ESTAMPAS NAVETAS. RECORDANDO A ALBERTO TORG.

POR LEOCADIO REDONDO ESPINA, CRONISTA OFICIAL DE NAVA (ASTURIAS)

Vano intento sería referirse a la figura de don Alberto Torga Llamedo con pocas palabras, siendo él, precisamente, “un grande del relato exhaustivo y enciclopédico”, según apuntó Francisco García.

Curioso e inquieto desde niño, y dotado de una facilidad natural para el aprendizaje, a esas dos condiciones previas había que añadir, en su caso, la de su memoria, famosa y reconocida (como memorioso memorable le definió también Francisco García), que le permitía, digamos, tener archivado en orden tanto el extenso y variado caudal de conocimientos adquiridos como las múltiples experiencias acumuladas en el largo e intenso trayecto de su vida, en la que cobra especial relevancia su larga estancia de más de cuarenta años fuera de España.

Campechano y de verbo fácil, Alberto sabía ganarse a pulso el afecto y la amistad de sus semejantes, que luego procuraba, y lograba, mantener con perseverancia. Y una buena prueba de ello era la felicitación multilingüe que cursaba por navidad a sus amplísimas amistades de diversos países. Un hombre de espíritu abierto, que tomando como base a Vegadali, su lugar de nacimiento, supo proyectar su figura hacia el infinito. Y fue también, por supuesto, un tertuliano puntual y conversador amenísimo, sólido en sus convicciones pero abierto y respetuoso con las diversas formas de pensar y de sentir de los demás, como persona flexible e inteligente que era. Pero quizá, principalmente, lo que le definía era su visión consciente y responsable de los desequilibrios sociales, que le llevaba a acercarse y entender a los más necesitados.

Trabajador concienzudo, preciso y meticuloso, como quedó dicho (que trabajaba con el mismo rigor el texto de sus sermones que sus colaboraciones habituales en la prensa), se empeñó, tras su regreso de Alemania, en la tarea de redactar sus memorias, (si bien, antes y después, y como es conocido, dejó escritos otros libros), tarea, digo, de la que resultaron dos tomos, que tituló como Primera y Segunda parte, por cierto con alto número de páginas cada uno, y cuya presentación en la Casa de Cultura de Nava, en septiembre de 2014 y octubre de 2015, respectivamente, me encomendó personalmente.

Tomo, pues, del texto de presentación de la primera parte de sus Memorias algunos párrafos, con la voluntad de acercar siquiera una pizca a nuestro hombre, el cual, ya en la introducción, sabiamente nos dice “que recordar es volver a vivir el tiempo que se fue: es actualizar, de alguna manera, los hechos, las circunstancias y las personas que han pasado por tu vida y que parecen dormidas, hasta que, inesperadamente, o por asociación de ideas, afloran de nuevo a tu recuerdo”. Y apostilla: “El motivo que me mueve a escribir esta especie de memorias es salvar del naufragio los recuerdos que aún tengo muy vivos y corren el peligro de caer en el olvido”. Tenía muy claro, pues, el objetivo a conseguir.

Inicié mi discurso comentando el tiempo de su niñez (Alberto nació en 1933), y más adelante escribí: “Creo que Alberto siempre ha sido hombre de iniciativa, capaz de tomar en libertad decisiones que luego sabía mantener con firmeza. Un ejemplo palpable está en la forma en la que decidió ingresar en el seminario, decisión de la que no se ha apartado hasta la fecha. Y entonces, y como consecuencia de esta determinación, de esta iniciativa, está el tiempo duro de la educación religiosa.

Crecer significa, también, ir madurando, y así, en los largos y fríos inviernos pasados fuera de casa -significados, también, por el escaso rancho, que todo hay que decirlo-, afronta Alberto, con entereza, la dura tarea de ir dejando atrás al niño que todavía era, para, gradualmente, convertirse en el hombre que sería. Y todo ello lo vive Alberto inseparablemente de su cariño y afecto por los de casa, empezando por su abuelo paterno, Aquilino, al que llama Paye, y la admiración y el respeto que siente por la figura de sus padres, Graciano y María Argentina. Y está el cariño y el orgullo, en general, que se percibe de modo palpable, por sus hermanos, Saúl y Araceli, y descendientes.

Asoma, también, el temprano sentido de la responsabilidad. Y, en justa concordancia con esa seriedad, Alberto estudiaba con ahínco.Tenía cabeza, valía para estudiar, como se decía antes, y se sigue diciendo. Pues esa curiosidad de base, de la que arranca la necesidad de conocer, de explicarse las cosas, de buscar la raíz, de encontrar lo razonable dentro del barullo y la algarabía que es el mundo, creo que era, es, y seguirá siendo, algo natural en la personalidad de Alberto. No en vano, José Luis González Novalín, en el prólogo, lo define como buscador inquieto. De su tiempo en los diversos seminarios en los que residió (Donlebún, Tapia de Casariego, Valdediós y Oviedo), me han dicho amigos que lo conocieron entonces que, las cosas que Alberto sabía, y sabía muchas, estaba siempre dispuesto, con gentileza, a enseñarlas a sus compañeros. Porque ese era su modo natural de ser, y de comportarse, y de entender la vida.

Finalizado su tiempo como seminarista, aparece también su ordenación, en 1956, y primer destino, el mismo año, en San Julián de Somió. De aquella parroquia marchará, en 1961, hasta Boo de Aller, y desde allí, en 1962, partirá hacia Tapia de Casariego. Corta estancia en la costa tapiega, pues al año siguiente, 1963, lo exilian a Onís. En 1966 decide marchar a Holanda, país que abandona en 1975 para trasladarse a Alemania, y justo aquí decide Alberto finalizar esta primera parte de sus Memorias”.

Cierro aquí estas pinceladas, que pretenden ser una ligerísima aproximación a la primera parte de la vida de Alberto, y voy poniendo fin a estas líneas, no sin antes dejar constancia de mi eterno agradecimiento por brindarme su amistad, y reconocer expresamente el enriquecimiento personal que me proporcionó su trato, vivencias y reflexiones, además de su comportamiento, porque, a mi entender, con su falta, Nava, y Asturias, pierden a un ser humano de referencia en muchos aspectos.

La muerte nos lleva al hombre, y con ello la posibilidad de disfrutar de su presencia, pero él, al menos, dejó registro de su peripecia vital en sus libros, y eso hará posible que, en esas páginas, perdure su recuerdo en el tiempo. Y, coherente hasta el final con su forma de ver la vida, y consecuente con su trayectoria, se despidió sin ruido, y con la educada discreción que acreditaba su condición de persona sabia, entrañable y honesta. Admirado maestro y muy estimado amigo, puedes tener por seguro que, mientras viva, tu recuerdo ocupará un sitio preferente en mi corazón. Vano intento sería referirse a la figura de don Alberto Torga Llamedo con pocas palabras, siendo él, precisamente, “un grande del relato exhaustivo y enciclopédico”, según apuntó Francisco García.

Curioso e inquieto desde niño, y dotado de una facilidad natural para el aprendizaje, a esas dos condiciones previas había que añadir, en su caso, la de su memoria, famosa y reconocida (como memorioso memorable le definió también Francisco García), que le permitía, digamos, tener archivado en orden tanto el extenso y variado caudal de conocimientos adquiridos como las múltiples experiencias acumuladas en el largo e intenso trayecto de su vida, en la que cobra especial relevancia su larga estancia de más de cuarenta años fuera de España.

Campechano y de verbo fácil, Alberto sabía ganarse a pulso el afecto y la amistad de sus semejantes, que luego procuraba, y lograba, mantener con perseverancia. Y una buena prueba de ello era la felicitación multilingüe que cursaba por navidad a sus amplísimas amistades de diversos países. Un hombre de espíritu abierto, que tomando como base a Vegadali, su lugar de nacimiento, supo proyectar su figura hacia el infinito. Y fue también, por supuesto, un tertuliano puntual y conversador amenísimo, sólido en sus convicciones pero abierto y respetuoso con las diversas formas de pensar y de sentir de los demás, como persona flexible e inteligente que era. Pero quizá, principalmente, lo que le definía era su visión consciente y responsable de los desequilibrios sociales, que le llevaba a acercarse y entender a los más necesitados.

Trabajador concienzudo, preciso y meticuloso, como quedó dicho (que trabajaba con el mismo rigor el texto de sus sermones que sus colaboraciones habituales en la prensa), se empeñó, tras su regreso de Alemania, en la tarea de redactar sus memorias, (si bien, antes y después, y como es conocido, dejó escritos otros libros), tarea, digo, de la que resultaron dos tomos, que tituló como Primera y Segunda parte, por cierto con alto número de páginas cada uno, y cuya presentación en la Casa de Cultura de Nava, en septiembre de 2014 y octubre de 2015, respectivamente, me encomendó personalmente. Tomo, pues, del texto de presentación de la primera parte de sus Memorias algunos párrafos, con la voluntad de acercar siquiera una pizca a nuestro hombre, el cual, ya en la introducción, sabiamente nos dice “que recordar es volver a vivir el tiempo que se fue: es actualizar, de alguna manera, los hechos, las circunstancias y las personas que han pasado por tu vida y que parecen dormidas, hasta que, inesperadamente, o por asociación de ideas, afloran de nuevo a tu recuerdo”. Y apostilla: “El motivo que me mueve a escribir esta especie de memorias es salvar del naufragio los recuerdos que aún tengo muy vivos y corren el peligro de caer en el olvido”. Tenía muy claro, pues, el objetivo a conseguir.

Inicié mi discurso comentando el tiempo de su niñez (Alberto nació en 1933), y más adelante escribí: “Creo que Alberto siempre ha sido hombre de iniciativa, capaz de tomar en libertad decisiones que luego sabía mantener con firmeza. Un ejemplo palpable está en la forma en la que decidió ingresar en el seminario, decisión de la que no se ha apartado hasta la fecha. Y entonces, y como consecuencia de esta determinación, de esta iniciativa, está el tiempo duro de la educación religiosa.

Crecer significa, también, ir madurando, y así, en los largos y fríos inviernos pasados fuera de casa -significados, también, por el escaso rancho, que todo hay que decirlo-, afronta Alberto, con entereza, la dura tarea de ir dejando atrás al niño que todavía era, para, gradualmente, convertirse en el hombre que sería. Y todo ello lo vive Alberto inseparablemente de su cariño y afecto por los de casa, empezando por su abuelo paterno, Aquilino, al que llama Paye, y la admiración y el respeto que siente por la figura de sus padres, Graciano y María Argentina. Y está el cariño y el orgullo, en general, que se percibe de modo palpable, por sus hermanos, Saúl y Araceli, y descendientes.

Asoma, también, el temprano sentido de la responsabilidad. Y, en justa concordancia con esa seriedad, Alberto estudiaba con ahínco. Tenía cabeza, valía para estudiar, como se decía antes, y se sigue diciendo. Pues esa curiosidad de base, de la que arranca la necesidad de conocer, de explicarse las cosas, de buscar la raíz, de encontrar lo razonable dentro del barullo y la algarabía que es el mundo, creo que era, es, y seguirá siendo, algo natural en la personalidad de Alberto. No en vano, José Luis González Novalín, en el prólogo, lo define como buscador inquieto.

De su tiempo en los diversos seminarios en los que residió (Donlebún, Tapia de Casariego, Valdediós y Oviedo), me han dicho amigos que lo conocieron entonces que, las cosas que Alberto sabía, y sabía muchas, estaba siempre dispuesto, con gentileza, a enseñarlas a sus compañeros. Porque ese era su modo natural de ser, y de comportarse, y de entender la vida.

Finalizado su tiempo como seminarista, aparece también su ordenación, en 1956, y primer destino, el mismo año, en San Julián de Somió. De aquella parroquia marchará, en 1961, hasta Boo de Aller, y desde allí, en 1962, partirá hacia Tapia de Casariego. Corta estancia en la costa tapiega, pues al año siguiente, 1963, lo exilian a Onís. En 1966 decide marchar a Holanda, país que abandona en 1975 para trasladarse a Alemania, y justo aquí decide Alberto finalizar esta primera parte de sus Memorias”.

Cierro aquí estas pinceladas, que pretenden ser una ligerísima aproximación a la primera parte de la vida de Alberto, y voy poniendo fin a estas líneas, no sin antes dejar constancia de mi eterno agradecimiento por brindarme su amistad, y reconocer expresamente el enriquecimiento personal que me proporcionó su trato, vivencias y reflexiones, además de su comportamiento, porque, a mi entender, con su falta, Nava, y Asturias, pierden a un ser humano de referencia en muchos aspectos.

La muerte nos lleva al hombre, y con ello la posibilidad de disfrutar de su presencia, pero él, al menos, dejó registro de su peripecia vital en sus libros, y eso hará posible que, en esas páginas, perdure su recuerdo en el tiempo.

Y, coherente hasta el final con su forma de ver la vida, y consecuente con su trayectoria, se despidió sin ruido, y con la educada discreción que acreditaba su condición de persona sabia, entrañable y honesta.

Admirado maestro y muy estimado amigo, puedes tener por seguro que, mientras viva, tu recuerdo ocupará un sitio preferente en mi corazón. Publicada en La Nueva España Lunes 22.07.2024, página 10.

FUENTE: L-R-E

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