POR JUAN JOSÉ LAFORET HERNÁNDEZ, CRONISTA OFICIAL DE LAS PALMAS DE GRAN CANARIA (LAS PALMAS)
legan esos días en los que siempre se solían pedir «los finados» (o «finaos», que es voz popular con la que se enuncia en muy distintos lugares), aquellas golosinas, a modo de donativo simpático, que recibían los niños y jóvenes en las casas de su vecindario, higos pasados, nueces, castañas asadas o almendras, aunque los de nuestros días se inclinan más por las llamadas «chuches» o las afamadas chocolatinas. Días en los que las familias, grupos de vecinos o amistades cercanas, se juntaban para «celebrar los finados», «reunencias» donde se bebía anís, vino rancio o algunos otros licores subidos de grado, acompañado por «huesos de santo» y otros dulces, todo ello, en un ambiente de «festiva francachela, cuentecillos chistosos y alegres bromas», como recordaba Domingo J. Navarro, en la que siglos atrás se consideraba «la última fiesta del año». «Noche de Difuntos», en la que el ambiente se cargaba de tradiciones, de usos y costumbres que hoy han tomado otro rumbo. Incluso las propias.
Sin embargo, a la par de los usos tradicionales en esa noche de finados y difuntos, la costumbre más significativa, la que más arraigo inexcusable parece tener, la que se tiene por hábito de siglos, es la de visitar los camposantos, para «arreglar» tumbas y nichos y hermosearlos con flores, y antes con velas y otras luminarias.
Mas este uso no es tan antiguo como se cree, quizá sólo después de la tercera década del siglo XIX. Y es que los espacios protagonistas de ello, los cementerios tal como los conocemos en la actualidad, no aparecen hasta ese momento, como es el caso del de Vegueta, el primero de todos, que fue inaugurado apresuradamente para acoger el enorme número de cadáveres que se acumulaban por toda la ciudad, en medio de una espantosa epidemia de «vómito negro» (o «fiebre amarilla») que se dio en el verano de 1811, y que ha sido considerada como una verdadera catástrofe demográfica en las islas. Una epidemia que también impuso la apertura de otros cementerios y fosas comunes en distintas localidades insulares.
En siglos anteriores los enterramientos tuvieron otros lugares, otras disposiciones y otras costumbres mortuorias, lo que de seguro condicionaba y moldeaba los usos y costumbres de los primeros tiempos de las celebraciones de difuntos o finados. El lugar principal era el de los templos, en su interior y en su entorno, lo que se conocía como «el sagrado». Visto así, y a tenor de lo que recogen crónicas y documentos, en el primigenio «Real de Las Palmas» los enterramientos se darían en la vieja ermita de San Antonio Abad y la plaza que le precedía, donde Néstor Álamo decía que incluso estaba enterrada la cabeza de Doramas, tras ser expuesta durante varios días clavada en una pica. Aunque Abreu Galindo afirma en su obra que el cadáver de Doramas fue enterrado «encima de las montañas», en el lugar donde falleció, rodeada la tumba con un cercado y con una cruz que, según él, seguía allí en la época en que escribió su obra, a finales del siglo XVI o comienzos del XVII.
Luego el primer edificio catedralicio acogería enterramientos, al igual que el cementerio, a modo de fosa común, que tenía el antiguo Hospital de San Martín en la Plazoleta de Los Álamos. Poco a poco aparecerían otros templos, adjuntos a conventos como el de San Agustín o el de Santo Domingo, que también ampararon enterramientos, como podemos observar aún en la actualidad en el segundo de ellos, donde son numerosas las lápidas sepulcrales.
Y no olvidemos los conventos de clausura, como el que se levantaba donde hoy se encuentra la manzana veguetera de El Museo Canario, el de San Ildefonso, de las Bernardas Descalzas -fundado en 1643-, que tenía cementerio propio donde daban cristiana sepultura a las religiosas que allí fallecían. O el «carnero» -o «fosa común», aunque en el medioevo así se denominaba este tipo de enterramiento colectivo-, que se abrió y fue de gran uso y utilidad durante siglos en la trasera de Santo Domingo, y que ya a finales del siglo XIX, cuando apareció un nuevo barrio en aquellas inmediaciones, se convirtió en topónimo que hoy ha desaparecido. Domingo Doreste Fray Lesco lo recordaba en una de sus crónicas, al mencionar como Anita Carvajal «vivió en el barrio del Carnero, aledaño a la Parroquia de Santo Domingo, donde trasciende el olor de incienso y llegan las notas del órgano».
Si hasta finales del siglo XVIII la costumbre había sido la de enterrar a los muertos en el interior de las iglesias, el aumento demográfico y, en consecuencia, un índice creciente de fallecidos, los avances en medicina y las mejoras higiénicas que promovía la cultura ilustrada, junto con el resultado pavoroso de algunas epidemias, hicieron que el ambiente en esos templos se hiciera inaguantable, al tiempo que foco de enfermedades.
Lo acontecido en la guipuzcoana iglesia de la Villa de Pasages, cercana a San Sebastián, tras una fuerte epidemia en 1787, que obligó incluso a quitar el techo para que el hedor y los gases salieran hacia arriba, fue el detonante de la Real Cédula dictada por Carlos III 1787, que prohibía las inhumaciones en los templos y obligaba a construir cementerios bien acondicionados y fuera de las poblaciones, y que refrendaba una anterior dispuesta tres años antes.
Sin embargo, la apertura de estos nuevos espacios funerarios tuvo mucha oposición y problemas, pues aún pesaban mucho las ideas religiosas de entonces, así como los usos y costumbres de siglos.
En la capital grancanaria tendrían que pasar mas de veinticinco años, hasta 1811, para que se abriera un primer cementerio, y que se hizo sólo por el drama de la devastadora epidemia de «fiebre amarilla», que comenzó en agosto de aquel año en el barrio de Triana.
Estos eran los espacios donde encontrarse cada 2 de noviembre con los difuntos, con aquellos «finados» de los tres primeros siglos de historia de Las Palmas de Gran Canaria, con ritos, con costumbres, con tradiciones que comenzarían a trastocarse a lo largo del s. XIX con la aparición progresiva de los diferentes cementerios de la ciudad, unos proyectos que no se culminaron hasta la mitad del s. XX.
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