LAS REZADORAS DE FORTUNA EN EL CEREMONIAL DE LA MUERTE.
Nov 21 2023

POR FULGENCIO SAURA MIRA, CRONISTA OFICIAL DE FORTUNA Y ALCANTARILLA (MURCIA)

Noviembre  es el mes de las animas benditas, momento de silencio en que el hombre reflexiona sobre el más allá y se abren las cancelas de los cementerios, es el momento de recordar a los que nos han precedido. Nos lo evocan  los días 1 y 2 del mes, de Todos los Santos y Difuntos, que la liturgia cristiana proclama a través de Bonifacio IV en el siglo VIII, junto a Gregorio IV  en sustitución de la versión pagana de Adriano  Del Panteón romano, momento en el que se rememora a los santos mártires, que Odilón fraile de la Orden de S. Benito constata en toda la iglesia. Este tiempo coincide con el  ciclo agrícola  de final de  la recogida de la cosecha y del ganado trashumante., que se une a los rituales de las distintas culturas en  relación con la muerte a través de costumbres de culto a los muertos, que conforma un ámbito peculiar en torno al modo de enterramiento, acompañamiento, luto familiar, construcción de panteones y otros pormenores que se siguen realizando en nuestros pueblos más apartados, aunque  estos usos van desapareciendo lentamente.

En Fortuna no hace mucho se desarrollaba en sus pedanías ciertas formas de sentir la muerte de un familiar, como de asistir al fallecido, junto con  el enterramiento y el alboroque  entre los amigos y fallecidos  del difunto. Nos referimos a unos núcleos apartados de la villa de Caprés y la Garapacha en una geografía adusta  entre cañadas y montes que reflejan un paisaje áspero no exento de magia. Nos referimos a la presencia de las rezadoras, mujeres que acudían a las casas de los fallecidos, contratadas previamente, que se mantenían toda la noche rezando  por sus almas  en una expresión costumbrista muy interesante y que  acaso tengan diferencias con las que, en otros lugares realizaban este oficio de acompañar a los familiares en tan vidriosos momentos ejerciendo otras actividades. En todo caso estaban siempre dispuestas a ejercer su admirable labor, no exenta en ocasiones de cierta abulia;  lo que, de otro lado no deja de tener su sentido, acaso, eso sí,  a cambio de una escueta soldada.

 La presencia de la muerte como tránsito mantiene una versión que integra una serie de ritos que se desarrollan en  estos  pueblos con cierta semejanza, que significa una manera de  sentimiento profundo universal, como el hecho  de asistir todos los vecinos a la casa del recién muerto, todos salvo excepciones  y se tenían que llevar sus sillas para pernoctar toda la noche. Pues a mitad de la misma se daba una pequeña pitanza, el “ banquete”, refrigerio a base de pescado nada más. Se procedía al entierro bajando el cadáver en un carro  por los enrevesados caminos  hasta la iglesia de Fortuna donde le esperaba el cura; que a veces era tan dificultoso llevar a cabo esta faena por expertos, que el cadáver se veía en ocasiones  por los suelos pedregosos y  con el susto correspondiente de sus familiares, que al  final  lograban llevarlo al templo. Tras el enterramiento se daba una comida sobria, que cada vez iba en desuso, lo que corroboran los vecinos más viejos del lugar.

No se han perdido ciertas tradiciones relacionadas con el luto durante  tres años en las mujeres que dejaban de confeccionar dulces en días navideños, ni hacer matanzas de cerdos, como  habían de cerrar las ventanas o poner las fotografías al revés, bajar cortinas durante el luto, ni siquiera  utilizar objetos de bronce.. Como se sigue en estos pueblos  la tradición de  la noche de difuntos encender lámparas de aceite mientras se espera la llegada de las ánimas, a las que se les prepara la cama y la cocina, cosa que se mantiene en la huerta murciana junto a una gastronomía  relativa a las “ gachas de difuntos  de santos”, huesos de santo, sin despreciar la dulcería del arrope y calabazate que se expende en puestos  singulares junto a las castañeras que se encuentran en las esquinas de los pueblos, forjando una  viñeta tan entrañable como costumbrista en este mes de recuerdos y sabores .Ya  el mismo   Frazer  en su extensa obra antropológica que sintetiza en  la  “Rama Dorada”,  da significado a unas  tradiciones de los pueblos en orden al culto de la muerte  profundizando en ello haciéndolo coincidir con el ciclo agrícola  señalando un mosaico de formas tan ricas como diferentes del sentir humano de enfrentarse  a la muerte desde el primitivo al actual, con las secuencias de una civilización que hace periclitar sus viejas costumbres.

La muerte es un suceso necesario, el final de la vida, y como tal se acepta y respeta desde la afectividad de unas normas sustentadas por la sociedad; es el derecho a la muerte que de otro lado ahorma de un complejo  vivencial asentado en expresiones religiosas que se conectan con el más allá, de gran intensidad en el hombre primitivo. Con el cristianismo se delimitan los conceptos en evitación de simulacros paganos que destruyen el auténtico significado del último momento: la muerte es un tránsito hacia el reino verdadero prometido por Cristo. Solo que anida en el ser humano un complejo de afecciones a veces de ardua interpretación que desmenuza la complejidad del mismo que intenta dar respuesta a lo que escapa a su entendimiento. Solo desde este aspecto cabe interpretar la serie de ritos que la sociedad forja en relación a temas tan importantes como el nacimiento, matrimonio, y la muerte , como otras expresiones para el logro de la salud, muy en relación con las sanadoras a las que  hemos prestado atención en otros momentos . Y es interesante escuchar la voz señera de los pueblos para aprender de su legado, costumbres que siguen y forman parte de su cultura etnográfica.

En este significado Fortuna posee un patrimonio amplio  en materia de rituales relacionado con la muerte, lo que se advera en la versión del pueblo llano de los presagios como señales de funesta captación, cosa que como ha sido estudiado por un equipo capitaneado por Gregorio García Herrero  se mantiene en Caprés, lugar de la villa que se caracteriza por su singular atractivo de tierra  ancestral donde crece el esparto y se llenan de cicatrices enigmáticas la cima de la sierra de Mesa, donde, al parecer todavía se encuentran signos de misteriosas culturas. En efecto, en nuestros viajes por esta zona  delirante, a la que tanto nos hemos referido, damos con versiones de los más ancianos  de estos presentimientos sobre todo en época de noviembre, que es la que el antropólogo delimita como apropiada para las fantasías, a la vez que conjunción íntima con la presencia de las almas de los difuntos.

 Pues que no son otros que percibir ruidos en el mismo hogar como una comunicación del alma que peregrina, sentir “apretamientos en el cuerpo”, o escuchar  el ladrido de los perros lejanos y  de lechuzas, cuando no se advertía por personas videntes, quizás de más enjundia como las que este cronista pudo conocer en sus  andanzas por los campos de Abanilla, cierta trabajadora de la pedanía del Cantón que acertaba en sus versiones y hasta tuvo que emigrar a otros lares.  Y es que en conversaciones con la gente del lugar tan mágico, no es extraño que alguien sostenga detalles de estos presagios que tuvieron efectos desagradables ante el fallecimiento de un pariente, lo que sostenemos y confirmamos de encuentros con familiares de la Garapacha, aldea tan rica en paisajes como profunda en sus creencias de este estilo que vienen a confirmar la necesidad del hombre por dar solución a sus problemas, intentar retener el espíritu de una realidad que siempre agoniza. Por eso el presagio se ve como un sentimiento de final, algo que se intuye como signo de desesperanza. Sobre todo si lo cuentan los labradores de los pueblos apartados del Noroeste mezclados con las hecatombes de las nevadas que ocultan las sombras de sus noches, y donde el más leve lamento, ruido, simulacro  estremecía a la gente, que no son  de menos calado los que el hombre de Caprés refiere en sus expresiones más íntimas. 

  Impacto, en este sentido han tenido las mujeres rezadoras, en torno a cinco, que  ponían velas alrededor del difunto, a mas de rezar varias “ coronas”, rosarios  que hacía “ bien al muerto”. Se contrataban a la sazón para esta ceremonia, antes de  llevar  a cabo el traslado del cadáver a  Fortuna, cosa difícil por el trayecto, que según me decía algún testigo, daba razones para evitarlo a no ser por el ánimo del vecino por seguir sus tradiciones. A este respecto se procedía a elegir cuatro  hombres de la aldea  para “  llevar  la caja” que se ejecutaba por medio de asas respectivas, pues al llegar a la casa del difunto  y como se advera por testimonios de estudiosos, se introducía el cadáver descalzo en el féretro con un plato de sal en el vientre. El tema de la sal  posee un significado, se dice  que “tiene gracia” y es un  modo de  remediar males, sirviendo de  contención de la descomposición del fallecido  durante el velatorio y evitación de contagios. Había que estudiar a fondo la situación  del fallecido  con el más allá, donde en culturas incipientes tan solo se enfrentaba a episodios infernales, sin más, frente a los remedios que las religiones aducen para su salvación. Es curioso que en Caprés concretamente estas actuaciones diverjan, a veces de las costumbres de la población  según advertimos en a algunos conversaciones con gente  mayor. 

 Luego estaba la peregrinación del catafalco al pueblo  con la dificultad que suponía y la presencia del cura y los monaguillos que presidían el cortejo llevando el féretro hasta la iglesia, para lo que se utilizaban  tres mesas  que se ponían a lo largo  del camino  para descanso de los portadores, eran tres exclusivamente las mesas sobre las que  descansaba el  ataúd en alusión a las caídas de Cristo en su ruta al Calvario.  Se dejaban, para mayor misterio en las encrucijadas de calles que marcaban distintas rutas, y ello mantiene, lo entendemos así, una razón de inquietud  ante la presencia de varios caminos a elegir, que se puede entender como huida incierta a zonas  del otro lado de la vida. Una encrucijada  presenta siempre una  manifiesta duda en la elección de caminos cuando no se tiene claridad  que sucede en distintas ocasiones a D. Quijote en su diverso periplo para “desfacer entuertos” y hacer bien a viudas y la buena gente que a su paso encuentra, por lo que había de resolver de inmediato  para atender su cometido. Cada encrucijada supone un misterio, una aventura, que en el caso de la muerte es  de silencio. 

Tras este ritual  tan interesante se procedía a la llevada  del falleció al cementerio equidistante y la despedida, que según investigación tan solo se llevaba a cabo  por los varones  familiares del difunto  sin intervención de las mujeres,  que permanecían en “ la orilla” del camino como expectantes( prueba acaso de cierto machismo imperante en el momento).   

Desde luego vista la manera de los vecinos de Caprés de ejercer el rito de la muerte nos  hace pensar en los rasgos singulares de esta pedanía apartada de Fortuna, quizás la  más ancestral y mistérica, según  se constata por nuestros viajes  al  lugar  y comprobado por los más ancianos y en otros actos como la forma del velatorio y el acto de llevar  flores a sus difuntos. No era extraño que en ese instante los familiares arrojen  un poco de    tierra a los sepulcros uniéndolo a los  rezos  de despedida

 Precisamente en esta época de noviembre tan reseñada por los etnógrafos se vive todavía en Fortuna con singular unción en una conmovedora comunicación con los fallecidos, ello desde el mismo hogar en el que ponen las célebres “ mariposas” ,  recordatorio de las almas  de quienes se elevan al cielo abandonando, por razones naturales, las  alegrías y tristezas  de este mundo, valle de lágrimas. 

Otra cosa y según se nos refiere, eran las comidas rituales tras dejar al fallecido en la soledad del cementerio, por aquello “ “¡ Qué solos se quedan los muertos!” , una vez que el sepulturero  los entierra con su piqueta, siempre al hombro.  Y estaba bien visto que las mujeres llevasen pescado en el tan inusual banquete o alboroque, tan utilizado en la huerta,  acompañándolo lo con vino y aguardiente, por aquello del vivo al bollo y el muerto al hoyo.

 Hoy se incrementa la tradición de llevar flores a las tumbas de los familiares como forma de  mantener un dialogo con el ser querido que hace un mes, días, años, queda, con su fotografía puesta en la lápida, en el cubículo de la eternidad. Pero siempre encontrará el familiar, el viudo , el hijo y el amigo  un instante para volver al cementerio, y en la soledad del alma rezarle una plegaria sin necesidad de contratar a la vieja “ rezadora”.

FUENTE: EL CRONISTA

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