Era pleno verano. Toda la semana había sido de buen tiempo, con días grandes y mucho sol, y la gente se había partido el espinazo en las labores propias de la hierba; primero, madrugar con la primera luz para segar aprovechando la fresca, después, con el sol encima, esparder, volver y levantar y, por último, al caer la tarde, hacer cucaxos, balagares, o envarar, o cargar el carru y llevarla hasta la tenada, según mejor procediera en cada caso.
La labor, por tanto, había sido dura, pero hoy era domingo, y, las buenas gentes de la zona de Fresnadiellu y La Faya decidieron tomarse un descanso y hacer la tarde fiesta. De modo que, después de comer, y con el ánimo bien dispuesto, los hombres (camisa blanca y pantalón de mahón azul marino) y las mujeres (luciendo blusas y faldas de variado colorido), se fueron acercando al castañeu donde estaba situada la bolera, para disfrutar con una tarde de diversión en torno al juego de los bolos.
El sol, allá en lo alto, calentaba lo suyo, pero las tupidas ramas de las castañales moderaban la temperatura, proporcionando, a la sombra, un ambiente agradable, de aire más fresco, en el que era posible concentrarse, y en esa penumbra gozosa tiraban los hombres la bola sobre los nueve bolos colocados en el castru, bien pa la mano, bien pal pulgar, según marcara el michi, y disfrutaba el resto, mujeres y niños inclusive, en un ambiente de franca camaradería.
El golpe amortiguado de la bola al caer desde lo alto en el suelo arenoso del castru, y el sonido restallante, a madera seca, al impactar contra uno o más bolos se mezclaban con el rumor de las conversaciones, y las risas y el bullicio de los allí reunidos, mientras, sobre este conjunto de sonidos pretendía imponer su voz, dando el resultado de la tirada, el hombre que estaba en el castru, el cual, tras cantar el tanteo, se agachaba para devolver la bola a la zona de tiru, y proceder, a continuación, a armar la bolera de nuevo, colocando en su sitio los bolos caídos, de modo que todos estuvieran en pie para el próximo lanzamiento.
Y así, entre canciones, y algazara, y algo de beber y de merienda, y el juego revoltoso e incansable de los rapacinos y rapacines, y el contento de los mozos y las mozas por verse, y hablarse, y estar en compañía, y la tolerante comprensión de las personas mayores, fueron transcurriendo, lentamente y en alegre armonía, las horas de la tarde, que bien sabemos que en el mes de julio suelen dar para mucho.
Pero, incluso en pleno verano, la noche termina por llegar, aunque sea más tarde, de modo que, cuando, poco a poco, la luz, con el sol ya escondido tras el horizonte, se fue apagando, y comenzó a atardecer, y la sombra azul que anunciaba la noche empezó a buscar cobijo bajo la enramada de les castañales, haciéndose cada vez más oscura, la gente, disfrutando por respirar el aire que ahora era un poquitín más fresco, y contenta por la buena tarde que habían pasado, fue abandonando poco a poco el lugar, rumbo a casa, para ocuparse, cada uno, de los quehaceres propios de la noche; los hombres, a la cuadra, a atender el ganáu, y las mujeres, a encender la cocina y calentar la cena.
Mientras el polvo que se había revuelto y levantado volvía a a posarse sobre las ramas y hojas de les castañales y el verde de la campera y la zona arenosa del castru, y volvía a reinar el silencio, y el cielo azul se iba llenando de estrellas, Nuestra Señora de las Angustias, recogidina en su humilde ermita, no podía ocultar su contento porque, en su entorno, a su lado, había comprobado que la gente que ella quería se había divertido noble y sanamente.
Entonces, la imagen santa, sin moverse un tris de su peana, sonrió discretamente. Y fue tan comedido su modo de hacerlo, y era tal la oscuridad que reinaba ya en el interior de la capilla, que, aunque alguien hubiera estado allí, situado mismamente ante ella, le habría resultado imposible percibir su sonrisa, incluso habiendo prestado la mayor atención.
Una de las niñas que disfrutaba jugando esa tarde era mi prima Elena Cueto Casquero, hija de mi tío-abuelo Valentín Cueto Espina. Ella fue la que me contó que, después de la guerra, había habido un castañeu junto a la capilla de Fresnadiellu, y en él una bolera. También me dijo que Enrique Caso, casi un rapaz a la sazón, cuando había partida de bolos, salía hacia la parte de Torazu volviendo con una caja de sidra al hombro, para venderla, por botellas, en la bolera, con el fin de conseguir un modesto margen de ganancia, mostrando ya, a edad tan temprana, un incipiente sentido comercial. A Elena, pues, que falleció en Oporto, va dedicada esta evocación, y a la memoria de mi amigo Enrique, que nos dejó primero, en la seguridad de que ambos la leerán en el cielo.