POR FULGENCIO SAURA MIRA, CRONISTA OFICIAL DE FORTUNA (MURCIA)
El paisaje desde la llanura insinúa la presencia de otros espacios, zonas de prados que nos esperan con sus iglesias románicas, que son un monumento a la fe del momento medieval construidas a la hechura del monje que en su interior tan solo medita, se instruye y busca la verdad. Dejamos el sabor de mayestática entidad de Ayllón con sus explosivos blasones de un ayer de bonanza, la iglesia donde se venera a la Virgen de la Estepa. En su interior queda el Cristo de la Buena Dicha que nos exhorta a otros cumplimientos en acción de gracias. Templo de solemne empaque cuenta con la Cofradía de la Vera Cruz y sus cuatro mayordomos. Queda en nuestra mente perspectivas encontradas desde la altura de la ciudad castellana, la belleza de sus plazas con el fondo de la espadaña y su campanario que nos convoca a rezos inolvidables. Hay algo en estas ciudades que nos requieren a su conocimiento, a caminar por sus ángulos más apartados, a soñar con su historia, acaso a encontrar lo inédito de sus piedras abandonadas, sus arcos y recodos del valle con el río que transcurre hacia su destino inexorable.
Se abren otras zonas que no dejan de admirarnos: espacios donde el segador ha cumplido con su trabajo y quedan con sus rastrojos en la espera del ganado. Y por los caminos cabe la nostalgia de no poder quedarse en rinconadas encontradas que se deslizan y huyen, forman aparte de aquellas comunidades de villa y tierra, ochavas delimitando términos en torno a Sepúlveda.
Todo este paisaje mantiene su voz de prados recogidos y sendas de justicia por donde caminan los pastores con sus ovejas merinas, que tanto significaron para Castilla. Y en cualquier momento, antes de que el disco solar traspase el horizonte imponiendo sus lánguidas vestiduras de dorados infinitos, cabe vislumbrar en el espacio cercano al río que se queda en remanso sereno, la inigualable silueta de Maderuelo, no sin antes pasar por ese espacio donde anidan los buitres.
Y bien que se apunta en el trayecto la presencia de ese ave grande de cuerpo, carnicera: “ que se ceva en cuerpos muertos”, como dice Cobarrubias Orozco, en su Tesoro de la lengua castellana. Vuelan con sus alas grandes dejando ver su largo cuello y pico capaz de merodear por el interior del animal muerto. Significa que estamos en la Buitrera, frente a un farallón poblado de cuevas donde estas aves misteriosas salen en busca de su alimento, carne muerta o mortecina que el forestal ha arrojado a sus lindes, mientras sus crías esperan la puntual llegada de sus progenitores. Se puebla el espacio de estas aves carroñeras, a las que se avistan en su trayecto por las hoces del Duratón, rastrean por los costados, llanean el río y dan cuenta de su presa. Se dejan caer en el abismo hasta rematar el descoyuntado animal que la alimenta.
Hay que abandonar las Hoces del río Riaza y la laguna con su sereno deleite, espejo donde se ve Narciso con su acostumbrada pose, mientras al fondo, sobre una loma se atisba la silueta de Maderuelo. No podemos dejar de sucumbir ante el grato perfil que se nos presenta este bonito concejo segoviano al que se llega subiendo una cuesta. Se otea como una viñeta que es síntesis de crónica de piedra lacerada por el rumor de los siglos. Y la verdad es que el cronista que busca la belleza y el fluir temporal de estas villas alejadas, se deja arrebatar por el color de los añosos muros, piedras consagradas al Dios de los días que pasaron sobre estas piedras que claman por su ayer: de estos muros venerables, sillares que aguantan desde el siglo X los embates del árabe hambriento de conquista; la de este viejo castro que diera nombre a la villa envuelta en un misterio insondable. Hay que acercarse, tomar contacto con sus vestiduras, dar con el Castillo robusto, elevado con sus aportes precisos para contener al enemigo, una vez tomado por huestes cristianas que supieron vencer las recias algaradas del musulmán, al célebre Almanzor cuyo trote por el paisaje castellano se hace gesta contada y cantada por el juglar.
Desde su altura se domina el ancho campo, las hoces del río que llevan ecos de boscaje y prado por el que la ninfa acude de vez en cuando, y aún se envuelve en hechuras de apartadas cadencias que forjan espacios donde uno se imagina el paso del Cid con sus héroes capaces de dominar al árabe por el entorno burgalés, el fulgor de las lorigas de la soldadesca con sus yelmos lanzando rayos del sol por el contorno. Va el Caballero y conquistador con los suyos mientras su esposa Jimena y sus hijas concuerdan bodas con los infantes, antes de la afrenta de Corpes doliéndose el Cid en su más profundo honor.
Este paisaje, esta tierra se pergeña de héroes que sufren, se consolida con la sangre de los cristianos y musulmanes que la riegan como legado de su grandeza.
A la entrada de la villa que aparece solitaria, sobrecoge una puerta de recios sillares con una cruz que da entrada al mismo, y no podemos por menos que mirar la noble pose de este sitio que nos indica la espléndida belleza de su interior. Aparece la plaza amplia con los signos de una villa vestida con sus fueros, y donde el Rollo o la Horca, ubicada en el centro mismo de la plaza, es el relato tenebroso de la forma de penar al criminal, con su cabeza dispuesta sobre el filo de aquella, o bien atado el reo a la misma en prueba de sus delitos cometidos. No podía entender aquella forma de tormento, el medio empleado por la justicia para evitar nuevos latrocinios, pero allí permanece este vestigio del asombro y dolor como algo real que nos asombra, a la vez que profundiza en el contenido de unas ordenanzas aprobadas por el monarca en el siglo XV, que es momento en el que proliferan estos documentos tan siniestros como delatores de una forma de pensar en este siglo.
Los documentos de la villa guardados fielmente amparan esta manera de impartir justicia frente a los que hurtaban reses, cometían homicidios o contravenían normas concejiles: unas normas que se aprobaban por sus ediles en los pórticos de las iglesias o a la sombra de la olma a toque de campana batida, semejante a la campana de la Queda de Sepúlveda.
Seguimos por el pueblo con el alma acongojada al sentir la presencia de los vecinos en la plaza, junto a los regidores y el clero oteando la labor del verdugo con los pobres labriegos reos de desafueros que hoy darían mucho que pensar. Y allí en la Horca quedaban esperando la muerte, y acaso mirarían por última vez los rostros de sus familias y oirían las risas de personas desaprensivas que gozaban del espectáculo: el griterío y el ritual que se forjaba en torno a la Horca formaba parte del sonido, colorido de la ancha plaza como si se tratara de una corrida de toros u otro festejo muy en relación con el Auto de Fe.
El cronista de este relato tan solo da testimonio de lo que sus ojos pueden contemplar, de esos silencios que se ajustan a la historia de Maderuelo y sigue en el asombro de intuir su menudencia que a veces queda escrita en alguna que otra guía, o aparece en lecturas recónditas. Una villa sacada del anonimato por el gran erudito Soaone. Pues que a este propósito, observamos en el tomo 3 de la Historia General de España y de sus Indias, de V. Gebhardt, el acontecimiento que sufrió esta bellísima villa en el año 939 por las tropas de Almudafar, vencedor, al parecer de la batalla de Almansa frente a las tropas cristianas. Un dato que inyecta factura para indagar en el significado de esta batalla, amén que nos invita a la investigación de estas tierras en torno al Duero defendido por los monarcas cristianos. (1)
No podemos abandonar el lugar de encanto, el bonito pueblo, viejo castro, con sus calles y leyendas, recodos solemnes, olvidados, con fachadas donde el blasón nos indica la presencia de personajes ilustres como el Condestable don Álvaro, señor de estas tierras y tensiones con el monarca Juan II. Ello nos incita a volver a la historia española para entresacar tensiones entre los nobles y la monarquía por causas de poder e incrementos de tierras y comunidades de la zona; lo que va a llevar al Condestable al cadalso, destino de los que tan solo aprecian su imperio y se alejan del interés común.
Puede que en este deslizarse por rúas lleguemos a rinconadas perdidas que abren balconadas al horizonte, y entonces uno se da cuenta que el mundo puede quedar allí, en ese punto agazapado al silencio, pero donde la belleza se hace completa, única, y entonces lo que cabe es deleitarse en otear las sierras lejanas, la silueta de los llanos y las nubes redondas que se cuelan por las crestas de los prados que acogen tímidamente el minúsculo casar con su templo románico.
Estamos ante una villa encantadora con sus casitas adosadas a sus muros: la iglesia románica que nos sugiere clamores frailunos entre rezos que suenan en su grandeza, con el Cristo yacente que sale en procesión en las noches invernales. Seguir por sus calles, acaso rutinarias para el oriundo, es dejarse llevar al albur de otras nostalgias, soledades de rancias balconadas que aprietan su biografía en su absoluto silencio. Nada hay más penetrante e inaccesible que estos balcones, ventanales dispuestos sobre los muros carnosos del pueblo. Y de paso en paso quedan los arcos, pasadizos y ermitas, la revuelta de una calle que nos lleva a placeta enquistada en su ayer donde un portón deja sus quicios abiertos a la imaginación.
Es mediodía y apenas pasa alguien, tan solo se otean unos vecinos que con sus bastones descansan bajo la sombra de la iglesia. Intento forjar una conversación con ellos y discrepan de tal encuentro al no entregarles mi tarjeta de identidad, y aún sale la mujer de la vivienda en agria disposición, indicando que nadie tiene derecho a meterse en sus vidas. Puede que tengan razón estos hombres, viejos pastores de la mesta, que a sus años, anhelan la soledad, un apartamiento del mundanal ruido. No se hizo sangre de aquel encuentro y todo lo contrario, fueron amables una vez asimilada mi presencia, que no era otra que la de un poeta que gusta ver y soñar, saber cuitas vecinales y cargar con la mochila de cada día guardando en ella la voz de la gente que a lo largo del viaje se hace tan necesaria, como un testimonio de lo vivido.
Lo cierto es que estos personajes me ilustraron al quicio de la iglesia del clamor de sus fiestas, únicas en el mundo, con encuentros entre cristianos y muslimes, con el arrojo de melones a través de la catapulta del castillo. Tomé nota de este episodio, revolví otra vez los surcos del pueblo, y me daba cuenta de que la villa cuenta con un magnifico patrimonio que hay que defender, como su entorno, evitando el mal gusto al que el progreso nos enfrenta. Al pasar la plaza de la Horca sentí la angustia del reo, el desgajo de la cabeza amputada. Volví la vista a los arcos, a las piedras rectangulares de la muralla, a los balcones y escudos. Miré otra vez los rostros de los amigos y no dudé en santiguarme ante la cruz pétrea de la puerta de la villa, agazapada allí, indicando que vamos a entrar en un ámbito de sacra desenvoltura donde antaño hubo tensiones entre el árabe y el cristiano. Un espacio ahora en soledad envuelto en el imaginario de su pasado.
La despedida de estas villas, concejos de horca y pan, de fuero y latido de campana proporcionan en mí una tristeza inusitada; es como si hubiera saludado a un viejo amigo y de pronto lo tuviera que dejar. Un amigo de la infancia con el que podía tratar de muchas vivencias. Pero era el momento de continuar el trayecto, había que bajar al valle y en todo caso mirarlo desde la lejanía con sus siluetas románticas. Estaban allí, como tantos siglos sus casitas de tejados bermellones; la elevada espadaña del templo: su recia torre que dormita en la eternidad.
MORAL DE HORNUEZ. EL MILAGRO DE LA VIRGEN Y LAS ANCIANAS SABINAS.
“ Hay un Dios que habita en las montañas.
Y en las praderas..”
No sé lo que mantiene Castilla en sus entrañas, si son sus praderas, sus paisajes quemados a los soles, o sus ermitas que en sus espadañas las aves peregrinas dejan patente su identidad. Lo pregunto a mis sentimientos, acaso a la razón que me acompaña. Puede que no tenga nunca respuesta de ello, pero os aseguro que vibro ante cada destello, sendero, camino añoso que encuentro en este periplo desconocido por el entorno castellano. Puedo delimitar en todo caso sensaciones ante la ermita románica apartada en la pradera que amarillea o deja girasoles que juegan con el sol; o quizás erguirme con sublime pose ante el bronco tronco del haya con sus barbas de peregrino cercanas al río que nace y sigue caminando, se soslaya en ocasiones haciendo meandros, surcos nuevos que terminan en el magno Duero.
Cabe que, en otros menudeos no pueda escaparme de la atracción de los árboles que habitan por esta sierra junto a la llanura recién segada, por la que pastorean las reses que se paran en las dehesas boyales. Pero sobre todo se adentra en mi alma el silencio del pueblo, que una vez acostumbrados nuestros ojos en mirar los llanos copiosos del paisaje, de pronto se nos presenta el pueblo fundido en un valle con olor a rio y bosque. Ya Unamuno en sus visiones por estas tierras habla de la necesidad de recogerse en las ruinas, que son esa sucinta historia que se aparca de los grandes sucesos de las ciudades. No podemos pues desoír la voz del maestro y entregarnos a la horizontalidad de esas voces de los ríos, asolados serrijones que quiebran el aire, por donde cabalga el águila y el buitre otea su presa.
APARECE EL BOSQUE.
Es el pueblecito de Moral de Hornuéz, aquietado pero donde habitan oriundos y foráneos, amalgamando el hogar de costumbre con el edificio falsificado de los nuevos habitantes. Nos sorprende el penacho, al fondo, de la gran espadaña que convoca las miradas a su campanario y el alto nido donde reposan las solitarias cigüeñas. En ese instante me alienta el deseo de pasear por la villa que escribe sus páginas en sus calles y plazas, en portones aviejados y en sus ancianas que se dirigen a no sé qué lugar. Busco la calle alta llena de macetas, pero salen unos perros que hacen retorne al camino donde un pastor lleva su rebaño al prado cercano. Nos miramos simplemente y continúo por un callejón que quiebra y se pierde en revueltas. Las campanas suenan a la hora del atardecer, parecen ánimas que nos insinúan algo, campanas de oración y respeto. Las campanas tienen su timbre, son hebras de ángeles que nos funden con el espíritu. Nos indican que hay algo más que la tierra, nos comunican con el cielo y la esperanza. Hoy pienso que no hay esperanza, que el hombre piensa en la nada, subterfugio de los irresponsables y fatuos. Pienso que solo el que siente delata a cada momento el flujo de una esperanza que es necesaria.
Sigo el itinerario no trazado, y entre bajadas y subidas mi cuerpo necesita el descanso de la plaza de la iglesia, que es un refugio de ángeles que me esperan, como la balconada de paraíso que destaca y presenta un contorno delicioso con el sol cayendo blandamente sobre el horizonte.
Cumplida mi plegaria bajo a la villa, descansada el alma, y rescato el camino hacia praderas desconocidas que integran el bosque de Hornuéz atravesando senderos de remanso, por donde el ganado acudía, y el pastor rezaba junto al santuario de Nuestra Señora del Milagro.
Estoy ante un bosque de serbales añosos, sabinas milenarias que dejan sombras en sus faldones en espera de que alguien, puede que no sea de este mundo, convoque a sus demiurgos para recibir la energía de la pura naturaleza, se deje llevar por el espíritu de estos frondosos árboles que recrean el espacio mágico del bosque donde un santuario nos indica que en pasados siglos hubo un milagro, pues la Virgen se le apareció a un pastor,- no podía ser de mejor catadura-, que apacentaba a sus ovejas entre los árboles. Ella posó sobre un tocón del serbal que obra en la ermita, señalándole que hiciera una ermita dedicada a lo que sería la Virgen Nuestra Señora del Milagro. Es lo cierto que los del pueblo de Hornuez lo supo y sus vecinos quisieron que su imagen estuviera en con sus vecinos, solo que la Madre advirtió que habría de construirse un santuario en el lugar donde se apareció al pastor, lo que se hizo y desde el siglo XVI se la traslada en romería a la villa en sus fiestas, retornando a su hogar apartado. La Virgen prefirió quedar aislada en aquel paraje envuelto en sabinas: un lugar de recreo al que se acercan desde los alrededores para cumplimentar un día de asueto. La verdad es que este bosque me atrapó como las sirenas a los compañeros de Ulises.
Me hallaba en un lugar distinto, más todavía cuando el sol comienza a hundirse por las montañas lejanas y se recortan las siluetas de estos árboles soberbios, atenazados por una vejez que los hace aún más adorables, profundos, con sus raíces que se empeñan en recrear formas de ensueño. Sabía que abrazar un tronco de estos árboles es entregarse al estatus de la naturaleza creadora; que untarse con su rugosa piel, con sus ramas que se deslizan y contornean por su cuerpo herido por los años, es conectar con su pasado : ese soberbio renacer, surgir de nuevo, brotar y a la vez dejar su huella en su arrugado rostro. De pronto sentí que estaba ante monumentos de vida, ante una música que era la esencia de esos troncos retorcidos. Se mostraban hidalgos unos y empecinados otros en su pobreza, con sus luengas barbas agitadas por el viento del atardecer.
A medida que pasaban las horas el bosque parecía sentirse más unido a sus antepasados, y caminé, me introduje por él en una necesidad por escuchar su voz. El ruido que el viento provocaba al chocar con sus ramas no era de este mundo. El contorno quedaba sumido en una soledad de almas elevadas. Escuche la llamada de Dios, comprendí el mensaje de la Virgen. Seguí haciendo apuntes en el bloc donde apenas una lucecilla iluminaba para trazar los troncos, sus raíces que se arrastraban por la tierra en metamorfosis de trascendencia que dejaban fantasías indefinidas. Hasta el punto que me acerqué para rozar sus ramas, tocar la nervatura del tronco, dándome cuenta de que no era yo sino el alma que me hacía intuir el otro lado de la vida, el don de los que aburridos de la fealdad del mundo real, con sus vicios y flaquezas, sin embargo saben escuchar el más allá, reconocer el abismo entre lo real y lo imaginario, la verdadera expresión de lo que el hombre aspira.
Todo quedaba en el bosque, con la fragancia de las hojas que aspiran la gracia de la naturaleza. Era el momento de despedirse de aquel espacio encantado, de los rostros de sus árboles que se cubrían de sombras y comenzaban a hablar con los duendes, que a esas horas se citan allí acaso convocados por las ninfas que buscan esos instantes para deleitar el ambiente, cuando el hombre duerme y comienza a vivir la fantasía. Quedaban allí los troncos resquebrajados de las sabinas como si estuvieran vivos, con sus ojos y piernas, sus manos queriendo decirte alguna cosa, contar el misterio de la noche cuando todo está en silencio y tan solo se oye el murmullo de la las hojas y ramas, como si las sombras se unieran a los coloquios ignotos de los árboles que agitan sus corazones, se abren y esperan al gnomo, trasgo o duende que en esos momentos aparecen, se unen a sus acompañantes y acoplan a sus anchas en espera de que con el alba vuelvan a sus lugares de costumbre.
Cuando la noche avanzaba me acerqué por última vez a aquellos troncos que había abrazado, incluso besado su corteza. Ahora permanecían distintos, expectativos ante la llegada de las almas que en esas noches se mueven inquietas por el bosque. Las últimas lucecillas quedaban sobre un ocaso siniestro, al menos profundo, misterioso. Acudí a uno de los troncos que había dibujado y vi una especie de bestia que estaba debajo de unas ramas, parecía que estaba pendiente de arrojarse sobre alguien agazapada entre las raíces. En otro lado un tronco abría sus dos ojos y su boca preparada estaba para engullir el pájaro negro que suele morar por el contorno. No pude más que volver al vehículo apartado y despedirme de las sabinas abuelas que esperaban la llegada de sus nietos, de ese tropel de espíritus que pululan a esas horas por el bosque, para contarles sus experiencias centenarias. Allí, al quicio de la soledad me hubiera quedado para escuchar sus coloquios, para sentir la llegada de la fantasía que solo cabe en estos espacios sagrados, bosques que te hablan de milagros y apariciones. Todo estaba tan negro como la necesidad de incorporarme al mundo real que estaba en el coche y en los amigos que me acompañaban. Pensé que había de incorporar estas vivencias a mis notas o quizás volverlas a sentir para una narración de viejos árboles que te hablan en las noches invernales de Castilla, que conviven con sencillos personajes a los que cuentan sus vidas. Miré al firmamento y encontré la claridad de estrellas que parecían perlas. Simplemente retuve todo ello en mi corazón. (2)
HACIA EL DURATÓN. ERMITA Y PUENTE.
Es imposible, pues de tal manera me lo indican mis antepasados, que ojo humano puede atisbar belleza tal por estos lugares que saben a pan cocer y paz de prado. Tierras que soportan la sequedad, saben de cuitas entre los vecinos sobre el corte de leña, la presión de sus concejos o el trabajo de cuidos de su ganado. Pero lo importante es comprender la delicada sensación que este paisaje nos aporta, tomar contacto con la villa por la que pasamos, donde unas viejecitas descansan en bancos al repecho de una sombra. Lo interesante es tomar nota del curso del río que, de pronto, se escancia en un vado y sirve de espejo a los robles y álamos de su orilla. Pararse ante el recodo y tomar una simple nota en el bloc, escuchar la conversación lejana de unos pastores que hablan del esquileo de ovejas, de cañadas apartadas que dan cita a los trashumantes. ¡Hay tanta belleza por esta zona castellana¡.
Entre villas que fueron de tierra y ochavas, se suceden parajes que detienen la mirada por sus cálidos rostros que saben de soles agosteños y susurros de la Mesta con sus pastores que, en estos lares quedaban citados para contar lunas noctívagas y procesos de esquileo; que especializados en este oficio ancestral los hubo con gran apostura. Y entre tanto se van dominando caseríos que nos dejan sus requiebros, sonrisas de árboles que nos invitan a su acercamiento. Puede que entre sendas donde el roble apetece morar, avistemos la recia ermita con su espadaña cerca de un puente romano. Puede ser el mejor momento para el descanso en un mediodía cansino en que el sol aprieta la tierra y apetece la sombra de algún árbol aunque un castaño sea, pues por gracia divina la dulce sombra nos espera acogiendo a un hombre, acaso pastor con su callado, que al vernos saluda y nos indica que estamos ante la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción. Espléndido templo románico que se dice se construye sobre restos romanos en el siglo XIII, con reformas en el siglo XVI. Y bien que guarda una majestad soberbia.
Una portada con arco nos introduce en recogido espacio de columnas en las que se observan capiteles con figuras de ángeles, reyes fundidos en un mundo de animales, como un bestiario que se suma al de otros muchos capiteles que abundan en iglesias segovianas. Estos pueden servir de ejemplo del empleo por el escultor de visiones demoniacas que combina con celestiales esquemas; lo que deja un argumento para el cristiano avezado en los textos teológicos medievales, en que el mal siempre entra en juego frente a la bondad divina que es al fin vencedora. En ese mosaico de figuras que se observan en sus capiteles cabe todo un muestrario de visiones del más allá que suele constar en esos tratados teológicos de la época, el espectáculo tenebroso que se funde en los sueños del hombre ante la presencia del bien y del mal, del pecado y la bondad divina.
CONTINUARÁ…
FUENTE: EL CRONISTA