POR CARMEN RUIZ-TILVE, CRONISTA OFICIAL DE OVIEDO
La palabra barrio, así, sola, suena a despectivo, y no hay razón para ello. En Oviedo hay muchos barrios, buena parte de ellos antiguos, y todos andan ahora remozados, crecidos y con sus señas de identidad borradas.
Así ocurre en la Argañosa, que hace cien años no era más que una docena de casas en las que vivían 135 vecinos. La transformación y crecimiento le vino cuando se instaló por allí el depósito de máquinas del ferrocarril, que aumentó mucho la población de la zona con un nuevo vecindario de ferroviarios, en un mundo laboral estratificado, en el que los reyes eran los maquinistas y había fogoneros, factores, revisores, guardagujas y más.
La Argañosa fue barrio crecido alrededor del tren, pues debía su medio principal de vida al ferrocarril e incluso era cruzado por vías que llevaban a Trubia, a un paso de las que llevaban a la Meseta, es decir, al mundo.
Las máquinas, con su inconfundible pitido, anunciaban a las mujeres la hora bruja de las doce de la mañana, cuando acercaban las cestas a los padres y maridos que recogían la tartera de potaje que partía la jornada. En la Argañosa, que era una calle infinita que acercaba a San Claudio, había, en general, casas bajas o de planta y piso, frecuentemente con patio atrás y a veces con talleres; talleres de aquellos que llenaban la ciudad y de los que ya no queda nada. En los años treinta se edificaron casas mayores y mejores, salidas ya de manos de arquitectos y algunas de ellas quedan, generalmente remendadas y ampliadas, perdido su carácter. Entre unas cosas y otras el barrio perdió completamente su personalidad, sus bares y sidrerías y la vía del tranvía, que tenía parada en La Pastora y bajaba hasta San Antonio de la Florida.
Después de la guerra había escuelas particulares por allí y la academia de Mateo Llana, donde los chavales se preparaban para trabajar en oficinas, precursores de los miles de economistas que ahora pueblan el mundo. Había un comercio suficiente de mañana y por la tarde, las que podían, bajaban hasta «Oviedo» a comer un pastel con café, en un tiempo de los años cincuenta en el que la guerra ya quedaba lejos y parecía que el mundo sonreía, cuando la calle de Uría, tentadora, entre vidrio y latón, ofrecía todo su glamour de tejidos catalanes y zapatos de Menorca.
De todo aquello apenas queda nada. Ni las casas, ni los vecinos, ni los puentes, uno por encima del tren de la Meseta, donde estuvo muchos años la trinchera y otro que comunicaba con Ramiro I, camino de los monumentos del Naranco.
Con el barrio crecido y multiplicado, llega ahora un puente nuevo, que acercará Las Campas y La Florida, donde las vacas que pacían tranquilas cedieron su espacio a los pisos de diseño.
Fuente: http://www.lne.es/