POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Decía el Maestro Claudio Sánchez Albornoz que, al otro lado del Duero, en lo que denominaba la Extremadura, existió durante varios siglos un vacío demográfico o, lo que viene a ser lo mismo, una despoblación palmaria que convertía aquel rico y afortunado país en tierra de nadie. Terco como era en la defensa de sus posiciones historiográficas, no se conoce argumento que diera escrito o hablado contrario a tal establecimiento pertinaz. Para aquel viejo historiador que llegó a ser presidente de la República en el exilio, maestro de generaciones interminables de historiadores y nacionalistas castellanos, desde Ávila hasta Soria, pasando por el paraíso segoviano, la campiña castellana regada por parte de los afluentes del Duero y alguno confundido del Tajo campó a sus anchas sin poblamiento estable ni sociedad humana que aprovechara semejante y solitaria abundancia.
Con el paso de los años y la inexistencia de algún Maestro atronador en defensa de postulado tan controvertido, los simples mortales lectores de fuentes primarias hemos ido socavando aquel argumentario que dejaba mi querida Segovia en manos de distraídos gatos monteses, delicados linces de bigotes enhiestos persiguiendo liebres por los altos páramos de la Piedad y jabalíes hozando entre la mugre que acumula el tiempo perdido en los bajíos que putrefacta el arroyo Clamores cuando se acerca al alcázar en su peñasco. Difícil era comprender, por cierto, que semejante fortaleza de pose imposible pudiera haber quedado perdida al abandono de un siglo de desinterés por el tesoro que todo aquello ha venido albergando los últimos milenios. También era posible que el Maestro Sánchez Albornoz entendiera el vacío demográfico y la tierra de nadie desde un punto de vista norteño, cristiano y paleto, no concibiéndose esa tierra como ocupada hasta que la repoblara Raimundo de Borgoña, yerno franchute de Alfonso VI de León y Castilla. Es probable, digo, que aquella tierra de nadie fuera de todos y generara una multitud de asentamientos mestizos, donde proliferaron un sinfín de paisanos llamados pardos por lo oscuro de su tez envuelta en una voluntad inquebrantable que habría de recorrer medio mundo, como bien entendemos los historiadores en este presente cambiante.
El caso es que esa idea de tierra de nadie esbozada por el que fuera gran Maestro de todo medievalista que se precie de ello ha venido rebotando en nuestra mente segoviana durante más de un siglo, haciéndonos creer que tamaña insensatez pudiera existir. La tierra, el más importante de los bienes que pudiera acumular el ser humano en su eterna ficción dominante de un presente que nunca responde a las expectativas, ha sido y será lo más preciado que se pueda arrogar uno. Si nos metemos en este Real Sitio en el que tengo la suerte de vivir, no me cabe la menor duda de que de nadie hubo y habrá nada, por mucho que alguno se esfuerce en demostrar lo contrario.
Sin ir más lejos, me contaban hace apenas unos días mis amigos del senado conformado en sanedrín sobre la mesa que Javier Herrero dispone al fondo del Restaurante La Fragua que hubo unos cuantos vecinos y allegados empeñados en sustentar la idea esa de la tierra de nadie en beneficio propio. Asentados sus casetones en la explanada donde termina el Real Sitio, justo en la frontera de término con Madrid constitutiva del puerto de Navacerrada, los Chaquetinas, los Navacerrada y otros paisanos decidieron que aquel espacio conformaba una república independiente. En tales condiciones, estos ilustres chalanes llevaban a cabo sus transacciones económicas con la horda de turistas madrileños que se reunía allí arriba cada vez que nevaba, hacía sol, era festivo o lo que fuera que permitiera escapar de la cárcel urbana en que se había convertido la otrora bellísima capital del reino. Cesada la explotación del espacio por Patrimonio Nacional y cedida su gestión a Patrimonio del Estado, empezó a ser responsabilidad del Ayuntamiento del Real Sitio la normalización del uso de aquella bicoca. Como ya estarán pensando, poco les importaba a los explotadores de los casetones que gestionara el Ayuntamiento, Patrimonio del Estado o la madre del perro: ellos seguían con la venta de suvenires, regalos, equipamiento para la práctica de lo que fuera y, principalmente, chorizos y morcillas, chuletas y pepitos de ternera, por mucho que bramaran Pepe Arias desde su venta y el dueño del Pasadoiro, tan guerrero en la defensa de su negocio como aquellos de su furtivo privilegio. El ayuntamiento de Félix Montes Jort, entonces alcalde de estos Reales Sitios, trató de apaciguar la zona, ya metida en constantes trifulcas entre depositarios de derechos legales y ocupadores del espacio público derivado de la tierra de nadie. El entonces secretario, nuestro añorado Gregorio Gozalo Minguela, ordenó que se impusiera en aquel lugar un par de señales donde se explicara con claridad la prohibición de hacer venta ambulante, lo que fue respondido por los feriantes irregulares con la conversión de aquellos signos en estupendas bandejas para servir los chorizos asados a los madrileños ignorantes de la naturaleza ferruginosa de tamaños estaribeles. No quedó otra, queridos lectores, que sacar de allí los casetones y distribuirlos por la Pradera del Hospital de la Granja de San Ildefonso, frontón de Valsaín o puerto de Cotos, de modo que esos rebeldes guardianes de la tierra de nadie llevaran su pretensión a otro lugar.
El espacio en litigio, convertido en aparcamiento, no ha tenido mejor suerte, siendo imposible su explotación económica por el Ayuntamiento del Real Sitio por más que se hayan empeñado en ello hasta tres alcaldías. Entre la negativa de la Comunidad de Madrid a servir flujo eléctrico a la zona y el empeño casi patriarcal sobre el puerto de los municipios colindantes de Cercedilla, Cerceda y Navacerrada, la explanada más sureña y elevada del Real Sitio sigue siendo tierra de nadie, beneficio de gorrillas ilegales disfrazados de funcionarios madrileños gestionando terrenos de Castilla y León empeñados en cobrar el aparcamiento a los madrileños incautos e ignorantes que por allí asoman.
He de suponer que, a lo largo y ancho de este santo País, innumerables espacios de todos siguen sufriendo esta lacra y que no es particular de este Paraíso. Sin duda, la idea de que la tierra es de nadie debe ser una consecuencia de la mala definición de lo que, en realidad, constituye patrimonio de una comunidad. Quizás, en ese sentido, el Maestro Claudio Sánchez Albornoz siempre tuvo razón: sólo cuando una comunidad entiende la necesidad de compartir los recursos, de respetar las normas de las que se han dotado, de integrar a quienes allí viven, de sumarse cada uno al sentido del “todos”; sólo en ese momento, creo yo, la tierra dejará de ser de nadie para ser nuestra por siempre jamás.