MIRADAS CERCANAS DE FORTUNA. (2)

POR FULGENCIO SAURA MIRA, CRONISTA OFICIAL DE FORTUNA Y ALCANTARILLA (MURCIA)  

En esta ocasión va uno bien acompañado para  afrontar una nueva ruta por la Fortuna vieja. A veces no es buena la soledad de sí mismo, por aquello que indica el clásico, pues conviene dialogar con los amigos acompañantes, tan sabios en las cosas del pueblo. No en balde son tan  conocidos como elocuentes cuyos nombres son bien conocidos. José Luis Martínez , Antonio Pérez , que  ya nos esperan en el sitio indicado de la plaza de la Carta Puebla, junto a la Avenida de  Orihuela. El día está gris y el paisaje es un tanto sombrío con  nubes grises que  se asoman por el horizonte. Pero es un buen momento  para mirar el paisaje que aparece cercano, un bancal en ruina que acoge una triste higuera despoblada de hojas, tan sorprendente como figura espectral que en su negrura contrasta con la claridad del entorno, donde unas casas lejanas elevan unas chimeneas características, y donde una grácil palmera deja una silueta oriental en el paisaje.

Y este primer contacto con el abandonado huerto que me dicen ser de “El Gato”, y que por tal se le conoce en la vecindad, asombra por su plasticidad y donde la efigie de la venerable higuera, que solo es  su sombra, aparece como monumento que me hace evocar aquel soneto de Keats “¡ Oh soledad !  si tengo que residir contigo.”. Y lo es desde ese momento de toma de contacto con el lugar. Las casas vecinales parecen callar ante estos sentimientos que nos provoca, y cerca queda, como icono perdurable, la ermita de San Roque en una plaza entrañable para quien, desde su soledad se una a estos goces del cronista que bien acompañado queda.

 Y la verdad es que el espacio urbano que nos ocupa conforma parte del alma de la villa, lo que se comparte en coloquio desmenuzado, ante la presencia de la ermita y su pequeño entorno. Es cierto que la piedra de la fachada y los muros laterales como el remate de aquella precisan de una restauración ante los desconches que la abaten, y  es a nuestro entender necesaria teniendo en cuenta el interés turístico del lugar. Y es que al acercarnos  al monumento se comienza a narrar la auténtica crónica de la villa de Fortuna, lugar que fuera de la urbe capitalina y cuyos avatares los deja claro Torres Fontes   cuando dice  que la  historia de Fortuna se inicia con la llegada de …” los pobladores castellanos, ya empezada la segunda mitad del siglo XIII. Y entonces-dice el autor,-comienza también  una historia peculiar.”(1).

La historia peculiar de la que habla nuestro historiador la conocemos  a partir del siglo XVII y siguientes, donde la villa comienza a pasar de mano en mano de unos señores titulares a los que se abonaba por el vecino el quinto y el noveno de las cosechas  que, como hemos estudiado, da lugar a un sinfín de pleitos entre estos  y los titulares, que delata una tensa y desasosegante vida local  no tanto por lo que esas relaciones significan, sino por el vasallaje que llevaban consigo. Es así que el lugar donde nos encontramos tiene solera; representa el foco inicial del concejo, aquel momento original que se recoge en el documento poblacional de 1628, mediante escritura entre Antonio Belví de la Corte y Miguel Miralles en representación de la población de Fortuna, estableciéndose en calidad de villa.. ” con la jurisdicción civil y criminal alta y baja mero mixto imperio..”. Pues que esta cláusula, a tenor de lo que señala A. María Guilarte  y matiza Juan Blazquez Miguel (2), forjaba una serie de derechos  y facultades en relación a la jurisdicción, con efectividad en la ejecución de la justicia. Y con ello la villa bien resguardada quedaba, asistida y encuadrada en un término establecido. Y es que desde el siglo XVII Fortuna se proyecta como concejo con un patrimonio territorial, unos vecinos, la mayoría labriegos, van a escribir en facetas de gloria ese devenir histórico  hasta el presente.

Pero esta vez tan solo nos vale el recuerdo desde el lugar iniciado observando los ilustres nombres de aquellos vecinos  que, reunidos en concejo abierto en tal fecha, aprobaron su Carta de Población donde se establece sus condiciones de actuación, y se lleva a cabo su amojonamiento como tal villa. Cavilar más sobre este suceso histórico es desarrollar el sentido de lo que significa la  villa, su distinción de la ciudad y de otros núcleos menores, que nos llevaría a otras consideraciones, pues en este periplo por esta barriada edilicia sí que daría para conversar sobre el viejo sentido de villa que de alguna manera se forja en este lugar. El sonido de la campana batida de la ermita llamando a los vecinos a concejo abierto, nos induce a evocar, como hemos hecho en otros momentos, sobre las tensiones entre los vecinos y los titulares del concejo que anualmente proponían los cargos edilicios. Todo comentario valdría para recuperar el tiempo, darle sentido a una época de su historia.

CONTINUANDO POR VIEJAS CALLES

 Hay que seguir el periplo trazado, al menos al cronista le interesa, como se viene haciendo, rasgar el presente que se vive en la barriada vetusta que da para remedar aquellos conceptos de existencia compartida. Desde  luego por esta zona original urbana se intuye un sabor de vida entrañable sometida al flujo de la campana de la ermita de San Roque, cuyo tañer deja emociones diversas. Es una sensación de población ceñida a su destino, a su estancia de cercanía, donde cada familia se une a las demás en un anhelo común.  Se mantiene el barrio con su antigua configuración y la estructura de sus calles y plazas responden al icono de urbe medieval. Y mejor todavía, caminar por esas rúas rectas o esquinadas que dan paso a una pequeña plaza, se encaraman y bajan a la  carretera; supone un sutil placer cuando se sabe mirar, observar cada detalle, la serie de viviendas que se juntan entre sí, construidas bajo la retícula del viejo  maestro  alarife, con los canalones y terrazas con vistas al campo. Una peculiar arquitectura que, como hemos dicho, elevan chimeneas altivas. 

Esas calles donde el farol decimonónico pone una nota de romanticismo en las noches solitarias invernales. Cada una de ellas mantiene una denominación del santoral muy ceñido a unas vivencias religiosas. Por eso en nuestro caminar daremos con nombre de santos muy singulares que ya forma parte del espíritu colectivo. Bien que ello nos puede dar indicio de la presencia de una renovación de mentalidad que  cuenta con un desarrollo urbano del que hablaremos. Desde luego  nuestro barrio muestra su identidad, su cabal estilo, el colorido de las fachadas de las casas, el rasgo de sus ventanas de rejas compartidas, ese olor a tierra mojada cuando las lluvias dejan su mensaje de monte y olivar. Parece que en esta zona urbana se escucha el roce del campo con el olivar que se esparce entre laminares de tierra, se abren caminos por donde el pastor se dirige con el alba a su trabajo. Habitan en él familias humildes donde habitaron gente sencilla, personas dedicadas a los oficios de herreros, traperos, chatarreros  estableciendo una forma de vida y ensalzando oficios que se han ido perdiendo, pero que fueron importantes en el pasado. Pues que en este ámbito de magia urbana nos vamos a desenvolver reteniendo los detalles que nos asombren, evocando secuencias de plazas y calles, como la ya conocida plaza, ya tratada, que daba al cine del inolvidable Paco Lozano, que en una de sus viviendas habitaba  la cobradora de préstamos   Ana María, tan conocida entre los vecinos. Y es que no se puede olvidar  la figura del “ Tío Paco Barceló “  que tenía una trapería, pues que ese era su oficio, tan viejo como necesario  y  que proporcionaba buenos beneficio, aunque su trabajo le costaba. No se descolocaba en ello el Tío Paco, que muy de mañana salía con su carro a  buscar trapos viejos para después venderlos como  mercancías. Cada día trotando por las calles, del barrio al centro urbano, y aún salía al pueblo vecino. Que esto lo hacía sin más porque dominaba su faena.  Que  tales oficios ya casi desaparecidos, aunque no olvidados, abundaban por el barrio, como el de chatarrero y otros semejantes que prestaban sus servicios aunque se agotaran las fuerza por esos caminos de Dios. 

 El hombre conocía todos los avatares que su actividad proponía; los improperios que el salir con el alba, seguir un itinerario a la deriva por  plazas y alrededores cambiando utensilios por trapos viejos, exigía,  aquellos que las amas  de casa  orillaban a los arcones del olvido y que con tanta ilusión recogía, pues en ello consistía su trabajo. No podía olvidar a otros compañeros que bien conocía y empezaron saliendo al crudo campo  con un saco a sus espaldas. Miseria y tristeza pasaban aquellos traperos que con lluvia y rayos habían de seguir, como lo hacían los otros compañeros en las ciudades untando los barrios con el silencio de sus horas, aguantando para poder comer el mendrugo de pan con sus hijos. No cabe duda que evocar esas actividades de los ropavejeros, chatarreros y semejantes, nos sitúa en un mundo de ajetreo muy en relación con el chalaneo y el trato que forjaba un ambiente donde había que luchar para salir adelante. Las noches sin dormir, preocupaciones y entereza por continuar estando vivo; forma parte de la existencia de estos hombres acostumbrados a pasar hambres y sin embargo continuar. Que la faena les llevaba a seleccionar los trapos en sus tenduchos, clasificar los tejidos que almacenaban en bolas o pacas, siguiendo los trámites oportunos. 

La verdad es que el “Tío Paco”, como se le conocía,  vendía también botas para el barro y “ santicos” que eran apreciados por su gracia. Y es que otros compañeros como el  tocayo “Tío Paco Zapatero”, que hacía de barbero, a su vez, ayudaba en las fiestas navideñas a colocar el Belén con figuritas, algunas de las que se conservan entre los vecinos. No son pocos los personajes que en esta zona urbana se dedican a estos oficios  como modo de vida, y que no se olvidan por familiares y amigos que los conocieron.

Pero  hay que continuar callejeando, que nos suscita gratas sensaciones y nos lleva a conocer estancias abandonadas. En esta ocasión nos dirigimos a la calle estrecha dedicada a San Caralampio, un santo que apenas si conocen los que en ella habitan, pues fue presbítero de Asia Menor(193-202), mártir en tiempos del gobernador romano Luciano, que sufrió  suplicios innombrables en su desgarrado cuerpo, pues como tal se le representa en pinturas y grabados. Fue protector de la agricultura y acaso por esa causa constata su nombre en la calle. Un espacio que nos lleva a la calle de  Santa  Magdalena, más conocida y donde moraba  Pascual Pérez “ El Conejo” que vivía, como me dicen, de los trapos, pero es que se le sigue recordando por su inquietud y su deseo de agradar y ayudar a sus vecinos en momentos festivos que son los que influyen en la relación comunal. No es desatinado conversar con algún habitante de la calle que, de inmediato evoque a Pascual que daba lustre a esos eventos en época navideña sobre todo. Hombre ligado a los festejos del barrio y sobre todo a la venta de figuras de los belenes amén de preocuparse por el juego de bolos. Era curioso, y así se destaca, que entre sus excentricidades solía portar un conejo a sus espaldas  que paseaba por las calles de Fortuna con el fin de subastarlo y el dinero lo dedicaba a la ermita de San Roque. 

Pasear por estas calles es recibir el aliento del pasado, ese tiempo que se nota en las fachadas de sus casas, algunas enrojecidas y desconchadas, como se filtra un silencio  de palabras olvidadas, cuando no ha mucho se notaba el ajetreo, la intensa vida de sus habitantes. Un barrio y en particular este que retiene aquellas secuencias antañonas donde el vecino tenía un trato directo con  su compañero cercano; es un entramado de seres que crean el alma del mismo. Nos habla  de sus problemas, de los días de fiesta y luto, cuando la campana de la ermita dejaba caer melancolía en sus campos. Que en otras ocasiones sonaban vestidas de fiesta o tocaban a rebato ante la llegada de la nube. Pero el barrio soñaba y disfrutaba con la algarabía de sus vecinos, sin necesidad de entonar otros delirios más allá de su territorio, aunque no por ello habían de salir al campo o ir a la Casa Consistorial para resolver sus problemas. Y es que también el barrio se significa por sus personajes, la mayoría dedicados a trabajos de menudencia. Pues que andando por la calle  de San Andrés, cabe la orilla de la carretera, se nos dice que por aquí  se hospedaba  el Juez Comarcal don Luis Lafuente Lapazarrón, de muy buena memoria, cual en calle cercana vivió el médico Fernández Criado que fuera Jefe de la Clínica de la Concepción. Ambos personajes  todavía viven en la mente de los vecinos a quienes les consultamos, y es que una calle no solo es un rótulo; en cada una habitaron personajes que le dieron lustre,

Puede uno detenerse ante el callejón que se pierde, dar con la farola que sostiene un episodio de viejo romanticismo  de noches antañonas; o acaso nos procure cierto encanto al dar con una voz que nos evoca días pasados, cuando el “Tío Pitorro” se esforzaba en bajar por la calle cercana sirviéndose de sus brazos, por estar inválido; que sin embargo daba ejemplo de una humanidad tan llena de amor y generosidad con sus vecinos. Y quizás esta imagen del buen hombre deja un tanto de melancolía en el cronista que percibe ese dato de sufrimiento que el destino concede, a veces al ser humano, que a la vez enriquece de historia y sentimientos de una comunidad de vecinos que emprenden el proyecto de unirse en sus goces y en sus tristezas.

 Y entre estas anécdotas que el paseo imprime, más todavía cuando nos acompañan amigos tan significados, damos con la carretera y donde nos infunde asombro la casa que aviejada por el paso de los años y la apatía de otros, queda marginada como una viñeta de la estructura urbana de un pasado eminentemente agrícola. Nos trae a mientes un tiempo de esfuerzo del campesino por su trabajo arduo, un huertano cavador que dependía del clima. Pero es que además esta casa cortijo del “Tío Coleto”, como me indica Antonio Pérez que conoce a uno de sus supervivientes; la conocí hace muchos años, cuando en mi calidad de cronista de la villa me interesé por pintar sus rinconadas urbanas, cuando Fortuna mantenía una configuración urbana muy típica, antes de que se enriqueciera con su transformación  urbanística. En aquellos años había una relación entrañable entre el casar y la naturaleza, el campo con la huerta, que era el sostén del labrador. Precisamente traigo a colación un lienzo al óleo que pinte sobre este caserón que entonces estaba habitado y donde se dominan unas figuras con las que hablé en su momento. Entonces había vida en su interior, los hombres trabajaban en el huerto de palmeras, un paisaje fértil que combinaba con unas moreras que en los veranos dejaban verdor en el ambiente. Allí, junto a la puerta de la casa estaba la viejecita cosiendo, el marido probablemente cavando al fondo. Se notaba la vida, ese goce de recibir en la mañana el rayo vivificante sobre el rostro. Unas figuras trabajaban en abrir unas zanjas junto a la acequia. 

Ahora el cortijo está abandonado, apenas se nota parte de la casa con sus destrozos, y el tronco seco de la vieja higuera, que apenas se sostiene. En un lateral aparece la palmera  con  sus ajadas palmas que dejan melancolía en el paisaje, Me dice el amigo que su dueño es Juan Carrillo Belda, nieto de Domingo Belda García y Manuela Cascales López. Al parecer se construye la mansión en los años 1890 con piedras procedentes del Cortado de las Peñas que se traía en un carro portado por un par de bestias caballerizas. El cortijo era un lujo y lugar de ocio en los meses primaverales. Sin duda que aquellos personajes pintados en el lienzo que no ha mucho encontré buscando unos cuadros, son los abuelos que dedicaron sus trabajos y sus días en proponer un tanto de felicidad en sus descendientes.

No cabe duda que al pasar por esta zona el cronista deja un tanto de recuerdos en el paraje, evocando a la viejecita que encorvada, se dedicaba a coser y pensar en su juventud como si estuviera ausente. Y sin embargo la veía allí como si fuera el alma misma de la morada. Pero ahora el  cortijo del “Tío Coleto” es una sombra de lo que fue, Lo delatan las miradas de mis compañeros al seguir por la calle, otear un tanto la palmera desabrida y hurgar en los entresijos del huerto que no es sino de rastrojos.

HACIA NUEVOS ESPACIOS

Por nuevas calles marginadas se deletrean  otros nombres que nos enfocan hacia un plano opuesto del barrio comentado. Es acaso un espacio  que va dibujando una ciudad distinta y como debe ser, pues nos lo sugieren las nuevas denominaciones de las calles y la plaza donde entramaos, que es la Plaza de Primero de Mayo, que ahora se viste con un nuevo traje. Cuando en los años setenta dejé otras miradas en la misma, no era más que un espacio untado de vejez entre zonas urbanas dieciochescas, con callejones que dejaban en las alturas unas largas chimeneas que destacaban con una gracia y pintoresquismo muy en razón del pensamiento del amaestro de obras de la época. Pero conviene que, dispuesto a otros trayectos vayamos dando con los mensajes que nos ofrece  Fortuna en su más nueva dimensión enlazada a los diversos planes urbanísticos que, sin duda realzan su imagen. Ahora la plaza está cargada de palmeras que fecundan la vista del viajero. Y desde allí se puede trazar otra ruta que es para la evocación, por donde estaba el huerto de la “Tía Angela” y al otro lado de la carretera el típico Lavadero municipal  del que tendremos tiempos de ocuparnos, y por supuesto de las nobles mansiones de personajes que trajeron el progreso a la villa y que conviene recordar. 

Bueno es que dejemos el itinerario en estas zonas que  nos abren nuevas perspectivas, aunque no por ello olvidemos la entrañable presencia del barrio viejo de la villa, con sus típicas y altaneras calles que cuentan con un pasado de concejo y campana batida. Por su entraña hemos puesto la mirada para otear esa sustancia de vida calmada, aunque no por ello marginada de problemas que toda comunidad exige. Por su interior hemos dado con personas afectas que nos han evocado algunos de sus personajes, la mayoría dedicados a oficios que se van perdiendo como los ropavejeros, herreros, traperos, chatarreros que forjaron una forma de vida, como no podemos por menos que traer a colación la figura del enterrador Juan Alacid que vivió anécdotas para narrar dejando entre los vecinos fama de su honestidad y temple para, en momentos precisos de su oficio de sepulturero, mantener la casta de saber y actuar en el silencio del cementerio.  

—————————————

  1. El Señorío de Fortuna en la Edad Media. Torres Fontes. R.A.A.X.EL Sabio / 147.2005
  2. Historia de Yecla. M. Blázquez.

Sin Comentarios.

Responder

Mensaje