POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Vivimos un suspiro de sociedad donde todo tiene fecha de caducidad oculta. Sometidos a una constante observación inquisitorial, la vida transcurre entre el qué dirán y vayan ustedes a saber si aquello que una vez comenté pudiera empujarme hacia la obsolescencia. Prisionero que es uno de la contradicción permanente a la que nos sometió la mala gaita de Unamuno, esa misma que le persiguió hasta el día en que palmó sólo y mal acompañado, voy poco a poco perdiendo el temor a defraudar mis pensamientos con cierto temor a no ser yo mismo.
Cancelado por unos cuantos que no ven en mí a un historiador solvente, recorro archivos y textos escritos, manuscritos, impresos y declamados con la esperanza de que aquella duda misérrima que me empuja a seguir paso a tranco hacia un mañana igual de dudoso siga sometiéndome a no pocas cuitas pejigueras. Dicho en otra métrica, cada día me preocupa menos el presente y confió con escasa vehemencia en el mañana. Afortunadamente, el ayer sigue entre mis cejas atemorizando mis aprensiones hasta llevarme a una explosión controlada de ira furibunda y desahogada, puesto su foco en la insensata y absurda consecuencia de la conclusión a la que hayan podido llegar los mentecatos de turno. Supongo que esta semana toca el desatino que ha conducido a la cancelación de la Fuente de los Dos Caños.
Sita entre dos curvas cerradas de lo que una vez fuera el camino del puerto de Navacerrada, hoy romería de domingueros desocupados y ciclistas frustrados en una rampa imaginaria del Puy de Dôme, la vieja fuente de profundo pilón calcáreo y frontal plano de cornisa y volutas enmarcadas entre pilastras desvencijadas ha dejado de ofrecer remanso y agua, frescura y reposo en el hondo transitar por el vallejuelo del río Valsaín en su carrera hacía el Cambrones para constituir el Eresma, justo antes de vado donde pasaran los rebaños de churras y merinas en pos de su cordel. Allí establecida, presumía ante los caminantes sedientos de su amplia plazuela, suficiente para albergar a media docena de carreteros y sus caballerías, las consecuentes cargas de prístinas y brillantes latas, así como de aquellos automovilistas despistados y necesitados de la sangre del Valsaín para acallar el ronquido de radiadores exhaustos y motores quejumbrosos.
Llamábala mi Señor Padre, Don Sixto Juárez Marcos, la Fuente de los Morenos, por haberla acercado hasta la plazoleta el Moreno, mi abuelo, D. Agapito Juárez Hervás, en su viejo camioncillo Chevrolet matriculado en la capital con el número de registro 57717 hace más de un siglo. Y, aunque no recuerdo haberme regalado trago alguno del caño que fuera, sí me he sentido unido a su brocal ceniciento por aquel viejo recuerdo impuesto en mi memoria durante cientos de tardes a la búsqueda de níscalos descuidados y moras negras como los atardeceres del otoño en caída hacia el frío invernal.
Hoy, sometida a la ley seca del caño cerrado y el pilón agostado, nada se puede recuperar de aquel paraje condenado a soñar la escorrentía y pervertir la telaraña que cuelga de los caños desaparecidos. Perdida la esperanza de la pileta en los cañutos omitidos, siempre he supuesto que aquella fuente, como ocurriera con su prima de la Pradera de Navalhorno, caería en la memoria de algún pica pinos inane hasta el punto de que, pulsada la clavija que tocase, los borbotones de cristalina felicidad alegrarían con jovial estruendo el remanso que la Fuente de los Dos Caños ha venido entregando a quienes supimos apreciar tan recoleto paraje. Para nuestra desgracia, sometida la fuente a la condenada cultura de la cancelación, algún simple ingeniero desalmado ha tomado la peregrina decisión de encarcelar la plazuela con barrotes metálicos, dejando el futuro de tan espacioso lugar al albur de un desatino poco comprensible.
Encerrada la fuente en una cárcel sellada por los travesaños protectores de la carretera, no hay paisano capaz de alcanzar aquel espacio que, como algunas estaciones de metro perdidas en la oscuridad del desuso, ha quedado cancelado para la eternidad. Es probable que uno pueda acceder a la fuente remontando la vereda que sube desde el vado largo de la pesquería, pero no cree este humilde Cronista que tal circunstancia llegue a darse. Muerta la vieja Fuente de los Dos Caños, poco nos queda por hacer a quienes amamos el regato fresco y el claro del bosque más allá de lamentar nuestra pérdida y rogar para que semejantes cenutrios dotados de decisión no enfoquen su anestesia mental hacia otro paraje de agua y luz.
Y por más que me esfuerce en intentar comprender esas políticas de preservar el paso de vehículos frente al deleite que conlleva la paz entregada a la quietud de un zarpazo de vida manante, nunca llegaré a entender que se seque una fuente, mate un regato o cancele una cacera. Seguro estoy de que aquellas personas implicadas en tales pifias jamás llegaron a pasar sed en la cercanía del agua que corre; calor próximos al frío de una poza honda y queda; felicidad por el reflejo de un remolino que brilla entre destellos de sol prendado de hojas verdes, acículas enhiestas y ramas reviradas a la búsqueda de un remanso húmedo de pura y eterna alegría.
Seguro estoy, queridos lectores, de que nunca entenderán estos canceladores del pasado necesario lo importante que fue, que es tener el agua cerca. La vieja Fuente de los Dos Caños, como la escultural Fuente del Mar a la sombra de la piscifactoría muerta que alumbrara Mariano de la Paz Graells en el bosque del Parque y Jardín Real de San Ildefonso, al menos gritará con su silencio seco y encarcelado el sinsentido que llevó a cancelar un hilo de esperanza pura y quebradiza a la sombra de pinos silvestres y rebollos de Valsaín. Solo espero, acurrucado contra la pared raída de una pileta pulida, que algún día el agua devuelva la sensatez a todo el que haya perdido la prudente sed con que el bosque nos ha venido aleccionando durante milenios.