POR ANTONIO HERRERA CASADO, CRONISTA OFICIAL DE LA PROVINCIA DE GUADALAJARA.
De Albendiego a los Condemios, hay más o menos una legua de distancia. La misma, que desde los Condemios a Galve. Leguas que se hacen cortas cuando se las recorre andando cuando en la primavera busca uno la sombra acariciante, del pino y se sienta un rato sobre el milagro de la nueva hierba, resplandeciente de color, celosa de sus nieves invernales.
Va el caminante mirando avariciosamente el azul del cielo y el verde ceniciento y mate de los montes y pinares. Como un paño tenaz, el aire terso de las alturas saca brillo al cielo y recorta con cariño de arista la silueta de los manudos vecinos. La tierra, aún húmeda, sonríe callada. Algún jilguero da regates al viento sin demasiado entusiasmo. Todo es silencio y amartilleante presencia de una Naturaleza poderosa y sin límites.
Galve aparece desde un recodo del camino, en una pequeña y suave hondonada que parece la palma de una mano grande y verde, sin apenas arrugas. Todo el campo está surcado de vallizas grises, en aleteante indecisión, guardando una hierba que les ha nacido sin esperarlo. A la Derecha, unos páramos, enanos muestras sus desnudas frentes al solo, blancas y parduscas, como las frentes de esas aldeanas solteras que venden encajes de ganchillo en el fondo oscuro y triste de alguna tienda del pueblo. Pero encima está el sol y su gloriosa corte de nostalgias marinas.
Después del pueblo, sobre la roja ondulación de los tejados, se alza el castillo: como un guerrero medieval, toda la vestimenta, quebrada la espada, el casco oxidado y con alguna abolladura, recostado en lo alto de la colina, leyendo un Evangelio que predica esperanza en letras góticas. Parece como si aquí, en uno de los lugares más recónditos de España, lejos de cualquier parte, la levadura que Dios arrojó sobre el mundo en su primer día hubiera dado ese fruto, un poco roído por el tiempo, sí, pero inequívoca señal de que la historia de los hombres ha escrito aquí también su capítulo. Galve y su castillo, como un antiguo paisaje, nos mira seriamente, sin antipatía, con la profunda, reverente y llena de hidalguía mirada con que las cosas viejas y lejanas, en el tiempo y la distancia miran al que se acerca exhibiendo su rítmico latir de arterias, párpados y articulaciones.
El caminante cruza el pueblo deprisa y se detiene un momento ante la suave colina blanca y espumeante, para escuchar el silencio que tan majestuosamente predican las piedras bañadas, de historia. El cuadro se lo estropean unos pardales irrespetuosos que salen volando medio asustados medio, altaneros, de entre las ruinas.
La ascensión, qua ya pesa obre las cansadas piernas del caminante, se ve recompensada arriba por el milagro. Como introducidos en una “máquina del tiempo” a lo Wells, amanecemos en un nuevo siglo, en una edad inmaculada donde el aire sopla con más poesía y más acentuada firmeza. La planicie en que asienta el castillo de Galve pertenece al Siglo XV. Nadie podrá hacer cambiar esa edad. Allá arriba, el aire, el sol, el cielo y nuestros minutos medievales. No me interesa saber porqué. Ni quiero conocer el secreto de tan extraña parábola: es así, y me gusta.
El Patio y espacio de habitaciones para soldados y servidumbre, cocinas, y caballerizas son un montón de escombros. Pero el tiempo ha llevado a cabo su tarea de poetizarlo, poniendo sobre ella un suave y ondulado tapiz de hierba, que suena muy suave y ayuda al reencuentro del pasado. El murallón que da al pueblo está casi entero. Su extraordinario grosor ha resistido los siglos. No así los torreones de las esquinas, de los que apenas quedan los cimientos. En el centro justo de esta pared, se halla una estancia semicircular, cubierta con una bóveda semiesférica, que guarda incólume la atmósfera del siglo XV, con una luz grisácea cribada por las piedras, y coronada por unos escudos heráldicos que marcan el solar de los Estúñigas. El resto de los muros del castillo se sostienen por un milagro. A trechos llega hasta su altura original, a trechos baja al suelo. Pero el contorno de la fortaleza está intacto y sin confusión posible.
Queda, Por fin, el último reducto del castillo; cofre e incensario, cerebro formolado, adusta nostalgia: la torre del homenaje. Piensa el caminante que es, quizás, la más bella de todas las que en la provincia han aguantado la manaza del tiempo sin recurrir a la cirugía estética de las reconstrucciones, quedando, sus cuatro simétricas y altas paredes, sendas torretas esquineras se alzan sobre, repisas anilladas, en las que el escudo de la familia proclama su permanencia a los, cuatro puntos cardinales. En la portada de la torre se abre la puerta semicircular, hoy rebajada por los escombros que cubren el patio. Un boquete inmenso que se abre en la cara, nordeste empuja el aire y la luz al interior de la torre.
Aquí dentro es donde se oye mejor que nunca, el grito de auxilio que el tiempo ido nos lanza, agarrado aún a las vigas travesañas de los pisos, para que le salvemos. Aquí dentro es donde aún no ha muerto la Edad Media. Donde su poderosa vitalidad, dejada a su suerte, ha resistido incomprensiblemente, y nos llama, nos llama a gritos, para salvarla.
Las ventanas conservan aún sus bancos laterales donde las damas se sentaban a coser y los poetas dejaban correr sus miradas sobre las sierras cercanas, blancamente estremecidas por la nieve, verdemente acariciadas por los pinos. En el primer piso, en la gran estancia señorial, una gran chimenea para ahuyentar, sólo ligeramente, al invierno inmisericorde de la región. Dos pisos más se elevaban sobre este primero, culminando la torre en una cúpula plana, una terraza a la que se llegaba por escalera de mano a través de las cuatro torrecillas esquineras desde las que se dominaría una distancia sorprendente.
El caminante se queda sobre la hierba del patio del castillo, sin pensar en nada ¿para qué? La historia echó su discurso; los siglos dieron su patada. ¿Qué otra cosa puede hacer un caminante, sino tumbarse en el suelo, cerrar los ojos, y soñar?