POR JUAN JOSÉ LAFORET HERNÁNDEZ, CRONISTA OFICIAL DE LAS PALMAS DE GRAN CANARIA (LAS PALMAS)
En medio de la niebla de cierta desmemoria, que resalta aún más el halo de tristeza que la envuelve, ha llegado la noticia del fallecimiento en Mallorca de gran artista grancanario Julio Viera. Él decidió vivir ‘pá fuera’, pero, ‘pá dentro’, para su fuero interno jamás abandonó sus oníricas islas, ni su íntimo paraíso sancristobaleño. Fue la intensidad de una irreprimible fuerza creadora, las enormes exigencias de un espíritu inquieto y curioso, el marchamo de un carácter casi indomable, lo que le llevó, muy pronto y en una época compleja y difícil de posguerra mundial, a abrir horizontes, a recorrer lugares de Europa y América que le ayudaran a encontrarse consigo mismo, a descubrirse en sus capacidades creadoras. Pero jamás abandonó su viaje interior, el que constantemente le llevaba, estuviera donde estuviera, por la geografía urbana de Vegueta y Triana, del Puerto de La Luz, por los senderos de una isla donde el surrealismo se rehace a cada instante en muchos de sus paisajes. Fruto de ello son grandes obras, únicas y elocuentes de un tiempo de la humanidad, como ‘El Cristo del Atlántico’, que se conserva en la pinacoteca del Vaticano.
Nunca he entendido, ni quiero saberlo, por qué quienes podían, quienes tenían capacidades para ello, no lo rescataron suficientemente para el parnaso artístico insular, donde, pese a todo, tiene un puesto relevante junto a los grandes artistas isleños del siglo XX. Más, si morir es renacer a una nueva vida, ahora tenemos la oportunidad de que Julio Viera se instale de nuevo, con toda la intensidad de su multifacética obra, en su isla natal. Al conocer la noticia de su fallecimiento he dirigido la mirada a su querido e inspirador ‘Castillo de San Cristóbal’, pues es el monumento que mejor le representa y le recuerda, tanto por lo que significó para él desde sus años infantiles, como por la presencia que tiene en su obra pictórica, o en alguna de sus canciones. No sé si sus restos deben ser trasladados a esta isla, para que descansen en ese ‘Panteón de Grancanarios Ilustres’ que es el jardín del cementerio de Vegueta, eso depende de otras muchas y diferentes voluntades, pero sí que su obra deberá tener aquí lugar destacado y al alcance del público, pues en ella vivirá para siempre entre los suyos, en la ciudad, y el barrio marinero, que le vio nacer un 8 de julio de 1934.
El primer recuerdo que tengo de Julio es en los años setenta, en una fecha que no recuerdo con exactitud, cuando me lo presentó en la plaza de San Antonio Abad el inolvidable profesor Manuel Lorenzo Reina, al que le unía no sólo una gran amistad, sino más de un proyecto e iniciativas de todo tipo, tanto aquí, como en Baleares. Nunca he olvidado aquel momento, lleno de anécdotas y expresiones, muy singulares entonces para mí, y que quién más habló fue el profesor Reina. Su figura un tanto daliniana, con un largo bastoncillo-pincel, que decía tener que usar con tinta de calamar, me ganó definitivamente. La plaza fundacional de la ciudad, ante la casa donde vivió la primera mujer pintora grancanaria, Pilar de Lugo, también fue desde entonces para mí fundamento de muchas de las singularidades de las gentes de esta ciudad. Luego, pasados unos doce años, le volví a encontrar en las calles de Palma de Mallorca, donde paseamos junto con otro gran amigo común, el poeta, escritor, profesor y cronista de Agaete Chano Sosa. Fueron unos años muy intensos en la capital balear, donde incluso tuve la oportunidad de intervenir en la presentación de una exposición suya, muy concurrida, se puede decir que estaba el «casi todo Palma», pero que tuvo un gran ausente, él mismo, que se disculpó por tener «compromisos ineludibles más relevantes». Una exposición donde la mayoría de sus cuadros ya tenían el punto rojo de venidos, pues su obra tenía gran aceptación y su marchante la colocaba incluso antes de abrir las puertas del evento. Sin embargo, al preguntarle yo por ello, pues no lo entendía bien, sólo me dijo «he decidido comprarme toda mi obra, pues el negocio está en la reventa». Sin duda, genio y figura indeclinable en todos y cada uno de los momentos de su vida. De lo que dije entonces no tengo nada, pues el original de mis palabras se lo entregué y no guardé copia alguna, pero si recuerdo que resalte algunos de los textos que le había dedicado otro gran e ineludible amigo suyo, el escritor Orlando Hernández Martín, a quien conoció con motivo de un festival pictórico-musical celebrado en el Casino de Teror en 1956. Juntos también hablamos de otro personaje que fue fundamental para ellos, el escritor Leandro Perdomo.
Julio Viera ha pasado a la eternidad, pero si en su vida, como en su novela ‘La resurrección del gato’ (1985), «todo puede resultar inverosímil y lógico a la misma vez», ahora en su nuevo camino de inmortalidad artística todo debe resultar tan racional, como sorprendente, para que él habite definitivamente entre sus isleños atlánticos.