POR AGUSTÍN DE LAS HERAS MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE VALDEPIELAGOS (MADRID)
En aquellos años de los 70, salíamos a la calle todos en fila, clase por clase, las niñas y los niños separados en grupos.
Aún soportábamos el alejamiento por sexos, no sólo en las clases, sino también en el patio. Unas celadoras vigilaban la línea imaginaría que dividía el recreo. No hacía falta un muro de Berlín para tal menester. Las niñas llevaban un uniforme azul claro y un lacito de color que las diferenciaba por clases. Así que, cualquier imberbe que se aventurara al lado que no era suyo, con su jersey azul marino de punto y pana gris en los pantalones, era detectado por la celadora que en principio te advertía, luego te gritaba y si eras insistente, te llevaba con la oreja asida a su mano a la presencia del señor director. Eso era muy grave. Porque a los capones que te podían dar en el proceso se le sumaba los que recibías de tu padre cuando era informado. Eran otros tiempos. Tiempos de profesores de no menos de sesenta años que nos hacía andar derechos y cantar canciones de su pasado, que nos calentaban la mano con una regla y la cara, en casos extremos y no tan extremos.
Pues bien, salíamos por la calle Pio Baroja hacia El Retiro. Pasábamos junto a lo que es hoy día la Casa de Cantabria y girando a la derecha en Menéndez Pelayo entrábamos en la Iglesia del Hospital del Niño Jesús. Una vez dentro, hasta el pasillo central nos dividía. Los profesores vigilaban y las collejas volaban invocando el silencio.
Algunas elegidas cercanas a octavo entonaban el salmo cincuenta “lava del todo mi delito, limpia mi pecado…” en un canto dirigido por una maestra de aquellos años.
Tras la misa, acontecía lo esperado. No sé si con ceniza del Domingo de Ramos del año anterior o bien con cenizas de las que nadie quería preguntar, bendecidas, nos dibujaban la señal de la cruz en nuestras jóvenes cabezas o bien nos la dejaban caer haciendo un oasis gris en nuestro pelo.
Luego regresábamos sobre nuestros pasos, con la ceniza en nuestra testa, no habiendo nadie que se atreviera a sacudírsela. (…)
Aún después de comer había alguno que presumía de su adorno, sin saber ninguno claramente su significado.
Yo antes de regresar a casa y antes que mi padre, el elegido por la gracia de su dios, me viera, procuraba no mostrar señal de la mañana, para no tener líos y sermones mientras comía.
Años después, mi padre dio un paso más allá y me prohibió que fuera a esos eventos religiosos que no eran los suyos. Y desde la ventana de una clase vacía, como en una celda olvidada, veía a mis compañeros realizar el rito de aquel paseo mientras a mí me era negado. Ser hereje en la época de la transición y con aquellos profesores tenía su mérito, no os creáis.
Aunque casi ya llegando a los últimos cursos de aquella EGB, yo, el sacrílego, me atreví a dar un paso de rebeldía y elegí estudiar religión y catecismo sin que mi padre lo supiera. Al fin y al cabo, con los años, la madurez individual te haría elegir por ti mismo.
Pues hoy miércoles recuerdo aquel rito en las calles de Madrid. Algo que ninguno de nosotros creo supo comprender en aquellos tiempos pero que la vida nos enseñó después a base de zancadillas. Por un lado, que somos carne caduca y por otro, que el camino no es sino una penitencia con final.
La moira Átropos, con sus tijeras, ha cortado los hilos de muchas vidas que me acompañaron en aquel patio, enseñándome una lección que algunos aún no habéis aprendido. Por mucho que os engañéis, sois mortales.