POR JOSÉ MARÍA SAN ROMÁN CUTANDA, CRONISTA OFICIAL DE LAYOS (TOLEDO).
Para un toledano de pro, el día del Corpus es aún más ilusionante que el día de Navidad. Solo el hecho de empezar a ver cómo se colocan los toldos, aproximadamente a finales de abril, es un acicate para las emociones. Toledo, poco a poco, se embellece y se acicala, como si se la mismísima doña Valle se tratase. Después de los toldos vienen las colgaduras, las lámparas, las guirnaldas, las flores y el tomillo. Una experiencia espiritual y colorida que emociona a los sentidos, y que, para algunos toledanos, como es mi caso, tiene como momento principal la procesión con el Santísimo por las calles de Toledo.
El recorrido se ve envuelto por música y por la narración de los canónigos que van acompañando espiritualmente la procesión. Trajes negros, mantillas, peinetas, mantos blancos y azules, rojos y verdes, seises, niños de comunión, pendones y estandartes, banderas y guiones. Todo un conjunto de un carácter tan sumamente singular que suscita los comentarios de la gente, de esos pacientes espectadores que miran la procesión no sin cierta sorpresa y que, llueva o haga un calor infernal, siempre está ahí, año tras año, cumpliendo con la tradición toledanísima. Algunos de los que procesionamos tenemos el orgullo de encabezar la comitiva de nuestras respectivas corporaciones portando el guión o banderín que las distingue e identifica. En mi caso, por ser el miembro más joven del Cabildo de la Hermandad Mozárabe de Toledo.
Además de una oportunidad para rezar, para meditar, para sentirse toledano, es un momento extraordinario para aprender. ¡No se imaginan lo que escucha un banderín! «¿Procesionar? ¿No se dice ‘desfilar’?», dijo una señora hablando con su marido en la calle Martín Gamero. Es muy interesante la diferencia del matiz. El que desfila, lo suele hacer o bien disfrazado o bien en algarabía festiva. Procesionar, sin embargo, es algo más profundo, que conlleva el proceso devocional de contemplar a personas que ‘rezan con los pies’, como los peregrinos, y que preceden al Santísimo o a alguna imagen devocional. Más adelante, un niño, cerca de Zocodover, se levantó de la silla corriendo para ir a dar un beso a su abuelo, que iba en la procesión. Rápidamente, la madre lo cogió de la mano para que no se perdiese. «¡Mamá, yo quiero ir como el abuelo!», le reprochaba a su madre. Y a mí se me escapó decirle: «señora, ¡tiene usted un toledanito en ciernes!». En Alfileritos, se me partió el corazón.
Un padre de relativa juventud, de unos sesenta y pocos años, estaba con un chico del que, por su comportamiento, pude intuir que era su hijo. Y le dijo: «solo podemos rezar para que descanse pronto». No pude seguir escuchando más porque la procesión continuaba, pero entendí que la esposa de ese devoto señor estaba en un trance de una sola dirección. Y, cómo no, tuvo que salir también el maleducado de turno. Cuando empezó a llover con más intensidad, yo iba girando por la plaza del Salvador hacia la Trinidad. Se me escapó en voz alta la expresión «justo ahora, ¡qué faena!». Y alguien, que lo escuchó, me contestó: «¿no queríais agua los cristianos? ¡pues tomad agua!».
Y, entre todas estas anécdotas, oraciones, cantos, comentarios históricos sobre la procesión y los intervinientes (algunos más acertados que otros, por cierto…) y, sobre todo, una devoción a Toledo y al Santísimo que debe desenvolverse día a día. Un banderín (o portaguión), como era mi caso, escucha muchas cosas. Pero todas ellas me llevan a una conclusión: la verdadera procesión empieza cuando la Custodia entra en la Catedral. El resto de tiempo, es solo un momento para recargar pilar y, sobre todo, para aprender.