sempiternas varitas de San José travestidas en Gamones pueden verse escritas después del Joseph Díaz en los legajos custodiados del Archivo General de Palacio.
Nacido en este Real Sitio en algún momento de principios del XVIII, José Díaz Gamones, alumno que fuera de Juan de Villanueva, protagonizó la conformación urbanística final del Real Sitio que hoy admiramos y, como ocurre con las bellas flores homónimas, apenas recordamos ni siquiera cuando florece. Ya sea durante la celebración del Mercado Barroco del primer fin de semana junio o mientras las procesiones de Semana Santa recorren sus calles, el arquitecto Gamones pena su desconocimiento sin calle que lo recuerde, libro que lo honre ni vecino que lo mencione. Fíjense que ni en el palacio de Riofrío, finalizado en su inacabada esencia por este ilustremente desconocido compañero, encontrarán orgullosa referencia que nos haga recapacitar acerca de los hijos de este tierra. Escamado que anda siempre uno con esto del reconocimiento institucional, ya me gustaría ver placa alguna por las calles del Barrio Bajo que diera las gracias a semejante compadre de influencia descomunal en el éxito actual de una población sometida a un turismo feroz en lugar de a reinas desconocidas o santos inventados en iglesias ignotas.
Quisiera yo que los gamones de belleza reiterada y presencia inadvertida tuvieran el agasajo que merecen, reconocimiento justo y necesario para aquellos que, guardando el silencio de una existencia metódica, llenan el presente de un beneficio asumido por una multitud ignorante y vocinglera, reconocedora de la intrascendencia que sólo castiga la verdadera y honrada dedicación al común.