POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Dice la Señora Ángela María Jort que hubo un campamento de soldados regulares bajo las secuoyas inmensas que asombran la cúpula de la Real Colegiata. Metidos entre las viejas ramas de un joven gigante americano, aquellos expatriados de todo tuvieron el infortunio de visitar este Paraíso cuando la sangre que emana de la locura cerril encerrada en una guerra tiñó los atardeceres perdidos en el puente de las Merinas y las alboradas de largo brillo acostados sobre la retama de profundo amarillo pastel que alumbra desde el puerto del Reventón. Metidos entre las ramas bajas del gran árbol rojo, los soldados traídos de vayan ustedes a saber qué cabila he de suponer que disfrutaron fugazmente de la sedosa humedad recogida entre las lacias hojas verdosas que la clavelina regala cuando no hay demasiada cañuela roja que desbrozar.
Terminada la batalla de La Granja con el repliegue de las tropas contendientes a sus posiciones de inicio sin nada que reseñar más allá de la catastrófica conclusión de tres mil quinientas bajas, tanto Domingo Moriones, al mando del frente republicano, como Enrique Varela, comandante de la División Ávila reforzada con un esqueje de aquí y unos legionarios de allá, tomaron la decisión de mantener sobre los puntos de partida a buena parte de la tropa replegada. Los soldados republicanos, a medio camino entre la milicia y lo supuestamente profesional, quedaron en las casuchas levantadas con piedra seca entre corrales, descansaderos y majadas benditas repletas de incómoda desmoralización.
Los sublevados, por su parte, metidos en cuarteles improvisados, llenaron de oficialidad la mayoría de las casas de veraneo del Barrio Alto y las de servicio del Barrio Bajo, haciendo que el verde apagado, el garbanzo desteñido y el azul Mahón desterraran el intenso fragor con que el bosque de Valsaín y la mata de San Ildefonso incendiaban el Real Sitio. Enrique Varela, el general dos veces laureado que tanto incomodara al dictador, tuvo a bien ocupar la hermosa casa que corona la bajada de la vieja calle de los Jardines, aquella que, hoy conocida como calle del Rey, albergara en los días de la fundación el taller de alhajas y camafeos de Isabel de Farnesio y, ya en el siglo XIX, los comercios estacionales abiertos sacados de la modorra con la aparición del monarca.
El resto de la tropa fue devolviendo a la vida todos aquellos cuarteles ideados para proteger la monarquía en tiempos de rebelión y rebelarse en tiempos de monarquía desprotegida. El de la Guardia de Corps, aún sin caer en el olvido miserable que putrefacta el patrimonio, recibió algún que otro batallón de infantería, a decir de Miguel Cantalejo; mientras que el regimiento de Arapiles, según mi Sr. Padre, terminó por acomodarse en el viejo cuartel de caballería todavía resiliente en la calle de los Baños.
Entiendo que los moros reclutados en los tabores de regulares de Melilla y Larache acabaron bajo los gigantes de la colegiata por pura conclusión práctica. ¿Qué mejor lugar para montar una jaima que la pradera del Medio Punto? Allí, a la sombra de una abadía cristiana bien acampanada, los moros de Franco tomaron los aledaños del palacio, haciendo el paraje más insólito si cabe.
Dice la Señora Ángela María Jort que, viendo la carestía inmunda que regalaba a la infancia aquella guerra miserable, los moros que vivían en las jaimas acostadas en la penumbra de la grandes secuoyas de La Granja empezaron a compartir su rancho exiguo con aquellos niños escuálidos de la gloriosa España invencible. En terrible fila de necesidad extrema, las criaturas que por allí asomaban recibían comida de esos tipos tan exóticos de piel oscura y sonrisa deslumbrante. Tocados con el rojo tarbuch, los moros alimentaban a aquella chiquillada que dudaba si atragantarse con los dulces envueltos en pegajosa miel o seguir absortos en la chichía colgante, los zaragüelles de color garbanzo, las vendas y fajas verdosas, la colorida chilaba o las curiosas alpargatas borceguíes de ese color crudo que nunca parece estar limpio del todo. Seguro que, perdido el miedo, primero, y el interés por la divergencia, al poco, se concentrarían en el alimento regalado, pasando a cavilar cómo saltarse la cola al día siguiente o tocar algún reintegro más en la próxima ocasión.
Y, viendo la sonrisa de doña Ángela María al recordar aquella comida caída de la jaima, uno no deja de preguntarse acerca de lo mucho que fluye el hoy entre ayeres inmisericordes y mañanas desmemoriados. Viendo el desprecio con el que se construye la realidad social en un acaso sin misericordia alguna; atendiendo a la fácil remisión de conclusiones acerca de lo que esté pasando en el país vecino del momento; resultando en verdades absolutas sobre el que viene y luego se va; el que camina en círculos buscando esa luz que no parece llegar nunca a iluminar verdad alguna; este que suscribe no consigue sacarse del recuerdo aquella fila de menesterosos párvulos alineados a la fresca en la calle de la Estebanilla a la espera de los moros.
Después de todo, queridos lectores, en la reflexión del pasado debería hallarse esa conciencia que nunca debimos perder, si es que alguna vez la tuvimos. Igual, digo yo, en la verdad de quien comparte lo que tiene, quizás habite un hálito de esperanza para esta sociedad mestiza de pura mezquindad, desmemoria y falta de compromiso con un alba preñado de ese pretérito perfecto que tan poco parecemos añorar.
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