POR AGUSTÍN DE LAS HERAS MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE VALDEPIELAGOS (MADRID)
Hace más de cien años no nombrábamos a los fenómenos atmosféricos con nombres como Dana.
Esta semana, aquellos que se dedican a lo mismo que yo, han tenido que hacer frente a goteras, inundaciones, siniestros en general, coordinando medios y solucionando problemas a quienes han sufrido las inclemencias del tiempo. Los administradores de fincas eran una profesión desconocida.
Pero siempre ha llovido.
El año que terminaría la Gran Guerra, 1918, coincidiendo con las fiestas de San Isidro, en la capital, empezaron a aparecer casos de la mal llamada Gripe Española que inundó de muertes las calles de Madrid.No parece que en Valdepiélagos golpeara fuerte, según el libro de defunciones, por esta causa. Las muertes eran en número las que solía haber en aquellos tiempos. Pero por los pueblos de alrededor fue distinto.
Uno de nuestros familiares al que llamaban el Tío Pichola y, por tanto, de la familia, se apuntó de sepulturero en Torrelaguna donde la gripe pegaba con fuerza. El sueldo era de un real el jornal y dos el enterramiento. Aquel trabajo de Caronte sin barca debía ser tan duro que contaban que se bebía un litro de vino antes de empezar la jornada.
Algunos de nuestros mozos estaban a punto de entrar en quintas. Y nadie pensaba en el desastre que tres años después les haría morir a muchos en tierras africanas.
Y como si el paralelismo del péndulo de la historia buscara símiles parecidos un siglo después trayendo otra pandemia junto a Filomenas y Danas, se le unió un suceso atmosférico que marcó a nuestro pueblo.
El golpe no lo esperaba ni la misma Santa Bárbara y parecía reservado sólo a los vecinos de Valdepiélagos.
En esos días de final del verano, cuando el sol anochece antes y los días se van acortando, cuando el sol ya no golpea tajante y refresca por las tardes, nadie pudo predecir lo que se les venía encima.
Una tarde de septiembre, mi bisabuelo paseaba por el altozano de San Benito, llevaba la escopeta en bandolera, junto con la cincha de guarda y se acompañaba de una perra que rodeaba las espinosas ulagas escarbando y oliendo rastros de conejos y liebres.
Agustín miró aquel cielo que conocía hacía ya cuarenta años y lo que vio no le gustó nada. Desde El Molar, al otro lado del Jarama, se acercaba un manto gris, casi negro, de nubes cargadas de agua y relámpagos. Cuando el viento empezó a intentar moverle del sitio comprendió que la tormenta se venía encima.Subió a la casa del guarda del coto y avisó a su mujer. Guardaron gallinas y animales, escondieron todo lo que podía volar o mojarse, o ser estropeado por la tormenta.La perra estaba nerviosa. Las borricas y las mulas se movían alteradas como el barómetro de lo que barrunta peligro.
Cuando se encerraron en casa la nube más negra se situó un poco al sur de ellos, estaba justo encima de Valdepiélagos.
El viento dio paso a unas gotas gruesas de lluvia. Éstas arreciaron contra el suelo seco del verano haciendo cráteres en principio y luego encharcándolo todo. Los relámpagos se convirtieron en rayos que golpeaban la tierra. La luz del día desapareció haciéndose de noche. El manto de agua se volvió a hacer mucho más denso y se convirtió en granizo. El ruido llamaba las puertas y ventanas. La tierra no quería ya tanta agua. El tejado era un tablao de extraño flamenco buscando por donde hacerse gotera. Agustín maldecía mientras Ceferina rezaba. Eran los únicos habitantes en aquel coto y vieron asustados como un manto de bolas de hielo blanqueaban todo el suelo.
El infierno duró apenas media hora.La nube se fue para Mesones y el sol asomó por la vega dibujando la figura del Cerro de San Pedro en el horizonte. El guarda cogió la borrica y se acercó al pueblo. Ya no llovía. Pero el ambiente era frio por fuera y también por dentro.Al entrar en Valdepiélagos el escenario era dantesco. Las mujeres lloraban, los hombres maldecían mirando al cielo, las ancianas se santiguaban. Las calles estaban llenas de adobe, ladrillo y tejas que elviento había levantado de los tejados dejando casi todas las casas al descubierto.
Todos los vecinos tuvieron que ir al día siguiente a comprar tejas…