POR JOSE MANUEL ESTRADA ÁLVAREZ, CRONISTA OFICIAL DE CASO (ASTURIAS).
Aunque en la milenaria cronología de Santa María la Real apenas ocupe un espacio de tres siglos, podríamos afirmar que la festividad del Jesús de Tanes llegó a considerarse la cita que más fervor religioso concitaba en todo el Alto Nalón, así lo sería durante doscientos años.
En el pasado únicamente se celebraba -excepción hecha del solemne Corpus- la festividad patronal, el día de la Asunción. Con el tiempo fue perdiendo relevancia y al decaer la misma tarde del quince de agosto se trasladaban los festejos desde la solitaria ubicación del templo a la ermita de San Roque, que poco a poco iría ganando la predilección de los lugareños, congregados al calor profano de la foguera y expectantes ante el singular llavatoriu, en el que se aireaban con ingenio los trapos sucios del año transcurrido.
La devoción al Jesús Nazareno es más reciente. Siendo cura don Domingo González Bao allá por 1685 llegó a la iglesia el Visitador, quien comprobando la falta de adorno y decencia de unos altares laterales que en nada competían con el novísimo retablo de Luis Fernández de la Vega, mandó se colocase en uno de ellos una imagen de Cristo que representase un paso de la Pasión. El cura confió la talla a las hábiles manos del ebanista Juan Muñiz, natural de Gobezanes. La tradición cuenta que la venerada imagen fue esculpida en la madera de un nogal negro procedente de la antiquísima San Juan de Bárzana.
La capilla del Cristo se circunscribe a ese tiempo inicial de fervor nazareno que surge en torno a la figura del Jesús, que tan bien labró el artesano de Gobezanes. Esa expresión sufriente, coronado de espinas, arrastrando a duras penas la pesada Cruz camino del Calvario, debió calar muy pronto y con hondura en el piadoso sentir de los parroquianos, espoleados por la leyenda de que sería el mismísimo Cristo, embelesado ante la perfección de la obra, quien inquirió al autor con aquel ¿dónde me viste que tan bien me hiciste?
Pronto se le proporcionaría acomodo en la capilla erigida para su custodia, que según inscripción existente sería edificada por un tal Lorenzo en 1717.
En 1731, el maestro dorador Ignacio Álvarez dora, estofa y pinta el retablo que había de albergar la escultura, ubicada hasta entonces en uno de los altares laterales de la iglesia. El tres de mayo del año siguiente “viendo se ha fabricado en esta dicha iglesia una capilla para una imagen de Jesús Nazareno a quien todos tenemos especial devoción” se funda la Cofradía de su nombre, a la que pertenecieron cientos y cientos de moradores de la parroquia, de cualesquier rango y condición, hombres y mujeres, obligándose a celebrar anualmente la festividad cada 14 de septiembre. En 1744 se dota a la capilla del precioso enrejado que hoy podemos contemplar. Todo ello aconteció en tiempos del cura manchego don José Pérez Ruíz, que dirigió la parroquia durante 52 largos años, verdadero impulsor del culto al Nazareno.
Apellidamos Real a la iglesia de Tanes por tratarse una de las parroquias asturianas adscritas al Patronato Real desde el Medievo, siendo prerrogativa del monarca la presentación de los curas que habían de regir sus destinos. La denominación como “iglesia del Perdón” es muy posterior (los corta y pega de internet amplifican erre que erre, y con erre de horror, los dislates históricos sobre asuntos del concejo casín y se trasladan hasta los propios paneles informativos). Este último título probablemente venga de una bula concedida por el Papa Clemente XIII en 1765 cuyas muchas indulgencias todavía podían leerse en un cuadro colgado en la propia capilla a fines del XIX, devoción a un Cristo milagroso que aún en nuestros días conmueve a quienes le contemplan y que congregaba antaño en torno a sus actos religiosos y profanos a innumerables romeros llegados de los contornos: “El víspere ya pela tardi, asomaben pela collá rabañaos de magüetos, creo que de toa Piloña. El collaín de la Pría era un regueru de xente de Rusecu, de tou Sobrescobiu, El Condau y la Pola. Pel Caón, los de Llaínes, y del conceyu arriba non queaba un alma que non apaeciera per equí” (así recoge Hortilio Armayor los recuerdos de Manuel de Leona allá por 1940).
Era norma fundacional de la Cofradía que ocho sacerdotes concelebrasen la solemne misa aunque con el tiempo fueron muchos más. A modo de anécdota, diremos que en 1754 se acordó que los desayunos de los curas consistiesen en una jícara de chocolate y se abandonase el tentempié matinal que ya empezaba con viandas y licores. Antiguamente la organización de la fiesta se sacaba a remate y se financiaba con los fondos
de la Cofradía, donativos -hasta treinta y ocho novillos fueron los que se ofrecieron en la procesión de 1850- y la subasta del ramu. Gaita y tambor, los ciegos menesterosos con su zanfona y la bandurria o rabel de algún casín, la copiosa pitanza de los clérigos. El momento culminante de la fiesta, apenas recordado, fue en otro tiempo la apoteósica quema del Xigantón, remota tradición que aún conservan algunos lugares y que consistía en una figura humana de grandes proporciones a la que se le prendía fuego y, mientras ardía, un mecanismo hacía girar sus brazos, que torpemente daban vueltas tocando un tambor, hasta que las llamas alcanzaban la cabeza y “españaba el xigante enteru en peacinos que paecíen migayes y volaba tou elli pelos aires” (Manuel de Leona). La mocedad, animosa y cantarina, gritando mil ixuxús finalizaba la fiesta en armonía, bebiendo la llamada “caciplá de la amistá”, aunque en más de una ocasión resultaron sonadas las quimeras, como aquella de 1847 en que resultó herido el “capitanín” de Bueres, don Antonio Capellín.
Entre la neblina del recuerdo perviven las imágenes de los pies desnudos, la fe que hacía sangrar las rodillas magulladas de los penitentes subiendo el Paredón hacia la iglesia, los confesionarios abarrotados de aquella sencilla religiosidad de los humildes que se mezclaba con la alegría de la fiesta. La Dolorosa, que encabezaba la solemne hilera en andas femeninas y el Jesús al fondo, portado por los hombres, custodia de guardias y prebostes, exaltación devota hasta el extremo, salmodia de los curas y el eco de palenques en la cercana Escrita. La romería, los manteles de cuadros extendidos y la bota de vino, el nubarrón oscuro que nunca faltaba, amenazante. Ese mundo que en buena parte anegaron las aguas del olvido, el espejo en que se mira hoy la herreriana iglesia, solitaria y triste. Por ello es bueno recordar y que renazcan los sones de la gaita y, aunque ya no esté entre nosotros el buen Roque, alguien alce la voz y subaste el ramu, aunque sólo sea uno y no los diecisiete que llegaron a contarse en el Jesús de 1824.
Para que el final no nos deje ese sabor agridulce de la añoranza, un insólito suceso que tal vez haga sonreír al lector. Sabido es que la cabellera que porta el Cristo es una peluca de pelo natural, sustituida al menos en dos ocasiones a fines del XVIII y también en 1851. Pues bien, parece ser que en El Campu había una señora, tenida en extremo por beata, la cual, con motivo de una visita al Jesús, entre rezo y rezo, en un santiamén le despojó de la melena para cubrir con ella las calvas que iban avanzando en su azotea. Así nos lo contó la prensa en el verano de 1932, se non è vero, è ben trovato.
FUENTE: CRONISTA J.M.E.A.