POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Por más que se intente olvidar el pasado, siempre quedan cicatrices. Ser consciente de ellas y mostrarlas es el primer paso para afrontar el presente con garantías de que habrá un futuro esperanzador.
ARTÍCULO:
Sé que lo más prudente es ocultarlas. Dejarlas bajo una nebulosa de indiferencia que nos permita seguir viviendo como si tal cosa. Después de todo, pasado un tiempo prudencial, casi nadie pregunta por ello. Que si una operación, aquella pelea en la infancia, una noche demasiado oscura, la cadena de la bicicleta y las malditas pantorrillas al aire, Luisdo empujándome cuando manipulaba aquella hoz en el chalé de Josito, el clavo ese del tablón que no vi cuando quería atizar a Pepe con ello… Y un sinfín más de excusas con que justificar la marca de por vida con que decoramos accidentalmente una parte de nuestro cuerpo. Algunas veces, tergiversadores que somos por naturaleza, se nos ocurre mostrar a los estudiantes con orgullo la sutura de la peritonitis que casi nos remite al camposanto transmutada en cornada brutal y desapasionada regalada por un morlaco aterrorizado en frenética escapada por las calles de Pamplona… ¿O fue en Cuéllar? ¿en Nava de la Asunción? Seguro que alguna vez en Arrabal de Portillo, donde los toros corren cuesta abajo sin sentido o en Peñafiel, regados por un vino santo que ya lo hubiera querido aquel cura atolondrado que se escabullía delante del toro agarrándose la sotana entre brincos circenses muy poco sandungueros.
Ya sea metiendo a los jóvenes el argumento que no dominan o como punto de conversación cuando la vida de uno es tan triste que ni para eso alcanza, las cicatrices se trasladan de nuestro cuerpo a la mente con viajes acomodados por el momento en que nos toque vislumbrar un pasado que, sinceramente, no parece ya existir. Precisamente por eso, las condenadas y dolorosas marcas que adornan nuestro ser acaban siendo permanentes, por mucho que nos esforcemos en hacerlas desaparecer, ya que, después de todo, ¿qué es un cuerpo sin cicatrices?
Y metidos entre pieles corridas sin sensación de vida y zurullos arrebujados con puntos en cruceta infame, la piel muerta y sobada que recuerda la agresión intempestiva no deja de gritarnos un pasado presente con cada roce involuntario. Supongo que es el precio a tanta exposición que nos deja marcados de por vida y, quizás por ello, no debamos esforzarnos en postergar. Que en la memoria de todo lo malo y pasado se encuentra el hálito de esperanza con que habremos de afrontar el mañana. Así entiendo yo esa fea, negra, turbadora y alargada cicatriz que dejó el fuego sobre la loma que desciende desde el alto de los Poyales, a la altura de los espartales donde nace un jovial y arrebolado arroyo Morete. Ennegrecidas las raíces de los piornales consumidos, robles carbonizados y lozanos pinatos de antaño recto y estriado astil, la cicatriz terrible que el fuego impone a todo lo que vive nunca debe ser olvidada y menos aún sometida a ese recauchutado incomprensible de plantación sistémica con cultivos vergonzantes para los que una vez conocieron el bosque libre de explotación. Helechos y rebollos, piornos, jabinos y pinos renacidos se encargarán por sí mismos de reordenar aquella cicatriz, manifestando en colorida juventud el bisturí blasfemo de la sombra que siempre acompaña al ser humano.
Entiendo que, en ese sentido, Patrimonio Nacional decidiera ocultar aquella marca irresoluta dejada por el general Franco en el parque y jardín del palacio de San Ildefonso. Cansado aquel dictador de alabanza y boato, tomó la esclarecedora decisión de entrar a los jardines por la sureña puerta de Bartolomé Cossío, vecina de la monumental fuente donde aún se baña desnuda la diosa Diana por muchos hielos que regale el Guadarrama en su insensato transitar. Desde aquel portón hasta el mar de los jardines, hogar de la que fuera primera piscifactoría española, aquel patrimonio recién renombrado nacional asfaltó los terrosos bulevares de las calles de Valsaín y la Medianería, no fuera a encallarse el coche de aquella excelencia venida a menos por algún que otro barro serrano. Muerto el dictador y perdida la función de aquella pista de inveterada y permanente afrenta al conjunto monumental donde trató de integrarse durante más de medio siglo, este patrimonio nacional ha tratado de echar literalmente tierra sobre la llaga que una vez empleara el general para llegar hasta la pesca que, como el resto del país, esperaba cautiva para solazar los ratos muertos de un héroe impostado.
Devuelto el terruño a los frondosos paseos, ya nadie se pregunta el porqué de ese camino panzudo o del pulido adoquín; si la curva extraña que dibuja la vereda ancha que engarza esas dos calles esconde algo que no debemos recordar o si esa línea de hayas recién paridas debería acurrucar alguno de esos castaños avistados ya por el hacha del caporal. Hordas de turistas embelesados por ese aroma a libertad que claman los cedros en flor, las tuyas acostadas sobre el arcén y los arrayanes enamorados de los negros tejos, primos éstos de no pocos bojes ancestrales; caminando aquellos como sonámbulos por la arteria terrosa, descuidan el pasado que clama desde el fondo de aquella cicatriz irredenta, deseosa de contar su historia, no sea que, entre tanto papanatismo descerebrado, volvamos a tener que asfaltar sobre el asfalto.
Amante que es uno de un pasado veraz, me pregunto, queridos lectores, para qué habrán de servir tantas cicatrices consumadas en un pasado reciente de incierto porvenir. ¿Seremos capaces de erradicarlo todo, dejando que la imaginación de un mañana falaz nos explique una pasado alternativo? Después de todo, digo yo, las cicatrices nos hacen humanos, sobre todo. El dolor que ese pasado aterrador ha dejado en nuestra piel, esa que tanto nos duele cuando de recordar se trata, no debe ser, bajo ningún concepto, metido a reposar entre tierra arrastrada y yerbajos de inculta raigambre. Saber que el general Franco asfaltó las donosas avenidas del parque real de San Ildefonso para no embarrar su Rolls Royce Phantom IV ha de enseñarnos el talante personal de aquel señor y el desamor con que esta nación ha venido tratando al patrimonio natural, histórico y artístico durante los últimos eones.
Mantengamos, por tanto, todas y cada una de nuestras cicatrices, ya que, en los dolorosos pliegues que las constituyen, habremos de hallar la respuesta a este presente de olvido en que nos empujamos a vivir.