POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
No es el origen de uno reseñable mientras no se trate de alimentar un nacionalismo enfermizo. Ahora bien, olvidarse de los paisanos por el relumbrón del contexto… Segovianos los hay, hubo y habrá por todos lados como la mala peste que somos. Recordemos a todos, incluidos aquellos que escribieron los titulares de la Historia.
ARTÍCULO:
He de reconocer que siempre me sorprendió que Felipe II decidiera encerrar en el castillo de Turégano a su díscolo y corrupto secretario del Consejo de Estado, Antonio Pérez del Hierro. Es cierto que, unos años antes, el monarca que todo lo controlaba y se empeñaba en dejar vestigios documentales de ello, había logrado del papa Gregorio XIII la potestad de enajenar villas de los señoríos eclesiásticos a su antojo y necesidad. Al calor de semejante privilegio, el rey no tan prudente inició una escabechina de villas, aldeas y poblaciones que llevaría a buena parte de los segovianos a no saber quién era su señor y si las relaciones locales habían de tenerlas con el secretario del rey, el presidente del consejo que fuera o la diócesis que correspondiera. Sacó Felipe II con este procedimiento de la diócesis segoviana las villas de Mejorada, Belmonte de Tajo, Navares de las Cuevas, Veganzones y Lagunillas, antes de ser ascendida a Laguna por arte y magia de los Contreras, caballeros villanos de Segovia. Aplicando esa tasación del precio unívoca que daba al rey preeminencia en la adjudicación del coste final, muchas de aquellas ciudades y villas, pueblos o aldeas, fueron desfilando de un señor a otro, según le conviniera al monarca de turno.
No obstante, me resultaba difícil de explicar por este camino el encarcelamiento de aquel libertino sinvergüenza más preocupado por sus intereses propios y los de la facción política que por las necesidades derivadas de su posición. Ahora bien, comprar por dos perras gordas un villorrio es una cosa; quitarle al obispo segoviano la capital de su señorío terrenal, otra muy distinta. Aunque, si he de ser sincero, tampoco hay que desdeñar el miedo a ejercer tamaña prerrogativa a la hora de ceder a los deseos de un monarca capaz de saltarse la ley, costumbre y tradición que fuera, por muy enraizada que estuviera entre el personal. Sinceramente, de haber sido consciente de la poca prudencia de aquel Trastámara de quinta generación, no creo yo que Juan de Lanuza y Urrea hubiera intervenido en el pleito entre aquel y el citado secretario caído en desgracia y preso durante un tiempo en el bello encastillamiento de Turégano.
De modo que asumir en las disputas jurisdiccionales y la potestad de enajenación de villas la presencia de Antonio Pérez del Hierro entre los segovianos, resulta, cuando menos, cuestionable. Claro que, pensando desde las raíces de aquel golfo encumbrado, podría ser que la ascendencia explicara un poco la razón del encierro segoviano. En general, para la mayoría de los que lean estas líneas y tengan un mínimo de recuerdo acerca de lo pasado y aprendido, concluirán conmigo que Antonio Pérez del Hierro, protagonista de las llamadas alteraciones de Aragón de 1591, debió ser aragonés de nacimiento. Mas, si dan una vuelta por cualquiera que sea el recurso concreto relacionado con fuentes primarias contrastadas, verán que, si bien la mayoría le adjudica el nacimiento en la villa y corte de Madrid, otros no se atreven a asegurar dónde nació el que acabaría siendo uno de los mayores problemas del reinado casi póstumo de Felipe II. Si tiran más del hilo, cosa que un servidor tiende a hacer, descubrirán que su señor padre, llamado Gonzalo Pérez, resultó ser un segoviano de esos que nadie suele reclamar en esto de hacer patria con la trascendencia vital. Lo curioso es que, andando entre los papeles citados, muchos solían decir que el golfo en cuestión era sobrino de su padre y aquel, sacerdote ordenado en el momento de concebirlo con Juana de Escobar y Tobar, a su vez más que probablemente casada mientras echaba canas al aire con aquel clérigo segoviano. Felipe II solía decir que Antonio había sido concebido por un cura y una mujer soltera, razón por la que el paisano trataba de ocultar el escarnio aludiendo a la incomprensión del suceso. Aunque, siguiendo al Sancho Panza que vive en el interior de cada uno, todos somos conscientes de nunca asegurar de qué agua no habremos de beber y qué cura no fue nuestro padre.
Sea como fuere, la conexión segoviana del encarcelamiento del secretario felón parece demostrada con la paternidad ocultada del clérigo segoviano que tan buena carrera había hecho en la administración de los Austria españoles. En efecto, aquel Gonzalo Pérez desconocido para la mayoría, segoviano de cuna, llegó a este mundo en la capital serrana fruto del matrimonio de Bartolomé Pérez, secretario de la inquisición y natural de Monreal de Ariza, causa esta por la que podría entender que su nieto, el traidor, se arrogara los orígenes aragoneses que llevaron a perder la cabeza al pobre Lanuza, Justicia Mayor de Aragón, en 1591. Licenciado en leyes por la universidad de Salamanca en su Colegio Mayor de Oviedo, el joven Gonzalo debió ser un fenómeno para llamar la atención de la administración de Carlos I, quien lo asignó al gran Alfonso de Valdés, a quién acompañó en sus cuitas políticas desde el apaciguamiento del saqueo de Roma de 1527 por las tropas mal pagadas del Duque de Borbón hasta las sucesivas proclamaciones del emperador Carlos por las tierras bohemias y sureñas de la Alemania profunda.
Muerto prematuramente Alfonso de Valdés, Gonzalo Pérez pasó a trabajar bajo el paraguas de Francisco de los Cobos, secretario de todo durante el reinado de Carlos I y algunos de los años de Felipe II. A la sombra de aquel gigante anónimo, Gonzalo fue recibiendo todo tipo de mandatos y nombramientos, como el arcedianato de Sepúlveda que siempre llevó a gala. Ya como secretario del Consejo Real desde 1545, su presencia política y administrativa le acabó convirtiendo en uno de los grandes señores del régimen polisinodial que implementó Felipe II para tratar de gobernar el inmenso galimatías en que se había convertido la monarquía hispánica. Sinceramente, pocos habrían dado un duro por aquel curilla segoviano dado por igual a las leyes que a la poesía. Sin embargo, es obvio que llegó a domeñar un poder casi omnímodo desde la secretaría del consejo de Estado, compartiendo espacio político con Francisco de Eraso y el afamado Antonio Perrenot de Granvela, cardenal al servicio de Felipe II en un anticipo de lo que llegaría a ser Armand Jean du Plessis, cardenal-duque de Richelieu, para Luis XIII de Francia pasados casi cien años.
Desgraciadamente, para este segoviano que suscribe, las malas mañas de su hijo sobrino ahijado acabaron por oscurecer la trascendencia de un paisano al que casi nadie reclama por estas tierras cuando de recuperar el fuste pasado de los antiguos se trata. En ese sentido, no me cabe la menor duda de que lo mismo ha ocurrido con aquel Diego de Espinosa y Arévalo que fuera parido en Martín Muñoz de las Posadas por Catalina de Arévalo en 1513. De idéntico talento para las leyes y, en general, el conocimiento transversal a que se sometía a la gente en aquellas escuelas mayores ya perdidas, Diego se licenció en Salamanca, cuna impoluta del saber ensombrecida por el escaso respeto que los españoles nos tenemos a nosotros mismos. De no ser así, queridos lectores, aquellas aulas que languidecen en el olvido a la ribera del Tormes, serían celebradas como santuarios del conocimiento humano, templos del aprendizaje donde impartieron maestría Francisco de Vitoria, nuestro Domingo de Soto y hasta el cambiante Miguel de Unamuno, a quién tanto debe este que escribe y cordialmente detesta.
Espinosa, por su parte, decidió dedicarse a esto de juzgar siendo honesto o, al menos, justo, hazaña esta incomprensible en la España que vivimos, acostumbrados a asumir que la corrupción sistémica es algo tan natural como el orden que las cosas adquieren por su propia identidad. Juez de apelación en la curia obispal de Zaragoza, provisor en Sigüenza, oidor, esto es, ministro togado que escuchaba las causas y sentenciaba, en la Casa de Contratación de Sevilla y, lo que es más importante aún, en la Real Audiencia y Chancillería de Valladolid, Diego de Espinosa convirtió su persona ejemplarizada en lo que la justicia debía ser en aquella España de las mil caras. Tan confiable era su sentido común y de la justicia en base a la legalidad vigente que participó de numerosas causas legislativas, siendo elegido por Felipe II para ocupar la regencia del reino mientras se ausentaba para tratar de quitar gasolina al incendio permanente de Flandes en 1567. Tanto parecía apreciarle Felipe II que le propuso para el capelo cardenalicio tres años más tarde. Incluso trató de comprarle el título de marqués, confundiendo una vez más prestigio con pose, honestidad con presunción. Aquel cebollero de cuna se negó a aceptar tal honor envenenado, cediendo tan solo en que fuera construido en su pueblo un palacio excelso de manos del maestro de obra del palacio real de Valsaín, Gaspar de Vega, a la vez que lograba traer una imprenta al pueblo, quien sabe si con las mismas intenciones docentes con las que Juan Arias Dávila se agenció un siglo antes al alemanote de Heidelberg para su estudio de Segovia.
Además del palacio que nunca habitó y la imprenta que nunca parió manuales para la enseñanza de forma continuada, Diego de Espinosa logró que el rey entregara el privilegio de una feria franca en la población, razón que explica la inmensa plaza de la villa, de un gigantismo tal que recuerda aquellas obras pergeñadas por Michelangelo Buonarroti, donde el espacio parece dudar entre dimensiones, haciendo de lo inmenso diminuto en su gigante percepción empequeñecida. Muerto en 1572, Diego de Espinosa fue enterrado en una capilla de la iglesia de su pueblo, encendida en alabastro por el Maestro Pompeo Leoni, sin que nadie llegara a la conclusión de que había sido, junto con Francisco Cisneros y Granvela, único en asumir la presidencia del Consejo de Estado, el cargo de Inquisidor General y, en algún momento de su vida, la regencia en España.
Por su parte, Gonzalo Pérez, el otro segoviano de Felipe II alojado efímeramente entre estos torpes renglones, gastó toda su vida al servicio de la corona que vio crecer para, como en tantas otras ocasiones, caer despeñada por el precipicio de un destino previsto de antemano. Gonzalo, propuesto para un capelo cardenalicio que, a diferencia de Diego, nunca llegó, penó en aquella administración atrapado por su buen servicio, si hemos de hacer caso a aquel rumor que contaba la negativa del propio rey de perder a tan eficiente secretario por servir a otra corona, aunque fuera papal.
Ambos, Gonzalo y Diego, han pasado a la historia como parte del engranaje destartalado que el propio monarca se encargó de descarrilar con la creación en Monzón de la poco conocida Junta de Noche, allá por 1585, cuando, preso de la enfermedad que habría de llevarle por el camino de la amargura a la tumba en el monasterio de San Lorenzo del Escorial, tuvo a bien reducir su gobierno a unos pocos elementos. Este soterramiento del proceso decisorio extraordinario sería aquel que el inepto de su heredero, quien llegaría a ser coronado como Felipe III, emplearía como ordinario, dejando tamaña complejidad política en las manos simplificadoras de uno de los mayores corruptos dados por sociedad española alguna.
Atrapado y prostituido el gobierno por el infame Francisco de Sandoval y Rojas, ya no quedó sitio en política para secretarios eficientes como Gonzalo y jueces honestos del calibre de Diego. Quién sabe si, en aquel momento en que el sistema se volvió sobre sí mismo para encumbrar y eternizar al pícaro travestido en noble, al sinvergüenza trasmutado en prócer y vate de la nación, el futuro de aquella sociedad empeñada en trascender se torció de manera definitiva hasta poner la historia de nuestra sociedad en manos de un relato apaciguador y engañoso, padre y madre de las ignominias que afrontamos cada mañana que abrimos los ojos. Ahora bien, puede que la historia desnuda de justificación y presentismo tenga todavía un reintegro para quienes creemos que, si algo del pasado ha de repetirse, deberá ser el espíritu honrado de aquellos que gastaron su vida en defensa y beneficio de un común empeñado en no recordar nada del pasado. Después de todo, siguiendo la máxima de Aldous Huxley, la mayor enseñanza de la historia es que no se aprende nada de ella.