POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
“Don Phellipe, por la gracia de Dios, Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sizilias, de Jerusalem, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algeçira, de Gibraltar, de las yslas de Canaria, de las Yndias Orientales y Occidentales, Yslas y tierra firme del mar Océano; Archiduque de Austria, Duque de Borgoña, de Brabante y Milán; conde de Aspurg, de Flandes, de Tirol y Barzelona; señor de Vizcaya y de Molina, et cétera”.
Así, en estos términos protocolarios empieza el decreto de abdicación de Felipe V, revisado y firmado en el palacio de San Ildefonso a tres siglos vista, el 10 de enero de 1724. Cumplidos los cuarenta años y habiendo dejado una prole más que suficiente para garantizar la estabilidad de la nueva dinastía en el trono español, Felipe V, primero de los Borbón, daba este trascendental paso a un lado que abría el reinado de su primogénito, el príncipe de Asturias, Luis de Borbón y Saboya, quién no sería rey Luis I hasta la recepción del decreto cinco días más tarde, el 15 de enero de 1724. Siendo algo tan singular y extemporáneo, no resultaba extraño a la monarquía española.
En efecto, entre el 25 y el 28 de octubre de 1555, el que había sido Rey de Romanos y monarca español durante casi cuarenta tomó la decisión de apartarse de los tronos que tanto sufrimiento habían provocado. Fracasado su proyecto de monarquía universal católica, Carlos I había sido incapaz de mantener la unidad de la religión traducida en una territorialidad enmascarada en al creencia que acabó por llevarse su juventud, la creencia de una única fe y los recursos castellanos, tanto peninsulares como americanos, dando inicio a la desertización del centro peninsular cuyas consecuencias aún padecemos. Dejando en el trono imperial a su hermano pequeño, Fernando, quien hubo de esperar tres años para que los acostumbrados sobornos sirvieran para ser aceptado por los electores, la Monarquía Hispánica nacida de la unión dinástica de Aragón y Castilla, cayó en manos de su hijo primero, Felipe, constructor real de lo que se debería llamar primer Estado Moderno.
A diferencia de aquel, Felipe V tomó la decisión sin haber sido superado por las circunstancias y sin que el proyecto de monarquía planificado por su ya fallecido abuelo, Luis XIV, hubiese tomado cuerpo en España. Si bien es cierto que el plan maestro no era cosa suya y que había asumido concesiones a los tradicionales competidores y enemigos de los intereses patrios en los tratados de Utrecht y Rastatt de 1713 y 1714, la abdicación sobrevenida hace tres siglos ya pareció una decisión más que sensata, atendiendo a las características personales del propio rey. Sin embargo, la juventud y falta de madurez del heredero y la edad no muy avanzada del abdicador hacen dudar de las razones obvias, a decir de algunos, que empujaron a Felipe V al abandono de la corona española. Si se atiende al tenor propio del decreto de abdicación, se puede apreciar de dónde proviene el tradicional argumento del descanso y retiro merecido por un rey que había padecido la mayor parte de su reinado en una guerra internacional para estabilizar las cuatro patas de su trono:
“Sea notorio a todos los presentes, ausentes y futuros como allándome ya en edad de 40 años y padezido en los 23 de mi reynado las penalidades, guerras, enfermedades y trabajos que son manifiestos, he debido a la Divina Piedad que haviéndome asistido en ellos misericordiosamente, me haia dado al mismo tiempo un verdadero desengaño de lo que es el mundo y sus vanidades y deseando no malograr este conozimiento considerando que no acaso ha querido la Divina Misiericordia favorezerme con tan duplicada subcesión de hijos varones que sido servido darme y que espero conserbará y considerando también que mi hijo primogénito, Don Luis, se allá jurado Príncipe de estos reynos en la maior edad con juizio, prendas y capacidad bastantes para poder regir y governar esta monarquía y los reynos de que se compone, he resuelto, después de un maduro y dilatado examen, y de haverlo bien pensado de acuerdo consentimiento y de conformidad con la reyna, mui cara y mi amada esposa, retirarme de la pesada cruz del gobierno de esta monarchía para pensar más libre y desembarazado de otros cuidados, solo en la muerte, el tiempo o los días que me restasen de vida a fin de solizitar el asegurar mi salvazión y adquirir otro mejor y más permanente reyno”.
En buena lógica, pensar que Felipe V había acabado harto del ejercicio del poder con todas las tribulaciones sufridas parece haber sido asumido durante generaciones. La construcción de un nuevo palacio y la constitución de un Real Sitio asociado resulta más que conveniente. Ahora bien, la visita hacia 1722 de Luis de Rouvray, duque de Saint-Simon al citado Real Sitio en construcción altera ciertamente el tradicional relato del hombre agotado en busca del descanso y la paz del retiro. En efecto, Saint-Simon se acercó a Valsaín, residencia temporal de Felipe V y su corte, para comunicar al monarca español la negativa del consejo real francés de considerarlo como alternativa al trono de Francia. Tras la muerte del abuelo Luis XIV en 1715, instigador de toda esta trama francesa en el trono español, la posiblidad de retornar a Francia como rey no era baladí para Felipe V. De hecho, su propio padre, el Gran Delfín Luis de Francia, había fallecido cuatro años antes que Luis XIV y su hermano mayor, conocido como el Pequeño Delfín, había hecho lo propio en 1712, diñándola junto con su esposa, la princesa María Adelaida de Saboya, y su hijo mayor y heredero, Luis, Duque de Bretaña, infectados en una cruenta epidemia de sarampión que, por lo visto, se llevó por delante hasta dos herederos al trono de Francia. Tan solo había sobrevivido el sobrino pequeño de Felipe V, Luis de Anjou, quien habría de ocupar el trono de Francia como Luis XV. Curioso caso aquel del hermano de Felipe V, por cierto, empeñado en tener un hijo que le sobreviviera llamado Luis como su padre y abuelo al precio que fuera.
En consecuencia, el sarampión había regalado una oportunidad estupenda y real a Felipe V de asaltar el solio francés. Puede que por esa razón decidiera despedir aquella noche en Valsaín a Saint-Simon con cajas destempladas, obligándole a marchar a Segovia en busca de alojamiento para él y su reducido séquito. El rey español, por su parte, ocupaba por aquel entonces el ala principal del palacio de Valsaín, cuya estructura principal estaba perfectamente preparada tras la restauración llevada a cabo una vez pudo asentarse en el Real Sitio. Nada más que se observa la estampa que nos regaló Martín Rico a finales del siglo XIX de aquel maravilloso espacio regio construido por Gaspar de Vega y un ejército de maestros de obras inspirados en el estilo borgoñón a mediados del siglo XVI sobre la casona que había ordenado levantar Enrique III de Castilla en el XIV.
Atendiendo a lo que las fuentes primarias de la historia explican y no al relato que cuenta la imposibilidad manifiesta de gobernar Francia por parte de Felipe V tras la firma de los tratados que acabaron en 1714 con la Guerra de Sucesión, el rey de España se encontró con la oportunidad de cumplir con un sueño de juventud. Su sobrino, el tercer Luis que pariera María Adelaida de Saboya, tenía pinta de joven enfermizo y poco fiable, dado el ejemplo de su familia ante la enfermedad. No se sabe si por voluntad propia o acompañado por su segunda esposa, Isabel de Farnesio, un plan rector para acometer semejante objetivo fue llevado a cabo a partir de aquella visita de Saint-Simon.
En primer lugar, se realizaron alianzas paralelas con los hijos apropiados y poder tener así entretejida una alianza imperecedera. Siendo la voluntad del jovencísimo rey domeñada por el regente de Francia, el Duque de Orleans, Felipe II Carlos, el proyecto secreto desvelado por la documentación preservada en los archivos públicos contaba con casar al primogénito español, Príncipe de Asturias y futuro rey de España, Luis de Borbón y Saboya, con la hija de aquel regente, Luisa Isabel de Orleans. Ese matrimonio entre los desdichados Luis y Luisa garanti,zaba una alianza con la regencia de Francia que, llegado el momento en que aquel niño coronado perdiera el pie por su quejumbrosa salud, empujara de un salto a Felipe V hacia el trono de Versalles. Por otra parte, quizás garantizando un plan alternativo si, por mala fortuna, faltase por un casual desafortunado el regente de Francia, entregaron en matrimonio a la infanta María Ana Victoria de Borbón y Farnesio, hija del segundo matrimonio de Felipe V con el niño rey de Francia, Luis XV, lo que, por otra parte, implicaba en la intriga política a la reina parmesana.
Obviamente, este plan medido empezó a irse al traste con el fallecimiento del padre de la joven esposa de Luis I, el duque Felipe de Orleans, en diciembre de 1723, y ocupar su lugar un nuevo regente in pectore, el primer ministro Luis Enrique de Borbón-Condé, duque de Borbón. Éste, enemigo declarado de los Orleans, echó por tierra el plan anterior, rechazando a la hija de Felipe V e Isabel de Farnesio como consorte de Luis XV por ser demasiado joven. Por más que se esforzara el Mariscal René de Froulay de Tessé, embajador francés en España, en el mantenimiento de la traza general del plan secreto de los reyes españoles, a decir de la correspondencia privada conservada en el Archivo Histórico Nacional, todo acabó cayendo por su propio peso. Al rechazo de la infanta María Ana Victoria como reina de Francia, situación insólita y ofensiva para la casa real española, hubo que sumar la inadaptación de la reina española de la casa de Orleans, Luisa Isabel, incapaz de asumir la estricta etiqueta de la corte española impuesta durante el siglo XVII por los últimos Austria. De escándalo superfluo en arrebato de rebeldía propia de una casi quinceañera desconectada de la regencia de Francia, el comportamiento inasumible de la joven reina hizo que planeara otra devolución entre ambos reinos. A ello habría que sumar, ya para empeorar aún más el asunto, que Luis I enfermara de viruelas complicadas con tabardillo en agosto de 1724, apenas ocho meses después de haber puesto sus posaderas sobre el trono de España alojado más en el palacio del Buen Retiro que en el extinto alcázar de Madrid.
Muerto Luis I el 31 de agosto de ese mismo año, una semana después de su decimoséptimo cumpleaños, el partido político que constituía los intereses de Isabel de Farnesio y Felipe V no tuvo más remedio que asumir de nuevo el trono, no sin antes haber hecho firmar el decreto correspondiente el moribundo vástago, cerrando un viaje de ida y vuelta de dolorosas consecuencias para el equilibrio mental de aquel francés que, queriendo haber llegado a ser rey de Francia, terminó siéndolo dos veces de España y, lo que es todavía más grave, perdido dentro de una sima oscura de depresión hasta llegar a ser uno de los monarcas más insanos en ejercicio de la historia europea.
Después de todo, como habría dicho el general Carl von Clausewitz, los planes son perfectos hasta que se ponen en práctica.