LA SOLEMNIDAD DEL JESÚS DE TANES (SOBRE LOS ORÍGENES HISTÓRICOS Y EL RECUERDO DE UNA FIESTA QUE ANTAÑO CONGREGABA MULTITUDES)
Sep 19 2024

POR JOSE MANUEL  ESTRADA ÁLVAREZ, CRONISTA OFICIAL DE CASO (ASTURIAS).

Aunque en la milenaria cronología de Santa María la Real apenas ocupe un  espacio de tres siglos, podríamos afirmar que la festividad del Jesús de  Tanes llegó a considerarse la cita que más fervor religioso concitaba en  todo el Alto Nalón, así lo sería durante doscientos años. 

En el pasado únicamente se celebraba -excepción hecha del solemne  Corpus- la festividad patronal, el día de la Asunción. Con el tiempo fue  perdiendo relevancia y al decaer la misma tarde del quince de agosto se  trasladaban los festejos desde la solitaria ubicación del templo a la ermita  de San Roque, que poco a poco iría ganando la predilección de los  lugareños, congregados al calor profano de la foguera y expectantes ante el  singular llavatoriu, en el que se aireaban con ingenio los trapos sucios del  año transcurrido. 

La devoción al Jesús Nazareno es más reciente. Siendo cura don Domingo  González Bao allá por 1685 llegó a la iglesia el Visitador, quien  comprobando la falta de adorno y decencia de unos altares laterales que en  nada competían con el novísimo retablo de Luis Fernández de la Vega,  mandó se colocase en uno de ellos una imagen de Cristo que representase  un paso de la Pasión. El cura confió la talla a las hábiles manos del ebanista  Juan Muñiz, natural de Gobezanes. La tradición cuenta que la venerada  imagen fue esculpida en la madera de un nogal negro procedente de la  antiquísima San Juan de Bárzana. 

La capilla del Cristo se circunscribe a ese tiempo inicial de fervor nazareno  que surge en torno a la figura del Jesús, que tan bien labró el artesano de  Gobezanes. Esa expresión sufriente, coronado de espinas, arrastrando a  duras penas la pesada Cruz camino del Calvario, debió calar muy pronto y  con hondura en el piadoso sentir de los parroquianos, espoleados por la  leyenda de que sería el mismísimo Cristo, embelesado ante la perfección de  la obra, quien inquirió al autor con aquel ¿dónde me viste que tan bien me  hiciste

Pronto se le proporcionaría acomodo en la capilla erigida para su custodia,  que según inscripción existente sería edificada por un tal Lorenzo en 1717. 

En 1731, el maestro dorador Ignacio Álvarez dora, estofa y pinta el retablo  que había de albergar la escultura, ubicada hasta entonces en uno de los  altares laterales de la iglesia. El tres de mayo del año siguiente “viendo se  ha fabricado en esta dicha iglesia una capilla para una imagen de Jesús  Nazareno a quien todos tenemos especial devoción” se funda la Cofradía de su nombre, a la que pertenecieron cientos y cientos de moradores de la  parroquia, de cualesquier rango y condición, hombres y mujeres,  obligándose a celebrar anualmente la festividad cada 14 de septiembre. En  1744 se dota a la capilla del precioso enrejado que hoy podemos  contemplar. Todo ello aconteció en tiempos del cura manchego don José  Pérez Ruíz, que dirigió la parroquia durante 52 largos años, verdadero  impulsor del culto al Nazareno. 

Apellidamos Real a la iglesia de Tanes por tratarse una de las parroquias  asturianas adscritas al Patronato Real desde el Medievo, siendo  prerrogativa del monarca la presentación de los curas que habían de regir  sus destinos. La denominación como “iglesia del Perdón” es muy posterior  (los corta y pega de internet amplifican erre que erre, y con erre de horror,  los dislates históricos sobre asuntos del concejo casín y se trasladan hasta  los propios paneles informativos). Este último título probablemente venga  de una bula concedida por el Papa Clemente XIII en 1765 cuyas muchas  indulgencias todavía podían leerse en un cuadro colgado en la propia  capilla a fines del XIX, devoción a un Cristo milagroso que aún en nuestros  días conmueve a quienes le contemplan y que congregaba antaño en torno a  sus actos religiosos y profanos a innumerables romeros llegados de los  contornos: “El víspere ya pela tardi, asomaben pela collá rabañaos de  magüetos, creo que de toa Piloña. El collaín de la Pría era un regueru de  xente de Rusecu, de tou Sobrescobiu, El Condau y la Pola. Pel Caón, los  de Llaínes, y del conceyu arriba non queaba un alma que non apaeciera  per equí” (así recoge Hortilio Armayor los recuerdos de Manuel de Leona  allá por 1940).  

Era norma fundacional de la Cofradía que ocho sacerdotes concelebrasen la  solemne misa aunque con el tiempo fueron muchos más. A modo de anécdota, diremos que en 1754 se acordó que los desayunos de los curas  consistiesen en una jícara de chocolate y se abandonase el tentempié matinal que ya empezaba con viandas y licores. Antiguamente la  organización de la fiesta se sacaba a remate y se financiaba con los fondos 

de la Cofradía, donativos -hasta treinta y ocho novillos fueron los que se  ofrecieron en la procesión de 1850- y la subasta del ramu. Gaita y tambor,  los ciegos menesterosos con su zanfona y la bandurria o rabel de algún  casín, la copiosa pitanza de los clérigos. El momento culminante de la  fiesta, apenas recordado, fue en otro tiempo la apoteósica quema del  Xigantón, remota tradición que aún conservan algunos lugares y que  consistía en una figura humana de grandes proporciones a la que se le  prendía fuego y, mientras ardía, un mecanismo hacía girar sus brazos, que  torpemente daban vueltas tocando un tambor, hasta que las llamas  alcanzaban la cabeza y “españaba el xigante enteru en peacinos que  paecíen migayes y volaba tou elli pelos aires” (Manuel de Leona). La  mocedad, animosa y cantarina, gritando mil ixuxús finalizaba la fiesta en  armonía, bebiendo la llamada “caciplá de la amistá”, aunque en más de  una ocasión resultaron sonadas las quimeras, como aquella de 1847 en que  resultó herido el “capitanín” de Bueres, don Antonio Capellín. 

Entre la neblina del recuerdo perviven las imágenes de los pies desnudos, la  fe que hacía sangrar las rodillas magulladas de los penitentes subiendo el  Paredón hacia la iglesia, los confesionarios abarrotados de aquella sencilla  religiosidad de los humildes que se mezclaba con la alegría de la fiesta. La  Dolorosa, que encabezaba la solemne hilera en andas femeninas y el Jesús  al fondo, portado por los hombres, custodia de guardias y prebostes,  exaltación devota hasta el extremo, salmodia de los curas y el eco de  palenques en la cercana Escrita. La romería, los manteles de cuadros  extendidos y la bota de vino, el nubarrón oscuro que nunca faltaba,  amenazante. Ese mundo que en buena parte anegaron las aguas del olvido,  el espejo en que se mira hoy la herreriana iglesia, solitaria y triste. Por ello  es bueno recordar y que renazcan los sones de la gaita y, aunque ya no esté  entre nosotros el buen Roque, alguien alce la voz y subaste el ramu, aunque  sólo sea uno y no los diecisiete que llegaron a contarse en el Jesús de 1824. 

Para que el final no nos deje ese sabor agridulce de la añoranza, un insólito  suceso que tal vez haga sonreír al lector. Sabido es que la cabellera que  porta el Cristo es una peluca de pelo natural, sustituida al menos en dos  ocasiones a fines del XVIII y también en 1851. Pues bien, parece ser que  en El Campu había una señora, tenida en extremo por beata, la cual, con  motivo de una visita al Jesús, entre rezo y rezo, en un santiamén le despojó  de la melena para cubrir con ella las calvas que iban avanzando en su  azotea. Así nos lo contó la prensa en el verano de 1932, se non è vero, è  ben trovato.

FUENTE: CRONISTA J.M.E.A.

 

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