POR AGUSTÍN DE LAS HERAS MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE VALDEPIELAGOS (MADRID)
Debe ser que el camino árido y seco se transforma en montones de hojas caducas y se funde con el caminante. Dicen que mañana sábado, cuando queden diez minutos para las nueve, el sol se situará en el plano del ecuador terrestre y le pondrán de nombre equinoccio.
Una vez ya escribí en un libro olvidado que «Siempre me ha gustado la gama de colores que existe en los meses de otoño. Esa tonalidad que comparte el amarillo y el ocre de las hojas caducas con los verdes oscuros y claros de las hojas perennes está, en mi opinión, por encima de la mezcla de los verdes de la primavera…»
Y en esta época es cuando veo la dimensión del camino, el pequeño tamaño del caminante y la soledad del mismo.
Quizás sean los vientos de esta estación que adoro o los cielos grises por las nubes viajeras o quizás el pararse por el cansancio, observar lo banal de uno mismo y la necedad de los demás.
Cuando ves que en el camino sólo tu sombra te acompaña desde el principio te das cuenta que tus dudas, tus problemas, tus soledades, son avatares que te obligan a seguir. Y es en la inmensidad de donde te encuentras, porque así lo quiere el destino, donde sientes tu propia alma a la que no le ha quedado otra que ordenar a tu cuerpo que camine mientras la mente te decía que ya sabias el resultado de tu suerte.
Y es entonces cuando pienso lo bien que me habría venido algún confidente cuando existieron penas y cuya falta las convirtieron en surcos en esa mente castigada y en arrugas en mi piel caduca.
Sólo el que no ha tenido hermanos, o un padre o una madre o un amigo en esos momentos movedizos sabe de qué estoy hablando.
Me apetece leer a Coleridge o a Wordsworth o a Bécquer… será eso.