Nuestro parque acogía entre su frondoso follaje a gentes de todas las edades. El andén que limitaba con la calle Emile Robin era el paseo por excelencia, paseo compartido por jóvenes y no tan jóvenes y que los domingos a medio día se llenaba de familias que iban a escuchar el concierto de la Banda de Música de Avilés, dirigida entonces por don Vicente Sánchez Benito, que desde el precioso kiosco metálico, con su techo recubierto por escamas de zinc, uno de los mejores de España en ese momento, nos obsequiaba con un «variado» concierto del que indefectiblemente formaban parte «El sitio de Zaragoza» y el intermedio de la zarzuela «La leyenda del beso» que luego hizo famoso el grupo Mocedades poniéndole letra en su canción «Amor de hombre».
Pero para la gente menuda el gran espacio era el paseo central. Con espacio suficiente para que unos jugaran a la pelota o a la pídola, otras a la comba o al corro, y todos juntos a la maza, que para eso nos venían de maravilla las farolas centrales. Y también, en aquella época en la que un tobogán se veía como cosa excepcional en alguna película extranjera, se utilizaban como toboganes las dos piezas curvadas que abrazan las escaleras de acceso al kiosco, con gran disgusto de Jesús, el guarda del parque, añoso él, que nunca logró atrapara ninguno de los infractores. Ese parque era nuestro mundo feliz, en el que nos sentíamos libres.
Y queda por recordar la parte más romántica del parque, la frontera al río Tuluergo, ya entonces oculto bajo la calle de la Muralla, donde había nacido el parque tras desecarse las marismas del Faraón, en donde estaba la glorieta de la fuente, no muy visitada porque resultaba sombría, y la rosaleda, protagonista de tantas fotos, pues en su entorno, en aquella época en la que poseer una cámara fotográfica estaba reservado para unos pocos, se ponían los fotógrafos de oficia y allí nos hacíamos la foto que cada año se enviaban a los abuelos, y ahí nos hizo Nobel una foto a mi madre a mi hermana y a mí el domingo de Pascua de 1962 para enviársela a nuestro padre que ya estaba en Sevilla.
Pero esta maravilla de parque perdió todo su encanto. La industria lo oscureció. Los vientos dominantes nos traían los humos de las baterías de cok, de los altos hornos, de la térmica. El aire era irrespirable.
Por eso cuando vuelvo a verlo ahora recuperado, cuando árboles y parterres muestran alegres su color verde, cuando vuelve a haber en el kiosco música, cuando la fuente y las demás estatuas de fundición francesas han vuelto a recuperar su belleza y las nuevas plantas de rosal empiezan a trepar por la rosaleda, miro a Pedro Menéndez y le pregunto ¿verdad que este vuelve a ser nuestro parque?
Y ahora precisamente, por las fiestas de San Agustín, recuerdo con especial cariño cuando de la mano de nuestro padres íbamos Elena y yo a la ría a ver los fuegos artificiales, atravesándolo; y cuando por las mismas fechas íbamos a la ría a la hora de marea alta para ver las que se llamaban «mareonas» de San Agustín, donde el agua quedaba ya casi a ras con el piso del muelle y apetecía seguir caminando sobre ella.