POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Es tan profundo y gutural que suele detener el caminar del Sr. Bellette. Justo en la cárcava que forma al pasar el primero de los puentes de ladrillo que viven más allá de la fuente del Gurugú, el agua se encajona contra las raíces expuestas de un joven pino sentenciado. Arrancando la roja arcilla de un sedimento aplastado por milenios de deposición, el arroyo sin nombre asusta con su clamor hasta al más pintado. Mi Compadre, ya con poco miedo para atesorar, contempla el trasiego de una masa ingente de agua que no parece tener fin ni principio. Despechada y furiosa, la avenida gorgotea contra un roble asustado que trata de asir una raíz a la junta del camino, ya casi en la caída hacia el rastrillo. Allí, abierto el portillo en bostezo descomunal, un vómito voraz se desploma contra el cauce que asoma en la base de la cuesta descarnada que te ha de llevar hasta la deliciosa fuente de la Plata. Esta, al igual que sus hermanas, la fuente del Pino y la que una vez hubo en el Cebo, muestran un chorro tremebundo asomando por su caño reluciente y pulido de tanta agua como ha regalado en los últimos siglos. Ya no se acuerda del miserable hilillo que entrega al caminante en el estío, ni el azufroso y metálico mejunje que saca por su minúscula boca los meses otoñales de seco transitar. Llegado el deshielo anticipado, caño y bocacha, meandro y roquedal, puente viejo y pasadera, gozan de un pertinaz regalo que habrá de atemorizar a mi amigo segoviano que tuvo a bien nacer en Los Ángeles.
Y es que, una vez libera la montaña el agua que ha de alimentar escorrentía y arroyuelo, corriente y riachuelo indómito por endemoniado vallejo, todo tendrá que acabar en los bajíos segovianos, donde hace casi medio milenio hubo de forjarse moneda en cuño y matriz en el fuego atemporal de una fragua segoviana. Entonces, sometida la riada a un sinfín de demoras, el agua llegaba presto y decidido, pero no brutal por la desaparición de una retahíla de paisanos decididos a explotar ese oro que viene prestando durante milenios el murallón del Guadarrama.
Dice Miguel Ángel Cajigal que el desdén sufrido por el patrimonio es sangrante. Glenn Murray lamenta día tras año ese mismo penar. El agua sale del bosque virginal y, castigando el desuso y la desidia, escarmienta siempre al final. Hubo un tiempo en que el propio Jardín del Rey consumía celemines sin descanso, dejando tieso el regato sin nombre. Primero sacado el río en ría y ésta en acequia, las aguas cantarinas que metían el Carneros y el Morete acababan por alimentar la orangerie que una vez tuviera Felipe V muy cerca del plantel y el huerto grande. Borbotones de agua prístina calmaban la sed de naranjos de la China, castaños gallegos, ciruelos segovianos, perales escondidos y bellas campanillas de dondiegos de noche metidos en platabandas recortadas al bies por algún jardinero encorvado.
Años más tarde, abierta la puerta del mar, Mariano de la Paz Graells criaba peces según hacían los franceses que tanto enseñan y tan poco aprehendemos. Aquella piscifactoría luchaba con parterre y bancal, jardín, flor y plantón por secar las ansias de un riachuelo empeñado en anegar una ciudad. En eterna cascada de alevines juguetones, aquella piscifactoría habitada por miles de chiquillos moteados sacaba la furia del afluente para domeñar un tanto de reverberación y que el bramido no tronara entre los cedros del parque.
Las fuentes monumentales que levantaran Thierry y Frémin, Pitué, Dumadre y Bousseau, hambrientas de agua que pulverizar, llenaban sus estanques y vasos, no fuera a ser que alguien quisiera ver correr a Neptuno en su góndola, a Diana desnuda bañada en la cueva gélida o una plétora de gañanes medio rana, medio mentecato, castigados por no saber que la alcurnia del menesteroso constriñe la libertad del campesino misérrimo.
Más allá del rastrillo, un bosque subterráneo de avenidas trastabilladas conducía la fuerza formidable de una fiera fornida hacia la maquinaria entregada por John Dowling y su sobrino, Demetrio Crow, al vidrio ingenuo parido entre el tremor del crisol de rojo vivo y la caña hueca de un francés nacido en Italia cuando venía de la Praga alemana para venerar a Juan Nepomuceno en una diminuta capilla a la sombra del estanco real.
Más allá del vidrio templado, de la flor de aroma sin par, del árbol recto y la trucha huidiza; lejos de la fuente donde apacigua la sed el gabarrero y brilla la cara de un dios venido a menos; justo allí, donde el arroyuelo muere en el viejo río Valsaín y se junta con el Cambrones, un océano sin par acomete la caída hacia Segovia dando miedo al que no entiende lo mucho que el no hacer termina por provocar. Y es que, antes de que el Valsaín llegara a la Cambrones, el río daba de comer a la perrera de Carlos III, a los peces, palenque y rancho de Santa Cecilia; cayendo por el puente de las Merinas, bebían sus espumas las borregas del quejigal, las ovejas de la quinta Pellejeros y todos los paisanos de Palazuelos. Norias y batanes, martinetes y caladeros sacaban la pasión a un río enamorado de la montaña y necesitado de paisanos que consumieran su pasión. Atizado por el flanco con la chorranca del Ciguiñuela, el Eresma se iba deshaciendo en caldo para el grueso ganado, fuerza para el recóndito pañero y empuje para el astuto monedero. Ingenio arriba, ingenio abajo, salía el río sin espuma, abrazando el alcázar segoviano como novia en tornaboda y doncel en pentecostés.
Pasado el tiempo y, con él, la sensatez del segoviano, el agua ya no tiene qué le arrulle. Cae sin medida para todo aquello abrumar: la finca del pardillo y el monumento de quien nada sabe del ayer. Año tras día, mes tras lustro, la sierra alimenta una bestia de la que ya nada sacamos, más allá de unas reservas que nada habrán de alimentar, ni mazo de martinete, ni clava majadera, ni muela junto al hogar. Seco el cedro y caído el romeral, nada parece ya importar. Al menos, en estos días de crecida, volvamos un tanto la vista atrás. Salvemos el patrimonio, el vestigio y el jardín, el oficio y el mañana singular; que el bramido del arroyo sin nombre no hará otra cosa que crecer y medrar, hasta que nada más escuchemos que el repiqueteo de la roca sobre un seco, podrido y ahusado bañal.